viernes, 10 de abril de 2020

Capítulo 14. Publicado en Valencia Plaza Bitácora de un mundo reinventado (Día 5º)

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Capítulo 13. Publicado en Valencia Plaza Bitácora de un mundo reinventado (Día 4º)

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Capítulo 12. Publicado en Valencia Plaza Bitácora de un mundo reinventado (Día 3º)

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Capítulo 11. Publicado en Valencia Plaza Bitácora de un mundo reinventado (Día 2º)

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Capítulo 10. Publicado en Valencia Plaza Bitácora de un mundo reinventado (Día 1º)

Bitácora de un mundo reinventado (Día 1º)

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sábado, 4 de abril de 2020

Covid 19. BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO. Capítulo 9



Miércoles 1 abril

A primera hora vuelvo a comprobar que la internista no me necesita, aunque la curva ha vuelto a subir después de una tímida bajada. 120 ingresos Covid, 26 en urgencias a la espera de cama. Mi compañera agradece la llamada de forma seca, sin ceremonia, es una mujer operativa y está concentrada. Dispone de varios gines, otorrinos y urólogos que la siguen por la planta escribiendo las constantes. El Covid es el inquilino principal de la casa, ocupa dos plantas de las tres que tenemos. Oigo por primera vez “planta sucia”, “planta libre”. Yo vivo en la libre pero me reclaman arriba y remoloneo, iré mañana. Un día más sin jugársela es un día más. Vivimos al día. Uso el teléfono, flambeo de nuevo el teclado con hidrogel, la emprendo con mis dos móviles, el ratón, la tarjeta. Los objetos cotidianos han desarrollado uñas y dientes. Ahora te puede matar un clip.  

El estudiante. Un estudiante de medicina exigió hace 14 días su prueba y la tuvo, pero ahora cree que era un falso negativo, los enfermeros están que trinan. “¡Pero dile que el falso es él!” Ya le han explicado que a nosotros tampoco nos hacen la maldita prueba. Y que el atlas de anatomía es inofensivo, son los pacientes los que contagian. No pueden estar bien de la cabeza con esa nota tan alta que piden, bromeamos.

Tomo un café con mi jefa. Es un momento exótico, no suele haber tiempo para ello. La cafetería tiene la tristeza de los comedores escolares en vacaciones, el tufo a lejía y las sillas sobre las mesas. Los pocos visitantes se quedan en la puerta, los sanitarios nos esparcimos por las esquinas. La chica de la caja agradece mi interés y me da cuenta del resto del equipo. Todos están bien pero en sus casas, la empresa ofreció no venir a los que tenían miedo. Una heroína puede ser como ella, alguien ordinario que achina los ojos detrás de la mascarilla y te devuelve el cambio, pero quizá no vuelvas a ver en tu vida. Me alejo hacia mi mesa pensando que nunca le he preguntado cómo se llama.

Y mi primo Valen metido en el Gregorio Marañón. Los whatsapps llevan días hablando de fiebre. Le dejaba la comida en la puerta a su mujer, confinada en la habitación. Y sé que no rebañaría las sobras. Su suegro ya ha sido enterrado por los técnicos de una funeraria.

Acabo a mi hora. En el parking se abren las nubes y la primavera mete cabeza con una insistencia que parece más duradera que antes. Hay buenas noticias, pero sólo con este cielo me atrevo a repasarlas. 

La curva ya no es una vertical. Nadie sabe lo que es, pero no es un disparo al aire. Los surfistas tienen los sentidos entrenados para entender en qué momento se aplana la ola y les ofrece un hueco. Nosotros no. Desplegamos las antenas ansiosamente entre nosotros. En nuestros chats vibran ensayos clínicos, propuestas francesas, chinas, combinados de cloroquina con antirretrovirales, desmentidos, bulos. Todo el mundo tantea en una caja negra. Espío el pasillo de urgencias. Hay fluidez. Les ha dado tiempo a montar un vídeo en el que dan las gracias y parece que estén a punto de irse de vacaciones. Hay que estar aquí dentro para entender por qué bailan. En otros servicios oímos hablar de un hombre muerto de aneurisma. Nos gustan los relatos remotos, los de antes. Alguien intervenido de no sé qué, un par de nacimientos, varias muertes oncológicas. El saturímetro sube. El hospital respira.

Jueves 2 abril

La chica que tenía la cura para el Covid ya está de nuevo en casa. Es un encanto. En pocos días hablaba del mal viaje que le habían provocado los porros y nos daba las gracias con una honestidad sencilla, no tenía ningún motivo para fingirla. Me enseñó orgullosa unas sillitas para la Barbie que había hecho con rollos de cartón pintados y purpurina, un comedor completo para su pequeña. Me sonrió con un entusiasmo muy de verdad y quedamos en seguir llamándonos toda la semana.

El drama esos días estaba en un chaval fugado del CEEM que había sido recaptado y vuelto a ingresar: no había forma de conseguir una prueba para él. Coordinadores, jefes, jefecillos y hasta la cúpula misma de la Consellería. Este es un país de favores y yo no me daba por vencida. Doscientos internos peligraban en el centro donde el chico voceaba y escupía atado a una cama y aislado, el personal que entraba con las inyecciones había gastado en una tarde la mitad de los pocos EPIs que tenían. Sin la prueba, el enfermo estaba condenado a las correas. La gerencia parece la oficina de prensa en la Telefónica de Arturo Barea (obuses silbando en la Gran Vía madrileña, su espíritu de poeta electrizado por el miedo, vomitando el alma amarilla de bilis). Pasos nerviosos, rostros fugaces. Cola para hablar con dirección médica. La complicidad de otros tiempos se ha esfumado. En su lugar: ángulos, gravedad, ojeras, pelos crespos, gestos rápidos. Puertas cerradas. “Si fuera un político te diría que las pruebas llegan mañana. Como no lo soy, te lo digo así, como es: no tengo ni idea”

El señor de la crisis maniaca no responde en casa. Su dosis de litio diaria es un enigma y un peligro, los ceniceros sobre el hule mugriento rebosan cada día más y la enfermera y yo lo perseguimos impotentes en sus viajes del salón a la cocina. El capricho de su enfermedad lo hace oscilar entre el halago y el insulto pero al final siempre encontramos la forma de ponerle la inyección en uno de los intervalos. Su humor es una noria. Hay que ingresarlo y la ambulancia tarda dos horas largas en llegar. Una mascarilla endeble, unos guantes y un anorak que yo plegaré después por el forro y meteré en una bolsa de basura. Tarda también la policía. Dos horas largas agotando la conversación inútil hasta que la enfermera, más viva que yo, llama directamente a la Nacional y en diez minutos hay ocho tíos en casa de los que ninguno hace falta. Esos uniformes y esos bíceps son más elocuentes que el mismo Freud y los doce tomos de sus obras completas.

Mi primo ha pasado la noche en la sala de los “leves”. El primer autobús a Ifema no lo ha llevado, está esperando al siguiente. Es afortunado de tener un sillón, alrededor de él se apañan con sillas de pinza. Es un cincuentón de carácter austero, aficionado a la escalada, a los ambientes puros. Se ha llevado la montaña a esa salita abarrotada y por eso respira bien, no exige nada. “Esto es la guerra, mamá”, le ha respondido cuando ella le ha dicho que pidiera algo con lo que distraerse.

Viernes 3 abril

Entro en el hospital y me invade el hartazgo. Arponeo una nueva relajación que despierta en mí: el deseo de haberme infectado. Envidio a los que ya lo han superado y se pasean con la mejor vacuna deseable, con sus propios anticuerpos. Me agota repasar el coche con hidrogel, no rascarme la nariz, despedirme de mi marido con los codos, no comerme las sobras que dejan mis hijos en el plato. Vivo harta de maldecir mi rinitis alérgica que me convierte en un grifo de Covid mal cerrado, goteo cada minuto. Soy un aspersor de la muerte.
Rastreo este nuevo sentimiento tan liberador y dejo de compadecerme, le meto mano a unos pastelitos de coco que ha traído una enfermera para todos y me quito la mascarilla para emprenderla con el teléfono.

Pero todo gira con la primera llamada. Mi compañero del centro de salud me habla de J., una médica muy cercana que lleva una semana en la UCI. Me quedo paralizada. Ayer estaba en prono, hoy la analítica sólo enseña una tormenta bioquímica. Le escribo un whatsapp que caerá sepultado en su móvil como el que tira una botella al mar desde una isla. Está intubada y en coma. Mis palabras son una florecilla e imagino que cae sobre su ataúd. Maldigo el pastelito que me he comido, el gusto del coco me quema en el paladar todavía.




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viernes, 3 de abril de 2020

Covid 19. BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO. Capítulo 8




Domingo 29

La perra.

La perra es una esponja. Concentra en estos días todos los magreos de la familia, todos los que se detienen en el cuerpo como un atasco de operación salida. El cariño ha mutado en una sustancia que ella absorbe con cada achuchón y después sacude igual que si estuviera empapada de lluvia.
A menudo la encuentro en el sofá entregada a un sueño plácido, a veces con las pezuñas vibrantes y un parpadeo en el hocico. Me quedo mirándola, estoy tan llena a su lado. Vuelco mi zozobra en un abrazo y ella la exprime hacia fuera, me vacío y se vacía.
Hasta un nuevo encuentro donde se cruce mi amor con el de toda la familia. Noa lo lleva puesto y lo pasea lánguida por el pasillo como el mercader de un zoco, obsequiosa, ignorante de que vende el sustento del día.

Mi madre.

Mi madre está entre el drama y el cachondeo. Se maquilló ayer para bajar la basura. Suma una semana extra al castigo nacional y no sabía que mi padre duerme tantas horas, desde que no va a la facultad lo observa de cerca como a sus fósiles. En el whatsapp sale tan pegada al móvil que descubro gestos que no conocía, nuevas honduras en su cara. Los ojos le chispean cuando salgo en su recuadro, le parece que estoy monísima y yo hago que me lo creo. Mis canas aún salen borrosas en la pantalla. Tiene una pregunta técnica para mí: quiere saber si oírle a mi padre veintisiete veces la jota aragonesa es violencia de género.

Beauty hour

Le enseño a mi hija a tapar el bote de acetona como mi madre hizo conmigo. Está enfurruñada porque no he aceptado el color que ella quería. Es un color seguro, más de una compañera lleva estos días las uñas a brochazos, me he fijado. Le prometo una caja entera de Opi cuando todo esto acabe e insiste en que le da igual.
De pronto me hace callar. Hemos metido los dedos en un cuenco con agua templada y la pastilla de limpieza hace Chissssss.
Es maravilloso el Chissssss.
¿En qué momento dejé de escuchar el Chissss de las pastillas efervescentes?

Lunes 30

Me resisto al audio de mi jefa hasta media tarde, cuando apago la manta eléctrica y me quito los hilos del sueño. Pronto me hibridaré con Marguerite Duras (El dolor, Alianza) y me visitará en sueños, es mi temor y mi deseo. Quiero que despeje para mí la ecuación de mí misma. La leo para que me lleve a su cataclismo de guerra mundial y me saque a la luz, he comprado una ficha de feria que da derecho al trenecito renqueante, a los gritos de altavoz y al fogonazo de los focos cuando se acaba el túnel. Quiero que mis monstruos parezcan de cartón piedra.

Marguerite cuenta en sus entradas de diario la espera de su marido deportado a un campo alemán, en un París que bulle al borde del armisticio. Serpentea por los quais sin caer porque ya ha caído, no le hace falta estar de pie para seguir de pie, andar o detenerse frente a un teléfono callado es secundario. Se da esquinazo a sí misma y a su colapso para que no cese el movimiento. Todo está supeditado al movimiento. La quietud que ella teme es la que no admite los listados, las preguntas, los uniformes, las filas de deportados. París está sembrado de miguitas de pan, como las de Hansel y Gretel.

Me resisto al audio de mi jefa pero al final junto el valor que le sobra a mi Marguerite para asomarse a sus listas, sus silencios, sus teléfonos que no suenan. Mi audio confirma que no habrá sala de psiquiatría; se ceden nuestras camas a los internistas. Y yo de guardia el fin de semana.
Cuando mi marido me pregunta si el fin de semana abarca viernes, sábado y domingo se lleva una bronca. Así es desde hace quince años. Lo sabe. Así nunca ha sido en quince años. Nadie ha conocido nada que se parezca a esto desde que me puse la bata de prácticas siendo casi una niña.

Brujuleo en el whatsapp en busca de alguien que me hable del plan B. Un compañero me pregunta con ironía si acaso había un plan A. Y me manda un vídeo de la factoría Seat fabricando válvulas de respiradores.  


Miércoles 1

En el paseo marítimo de Palma hay delfines. En los canales de Venecia, si no es un bulo, también.

La puerta de urgencias ya no está alfombrada de colillas: ahora son guantes azules o blancos, gomas infectas que esquivamos con los pies como si fueran condones gigantes. Manos lacias que ya no piden nada.

El alcalde de Totana declara que el ratoncito Pérez puede cruzar fronteras y cubrir itinerarios urbanos. Un eurodiputado lo ha confirmado también por la radio. No es un bulo.

Me desvelo antes de las siete y dejo la pistola negra que pesaba en mi muñeca. Me embarga una mezcla de alivio y enfado que aún se me enreda en las pestañas. Estaba atracando un banco. 

Mi enfermero y mi auxiliar, incapaces de matar una mosca, me han seguido. Soy la jefa de la banda. Cuando un par de polis nos hacen bajar el cañón y entregar el arma, disparo una arenga sobre lo hartos que estábamos de pedir recursos para nuestros enfermos y hablo convencida de que me creerán. 

Después hago una pausa. En sus ojos no hay sorpresa sino lástima: también nosotros nos hemos vuelto locos.  



lunes, 30 de marzo de 2020

Covid 19. BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO. Capítulo 7




Viernes 27

Mi amigo está por fin en casa. Los audios que me enviaba ganaban volumen y fluidez, hablaba del temor a dejar el hospital, del trato tan humano, de tos aquí, de fiebre allá. En el de hoy habla de maniobras de resucitación. Habla de libros. Y aparece por primera vez un doctor: el doctor Zhivago. Lo escucho mientras bajo las escaleras que van a urgencias y me detengo a escribirle que por fin tiene una brújula en sus manos. Le gusta que haya sido tan precisa. Una brújula. Se vuelve a enrollar: novelas, entrevistas culturales, títulos. Me hace bien oírle tan él, de nuevo en su asteroide como El Principito. Antes de abrir el box me pregunto por qué nadie me pide que le dibuje un cordero.

Por la noche nuggets, croquetas, patatas, fritanga pura. Comida de confinados. Los niños eligen Joker y yo me arrellano entre Rocío y la perra, ya no nos plegamos los unos con los otros. Para la próxima pandemia habrá que hacerse con un sofá XL.
Estoy preparada para una peli que me perturbe. El escalofrío ya lo traigo después de la charla con mi amiga Inma, que se desgañita en una ciudad cercana. Su jefe les ha ordenado a los pediatras ir a la planta Covid y les ha repartido el protocolo de sedación. Con tres o cuatro horas en prono y sin responder a 15 litros de oxígeno ya pasan a la morfina.
No me propongo el consuelo, nada que pueda decirle la calmaría. Está excitada y no puede parar, se despeña por la rabia y alterna las descargas con las bromas ácidas. No menciona el miedo, pero cuando yo confieso que a veces prefiero salir ella asegura que prefiere su casa y debo callar. Sólo ha venido del futuro para hacerme un tutorial de lo que me espera. “Yo elegí los niños para no ser el ángel exterminador”, repite indignada. La expresión reflota tantas veces que adivino cuál es el mantra que más se ha oído hoy en su servicio. “Al menos sabrás lo que exploras”, objeto yo con voz tímida, “eso pensé yo, pero resulta que no se acercan a ellos…” Un compañero suyo conjura el pánico diciéndoles “buenos días, soy el pediatra de guardia, saque Usted el niño que lleva dentro”.

Sábado 28

Soy el hombre de la casa. Por las mañanas me pongo mi traje de torero y mi marido, eminencia científica de la psiquiatría, me despide con los guantes de fregar rosas y un pantalón lleno de goterones. El hipoclorito se ha instalado en su pituitaria y le provoca dolor de cabeza.
Limpia, compra, cocina y pone en vereda a los chicos. En la cena pide opinión excitado y como no recibe elogios se los escucha de sí mismo. Los niños mastican en silencio y están a otra cosa, como hacían conmigo. Me divierto en secreto del desinterés que levanta el menú. Lo veo caer ordenadamente en todas las trampas de las marujas, “hoy limpio a saco y así descanso toda la semana”. Los primeros días lo reforzaba con lástima, “claro cariño, las mejores pechugas que he probado nunca”.
Cuando pasan dos semanas llega el colapso. Lo encuentro derrumbado frente al ordenador con expresión sombría, “son unos egoístas, yo no sé qué coño hemos criado”.
Escucho su lamento y me digo que yo tardé mucho más en ponerme así, pero callo. Espero a que termine su descarga. Repaso mentalmente la olla de alubias que he visto en el banco de la cocina. Sólo estoy salivando. Tampoco el hombre de la casa está a la altura de lo que las mujeres pedíamos.

Hoy se adelanta una hora que no le importa a nadie porque no existe la urgencia ni la definición, sólo este océano en calmachicha. La cena es distendida y la aprovechamos. Vivimos al día, ciclos cortos y cambiantes, si hay buen humor hacemos como si fuera a durar y no ponemos filtro. No atesoramos los buenos momentos, por eso yo lo rompo todo con una queja: estoy cansada de tanta compra, uno o dos días y basta.
“Tú también nos pones a todos en peligro”. La barra de contención ha caído. El precinto que sujetaba la verdad se ha soltado y los chicos me miran esperando que lo desmienta. Observo sus caras bañadas en otra luz que no es la mía, no armaré un contraataque. Quiero que sigan respirando este aire que no se ha corrompido todavía. Debo cuidar la blandura de sus quejas y sus cuitas, la línea fina que conecta su presente con un futuro inmaculado, la conexión de sus días. Suelto algo insulso con un punto creativo, cambio de tema.
Rocío, sin embargo, ha leído por detrás de mi sonrisa y me desarma con su lógica de bisturí: “pero mamá, tú…¿puedes no ir?”

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domingo, 29 de marzo de 2020

Covid 19. BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO. Capítulo 6


Loic Vendrame

Miércoles 25

¿Por qué vamos a trabajar? No es por la gloria, ni por los aplausos. Nadie se engaña demasiado en este punto, en un par de meses volveremos a ser unos pringados trabajando en precario; ¿de dónde van a salir los fondos para ampliar el servicio? Me vienen a la cabeza los funerales militares y me cabreo, ¿a quién le importa una mierda la foto de las autoridades en su entierro? Yo quiero hacerme viejecita y conocer a mis nietos, como todo el mundo.
Si no es la gloria, entonces es la negación. Vamos cada día al trabajo porque a nosotros no nos va a pasar nada. Se añade la necesidad de cumplir viejas rutinas, viejos itinerarios. Es nuestra manera de empujar esta maldición que parece soñada, habitamos un doble fondo en el que lo real y lo irreal se tocan y nuestro empeño en ser los mismos hará saltar por los aires la pesadilla. Si hacemos algo distinto entonces dejamos que la pandemia se meta en la raíz de nuestras vidas. 
Además, no nos ha dado tiempo a encontrar otra forma de ser útiles. Defendemos con uñas y dientes la noción de meta, de valía personal. Perderla durante mucho tiempo puede mutar en la antesala del suicidio.

Jueves 26

La chica de la bici me ha dado esquinazo como era de esperar. Me acerco a su casa de la playa a la hora convenida y no está. Ya tiene su paga y su tabaco, no le hace falta una psiquiatra metiendo las narices en su vida. Es lista, intuye con buen criterio que me ha enviado su familia.
Curioseo por el bloque unos minutos más y pego alguna voz para que me abra, el timbre está inutilizado, le habrán cortado la luz ni se sabe cuándo.
Al volver descubro a tres vecinos escrutándome desde el césped. He aparcado mi huevo de la Conselleria delante y soy un espécimen morboso, una novedad. Una señora rubia con dos dedos de raya asegura que ella no ha salido más que a por el pan. No le he preguntado. La felicito y asiente reconfortada, mantiene tres metros de distancia con sus vecinos, todos tiesos y expectantes como si posaran para la portada de una banda. Improvisamos una charla insustancial sobre lo que hacen y no hacen. Me siento examinada con ojos solícitos y recelosos, como si fuera la granjera de un rebaño humano. Me indican dónde puedo encontrar a la chica de la bici y sé que nada más darles la espalda ya estarán especulando sobre ella y odiándome a mí por no encerrarla. No he dicho que soy psiquiatra, pero ella es la loca del barrio.
Conduzco con poca fe hasta la puerta del Consum pero tampoco la encuentro, siento una mezcla de alivio y congoja que me hace conducir sin rumbo por los bloques mientras una lluvia imprevista se espesa sobre el pueblo. Cuando me he perdido definitivamente apago el motor para buscar en el Google Maps pero no lo hago. El ruido de la lluvia sobre la chapa del coche es un arrullo cercano a la música y me calma. Delante de mí se oscurece poco a poco el esqueleto de un edificio que se infartó en la crisis del ladrillo y que se levanta desde entonces como baluarte del fracaso. Veo belleza en los esqueletos. Me remiten al eje, a la esencia. A lo que permite esta ilusión de vida y de movimiento que nos embarga hasta la tumba. Su misterio nunca termina. Pronto descubro que me costará mucho darle a la llave otra vez. El gozo de saberse perdida, en un lugar y un momento en el que nadie te reclama para nada, es un regalo inesperado. La lluvia se aclara poco a poco y yo viajo a las semanas de pascua de mi infancia, en una urbanización playera parecida a esta, matando las horas en el club social con olor al huevo cocido de las monas.
Cuando llego a casa, la lluvia se alterna con los claros de sol en una mezcla hermosa. Rafa dormita frente al balcón y los geranios reflejan el sol que los destaca como un foco, el conjunto es un fondo idóneo para el recitativo de Bach que suena en su móvil. Ha descubierto La Pasión Según San Mateo en Spotify y se ha quedado dormido. Me pregunta cómo ha ido con los ojos entornados y un interés perezoso. El recitativo avanza, Pedro niega a Jesús tres veces antes de que cante el gallo. Repaso de nuevo la luz y la lluvia sobre los geranios y me digo si nosotros hemos negado también a la Madre Naturaleza tres veces, ¿quién pagará nuestro pecado? 
Pedro llora amargamente. Yo me voy a la cocina y engullo un plato de sobras pasado de calorías: pizza, ravioli de setas y dos salchichas. Todo tibio y mezclado con desorden en el mismo plato.  

Viernes 27

¿Qué se hace con el valor? ¿Qué se hace con el miedo? Me parece que el miedo se ha diluido después de pasar días saludándolo cada mañana. Debe de ser como matar al primer hombre en la guerra, después no queda sentido para las preguntas.
Se necesita gente para la planta de Interna. Por la noche hablo con mi compañera por teléfono y me lo explica todo con una naturalidad que me aterra. Se trata de ir detrás de ella por la planta tomando las constantes en una libreta para luego volcarlas en el ordenador, ella no puede escribir mientras examina. “Tú te quedas en la puerta”, ha dicho, y no me ha ilusionado nada que yo le parezca idónea por manejar bien el Integrator. En el fondo la contacté para que me confirmara que un psiquiatra no sirve de nada. Una voz infantil la reclamaba detrás del teléfono, más infantil que mi hija.
Empezaremos el martes. No le he preguntado si tenemos ya EPIs, la respuesta me hubiera hecho daño.



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sábado, 28 de marzo de 2020

Covid 19. BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO. Capítulo 5





Sábado 21

Son las nueve y el presidente hace su alocución por la tele. Mi jefa reparte a la vez los turnos de contención en el chat, un tercio en casa y dos tercios trabajando. El whatsapp hierve todos los fines de semana. Desatiendo las palabras de Sánchez en cuanto empieza la propaganda y leo a mi jefa, mi cerebro le pone la cara del presidente que yo he enmudecido para leerla. El resultado es perverso: Sánchez me manda a trabajar en las semanas altas de la curva.

Haré domicilios mientras los demás atienden llamadas desde una consulta aséptica. Una idea me da en la frente con la violencia de un palazo: es tan probable que coja el bicho como improbable que me muera. La última parte de la frase es un asidero que he improvisado y debo fijar a la primera, un adjunto frágil que aún baquetea. Cuando me quiero dar cuenta, estoy haciendo zigzag por los bloques de mi barrio con la perra y dándole martillazos a la frase. Noa ya no corre, sólo cabecea a mi lado como un escudero fiel, resignada a su nueva condición de perra vieja. Yo sigo su lomo plateado mientras me pregunto si un accidente de tráfico es todavía mi amenaza más cercana, aspiro a que sea más probable que el Covid, ¿qué estoy haciendo? Tan sólo repaso las estadísticas que llevo años encima, como una doble piel, tan mías como el kilo y medio de flora bacteriana de todas mis mucosas.

He dicho en casa que bajaba a recibir al de la pizza pero el chaval se retrasa porque sólo quedan dos tiendas abiertas para toda Valencia. En su lugar nos llega una lluvia tímida, tan fina que no nos cambia la velocidad ni el itinerario. Me pongo profunda y descubro que mis viajes al pasado no responden a la nostalgia: quizá esté haciendo balance. Regateo conmigo misma si mis sueños se pueden detener aquí, ahora, si mi vida alcanza el notable o no pasa del aprobado pelado.

Me siento caprichosa y algo canalla así que llamo a la mujer de mi amigo. Cerca de Madrid él está luchando de verdad por su vida en un hospital, la prueba ya ha confirmado el virus. Ella agradece la llamada, niega que sea tarde, me da todos los detalles de la evolución y las pruebas con una voz que está intentando rearmarse. Las cifras bailan una coreografía oscura en su mente y yo le hago una fiesta por una PCR de 3,2, me guardo todo el resto. Siento que me he tragado de golpe todo el borde libre de un acantilado. Me habla de las provisiones. Conoce a una enfermera que le ha hecho llegar un cargador y varios libros repasados con lejía, los ha filtrado “de estraperlo”. El dato me reconforta mucho más que la analítica, mi amigo ya tiene a Pasternak al alcance de su mano y le dará más oxígeno que un respirador. Los poetas no deberían pisar la guerra ni los hospitales.

Devoro la Bacon Crispy, me pierdo el final de la peli. A las cinco y pico estoy despierta y los sonidos de la casa vienen a mi cabecera como visitantes descalzos: la respiración de Rafa, el tic-tac del salón, el ronroneo de la nevera. Me sacan de la cama. Frente al cazo de leche descubro que este patrón de insomnio es depresivo. Me casco un nuevo zolpidem y me siento miserable de haber predicado tanto que no había que engancharse a las pastillas.

 Lunes 23

“Nunca antes había tenido miedo…”, me dice una paciente. Una chica que no me cogía el móvil en una semana y yo imaginaba ya conectada a un respirador en alguna parte. “Miedo, claro que sí, lo hemos tenido siempre, todos…” matizo con mi mejor voz pastoral. “No, me refiero al miedo a algo de verdad”. Consigue que me estremezca. Los sanitarios, expertos en negar nuestra vulnerabilidad, bordeamos el delirio en este punto. A nosotros no nos tiene que pasar nada.

Hoy no tocaba ir a Chernobyl, pero mi espesura ha hecho que tecleara 3 veces mal mi pin de la tarjeta y aparco en el parking desierto del hospital. Sin novedad en el frente, parecen decir los celadores que fuman en la puerta de urgencias. Nos saludamos con las cejas, todos nos palpamos con una nueva complicidad aérea. La curva de infectados crece despacio, la fase de espera se alarga, pero el silencio en la trinchera puede desesperar más que un ataque furibundo.

Desfilo por los pasillos desiertos con mi tarjeta inútil hasta el informático, que ha improvisado una ventanilla a la puerta de su despacho para que no entremos. Un anestesista se queja detrás de mí (no demasiado detrás, para mi gusto) porque sus compañeros no pueden conectarse al ordenador de las nuevas UCIs (antiguos quirófanos y REAs). Todo parece más perentorio que mi cara de idiota confesando que he liado el PIN y el PUK.

Antes de dejar el hospital consigo sentirme útil después de una charla con el coordinador de enfermería. Confiesa que le hace bien hablar conmigo. “¿Evacuación emocional lo llamas?” Lamento haber soltado el tecnicismo, para él la evacuación remite a secreciones corporales. Sólo quería sentirme útil, específica, como mi vecina del segundo que está ansiada por hacer mascarillas y me pide los patrones que han usado las enfermeras.

Martes 24

Siglo XXI. Siglo XXI. Nos llenábamos la boca: Siglo XXI Ediciones, Siglo XXI Fundación Benéfica. Hasta una pasta dentífrica podía bautizarse con el Siglo XXI. Prometía innovación, vanguardia, tecnología.
Pero vivíamos de lleno en el siglo pasado.
Conduzco por las calles tomadas por este invierno abrupto y me digo que el marcador del siglo se ha puesto por fin a cero. Los parques infantiles están precintados y las cintas rojas y blancas aletean en los columpios. Es la imagen más trágica del fin del mundo que podíamos imaginar.

Avanzo con el coche del hospital en busca de una chica que no le coge el teléfono a su familia hace semanas. Los enfermeros que le pincharon la medicación el mes pasado alertaban ya de que empezaba a desorganizarse. Al teléfono, su psiquiatra me ha listado las cosas que le pide a los servicios sociales y me lo he aprendido como el cirujano que estudia las placas antes de intervenir: he memorizado la anatomía de sus deseos.

Los pocos vecinos que me ven pasar se detienen para leer con recelo el logo de la Conselleria. Al coche le han impreso una mano protectora que sostiene una casita, pero ahora mi mano puede llevar la muerte.

Conduzco la marca que despierta una mezcla de admiración y recelo. Un utilitario pequeño y huevudo que no hace ruido porque es eléctrico: soy el protagonista de Interestelar y estoy patrullando un paisaje devastado. El temporal ha congelado los bloques de la urbanización playera y el escenario es tan inhóspito como mis premoniciones. Reparto la mirada entre el paseo marítimo y el mapa de Google, la voz de la aplicación vive inmune al Covid, no tose ni cambia su timbre condescendiente. No lleva mascarilla. Las barandillas de los apartamentos no tienen toallas de colores y el chiringuito en silencio da ganas de llorar. Ni un alma.

Descubro por fin una silueta vibrante pedaleando por el arcén y me alegro al comprobar que es mi chica, el corazón me brinca cuando bajo la ventanilla para saludarla. Se acuerda de mí. Sonríe. Accede a charlar si la sigo hasta la gasolinera, ha salido a por una cajetilla. No va impecable pero tampoco descalza como se me dijo. Todo irá bien. Le alargo una mascarilla, que se pondrá como una diadema antes de pedalear delante de mí como una liebre. Mañana es día de paga, su humor es bueno. Respiro con alivio porque no hubiéramos tenido cama para un ingreso.

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domingo, 22 de marzo de 2020

Covid 19. BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO. Capítulo 4





Viernes 20

Como soy la única que sale, me hago polivalente: saco a la perra y preparo la sopa de pollo antes de irme a trabajar. El resultado de la sobrecarga es dejar la basura abierta con las prisas e invitar a la perra a un festín; mi marido amanece con cabezas de pescado hasta en el sofá del salón. Como está ensayando un nuevo budismo zen, sólo recibo una sonrisa con la descripción del desastre.

Una amiga anestesista ha sacado sus gafas de buceo del altillo. Su hospital, en Albacete, ha poblado mis pesadillas, pero le doy a la llave y arranco sin saberlo. En el primer semáforo un  chico cruza con gafas de natación y me la recuerda, la cara de mi amiga salta a mi parabrisas como un peatón atropellado. Albacete está a 140 km y ya tiene dos plantas monográficas para el virus. La urgencia la tienen llena de gente que boquea. El miércoles lo compartí en el equipo y creé un silencio en el chat, una parálisis dilatándose lenta como el hongo de una bomba atómica.

Enciendo el ordenador con el guante, repaso el teclado con la gasa empapada y ataco el teléfono, me cuelo en la angustia con sordina de mis pacientes. Me sobrecoge su valor. Aldo ha pasado de víctima a cuidador y se desgañita con su madre, vence su agorafobia y le trae el pan, la verdura, las medicinas. Se siente útil por primera vez en años. Floren me cuenta cómo le organizan el día desde el CRIS, le han mandado un cuestionario, su whatsapp no para y está mucho en la cama, pero no se aburre. Destaca cómo el ayuntamiento les lleva el pan, les saca la basura, ya no me llora por el último chico que le partió el corazón.  Le va diciendo a su madre mis instrucciones según las oye: separar toallas, vajilla, repasar los tiradores de los cajones... Antonia, la madre de la anoréxica que nunca viene, disimula el pánico delante de su hija y le sorprende estar positiva, “esto es una guerra de la salud ─aclara─, ¿qué le vamos a hacer?”

“Ya es oficial, nos tenemos que ir”. En el centro de salud son las dos y pico y Luz está frente a mí con su mascarilla. Les llaman grupos de contención, la mitad en el frente y la mitad en la retaguardia. Me siento impelida a largarme como si hubiera aviso de bomba, luego le pregunto si puedo acabar las llamadas y me tranquiliza. Sus ojos no llevan pánico, tampoco nostalgia. La miro y me pregunto por qué no sabe lo mucho que la echo ya de menos. Siento que no voy a volver a verla, como si estuviéramos en un andén lleno de convoys militares. Me limito a sonreír con los ojos y ella se encoge de hombros, esos dos metros entre nosotras son de una sustancia espesa.

Por la tarde las cookies de Rocío y su insistencia en comprar pepitas de chocolate y harina. El viaje a Consum es baladí, pero al menos traigo pan. En la cola hago una sesión a cuatro bandas con mis amigas. Me entero de que una ha sufrido una crisis de ansiedad al bajar a la farmacia, la mascarilla le ha recordado los meses que despidió a su padre en Clínico. Alabamos cómo mantiene a raya la tristeza. Después le sonreímos a la que tiene al marido trabajando en la UCI y duerme en el cuarto de los niños. La cámara enseña sombras en su cara y todos los ángulos del cansancio. En nuestro gesto de asentimiento está diluida la angustia, no debe llegar al recuadro de la pantalla.

Y en los audios del amigo que pelea contra el virus en el hospital hay un timbre algo más fuerte, un poco más de fuelle desde sus pulmones infectados. Si el efecto viene de la cloroquina o de mi deseo de oírle mejor, todavía es una incógnita. Lo imagino lejano como un astronauta, mirando las rayas de la batería que le queda en el móvil y rodeado de gente plastificada que lo asiste como a un cobaya.

Sábado 21

El tiempo corre despacio y es como una lupa de aumento, pone en primer plano las cosas pequeñas. Ayer la niña filmó una cotorra de cuatro colores posada en su barandilla. Como todos los vecinos, el pájaro buscaba también el contacto con los extraños. A través del cristal tuvieron varios minutos de conversación que la niña ya añora. Cuando volvió con el pan la barandilla estaba otra vez desierta.
Yo también atiendo a lo mínimo, al segundo plano. A primera hora saco a la perra e intento emular a Jep Gambardella. Voy a la caza de la belleza en esta ciudad que podría ser la Roma deshabitada de las secuencias que filmó Sorrentino. Sus gloriosas madrugadas después de la farra quedan lejos de estas calles. No paseo entre palacios de piedra, simplemente por una ciudad espantada de provincias.
Me sitúo en el centro y fotografío el asfalto de los cuatro carriles en Botánico Cavanilles. En una ruta azarosa por la mediana de Blasco Ibáñez descubro que la Atenea de la avenida (Leyenda: Patria y Estudio) fue elaborada por Lladró. La firma del autor (Roberto Roca) está borrada por medio siglo de lluvia. Hemos saltado los setos para ver la estatua de cerca. Una bandada de palomas toma el espacio como un banco de peces de vuelo raso y su encanto se desvanece pronto, como una pompa de jabón.
También rastreo la belleza del parque desde las rejas. Pasamos el hocico por toda la valla y envidiamos a la colonia de gatos que se ha hecho la propietaria del parque. En el recodo junto al museo nos miran pasar con el desdén de poetas románticos. Ocupan los bancos de piedra y las fuentes secas con una nueva altivez y desafían a la perra con mirada de ganador. Noa copia un instante su inmovilidad y se hace de piedra. El azahar de los naranjos nos llega en este tiempo de fallas sin fallas y no encuentra límite en su cadena de contagio.

Gambardella aspiraba a escribir una novela sobre la nada. Citaba a Flaubert, que fracasó en el intento. Ojalá pudiera yo con el reto. Quizá la Nada con mayúscula sea esto. Un océano entero en retirada, un fondo de mar deshidratado por el que deambular sin ruta.

“Siempre se termina así ─concluía el protagonista romano─, con la muerte. Pero primero ha habido una vida escondida bajo el bla-bla-bla. Todo está resguardado bajo la frivolidad y el ruido: el silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo. Los demacrados e instantáneos destellos de belleza (…) Todo sepultado bajo la vergüenza de estar en el mundo bla-bla-bla”

Vuelvo a casa y asisto a mis maniobras de higiene preguntándome si las palabras del italiano me otorgan una nueva fortaleza o ya estoy sucumbiendo a su nostalgia.

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sábado, 21 de marzo de 2020

Covid 19. BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO. Capítulo 3



Lunes 16

Primer día de confinamiento y calles por fin desiertas hasta el centro de salud. Sonido del día: el cacareo de la gente en la cola del Consum, plantada bajo mi despacho médico. Todos critican a los saqueadores del sábado, pero nadie confiesa su propia gula. Imagen del día: el mostrador desierto, dos bancos vetados de cada tres, la celadora con tres cajas de mascarillas quejándose de que no se sirven ya más. Silvia, la nueva enfermera, habla de cómo el planeta nos castiga. Sus ojos sobre la mascarilla son más soñadores que antes. Sufro por su desazón, ella que no tolera ni un jersey de cuello alto ahora siente que se ahoga. También la sofoca la orden de quedarse en casa la semana que viene “ahora que nos necesitan tanto”.

Las voces entre nosotros han cambiado bajo la profilaxis, pero no es por la celulosa desechable: es el lugar desde el que hablamos. Hay una sacudida nerviosa en nuestras risas comunes que antes no estaba.

El teléfono colapsado y la chica del brote. Escupe unos granos negros, como de pimenta, y asegura que son el Covid. Como no hago nada frente a un teléfono que no funciona dejo el despacho y me voy a su casa. Ya no hay SAMU disponible y será un Trasporte No Asisitido, los ambulancieros bullen inquietos frente al portal porque no he llamado a la policía. Tampoco están acostumbrados a la mascarilla ni a mí, la enfermera los ha calmado antes de mi llegada. La chica accede enseguida porque quiere que se le haga la prueba hospitalaria. Cuando se despide de sus pequeños, la emoción se nos agarra a la garganta como un garrote y se mantiene durante los siete pisos de ascensor. La mamá se va al hospital pero no hay palabras para que los niños entiendan el motivo.

Por la tarde una siesta espesa, como de caramelo derretido, con un sueño iluminado en amarillo donde mi abuela Gregoria conoce a Rocío, o Rocío la conoce a ella y me hace feliz porque la quiere como a su yaya.

Y por la noche una sesión de cine ectópica por ser lunes en la que yo me voy la primera a la cama. 

Martes 17

La relajación. O mi sospecha de la relajación. Más bien mi miedo. Gente por la calle a las ocho sin mascarilla, sin gestos nuevos, sin alerta. Al menos parece que ya no hay paseos de perro largos ni en parejas. 

El día es otoñal y castiga el ánimo, pediría el recogimiento si no estuviéramos todos atravesados por el cable del virus. Por la autovía Los Secretos en Spotify, que me deslizan a los Hombres G. Revisitar canciones de la adolescencia a los cuarenta tiene su hondura, se descubren capas ocultas. David Summers conjuraba su rabia de onda corta con polvos pica-pica, mientras los grupos trash de mi hermano emitían consignas asesinas. Diferentes puntos en el espectro de la ira. Suéltate el pelo es una invitación a perder la virginidad y yo no me enteraba a los quince, sólo bailaba en la pista hasta el desaliento. Avanza mi nostalgia de un pasado que se precinta más rápido de lo asumible.

Por la mañana dos pacientes y diecisiete intervenciones. El teléfono es un hilo con los hogares, un periscopio privilegiado. Todavía no hay grandes batallas entre las cuatro paredes. Los neuróticos se portan muy bien, saben apartar lo superfluo y hasta se liberan de sí mismos. Los psicóticos sólo temen que el tabaco se acabe, a ellos no les tiene que pasar nada. Me conmueve que sólo teman por el trankimazin y por la salud de sus médicos. Tabaco, pastillas y nosotros. Imagino que ese es el orden, su verdad entre líneas.

Miércoles 18

Un sol que se levanta como un ojo castigador, un disco incandescente que no tiñe las nubes. La mañana empieza en el esqueleto de la ciudad, calles que sólo pertenecen a las patrullas y a los que levantan contenedores desde su bici y no conocen más mandato que la miseria. Día que empieza lánguido y acaba con la ovación de las ocho entre himnos patrios: España, Per a ofrenar y I will survive. Tres niveles de identidad en la misma calle. Amores que van de balcón a balcón “te quiero tía…” en una voz infantil con manitas agarradas a una barandilla, vecinos que se retan al veo veo y hacen reír a Rocío. La niña se empeña en tirar la basura conmigo, somos dos furtivas bajo el canto melancólico que oímos estos días en el árbol sobre la verja. Un pájaro (¿el mismo pájaro?) que Rafa tenía fichado cuando pisaba el parque a las seis de la mañana y luego parecía enmudecer con el bramido del tráfico. “Los pájaros están alegres”, dice la niña. Los humanos estamos en silencio, pienso.

Las manos han aprendido ya una nueva gravedad, son un arma letal, flotan alrededor de mi cuerpo y le han traspasado al codo y la rodilla sus destrezas. La limpieza del coche me absorbió antes de arrancar, ansia de volver a subir a por el cubo porque he tocado el tirador de la puerta del garaje, también he olvidado repasar el mando. Es agotador ser un TOC. Imposible esquivar los fallos de estrategia, hay que asumirlos, darle a la llave, desconozco cómo van los soldados al frente, me vendría bien una arenga y tengo que mutar en general y dármela yo misma. “Rosana, arranca y no enloquezcas”.

En la consulta, un compañero nos llama pijas por descartar ya las mascarillas que usamos hace cuatro días. La enfermera que hizo bolas de navidad para la sala de espera ha cosido creaciones propias y tiene la mesa llena de telas para elegir, a la mía sólo le falta un pespunte. He optado por una tela lisa anticipando los lejiazos, pero luego me siento cobarde por descartar las más bonitas. ¿Cuándo tiré la toalla? Me he despedido de la estética. Ya no me maquillo porque se queda todo en la mascarilla. Pienso en ello mientras inicio en el baño una tragicomedia con los guantes, nadie me dijo que había que quitárselos antes de bajar las bragas. Me río de mi desgracia yo sola y compadezco a los que esperan de mí un gran sentido común para arreglar este desaguisado.

En el equipo hay un ánimo más calmado, más de ejército que acata y no piensa. Otra doctora tiene que hacer un informe para que la madre de un psicótico recupere a su hijo del extranjero, por ser español lo tratan como apestado. Un neurótico recalcitrante aparece en la consulta de mi vecina y recibe una reprimenda. Nunca la había oído tan enfadada. La doctora acababa de telefonearle para que no viniera, pero él no puede mear. Hablamos de los delirios místicos por venir (Noé, el Apocalipsis, el castigo de los infieles) y descargamos un tono de chanza que nos alivia, pero no más allá de lo que haría un remedio casero a base de melisa y parsiflora. Lo más divertido es descubrir que ya hay quien atribuye la pandemia a la exhumación de Franco.

Abajo, en Primaria, han presenciado ya varios psicodramas. Trabajadores municipales que se niegan a limpiar las calles alegando ser “de riesgo” y piden bajas. Un señor que aseguraba haberse quedado enganchado levantando una bombona y su jefa misma presentándose en la consulta para calificarlo de farsante. Las residencias de ancianos los mantienen en vilo a todos, pero prefiero callar. Me he propuesto hacer las preguntas justas, omitir lo que sé y es oscuro, filtrar sólo el humor y el afecto. 

Todos se funden en una larga discusión por el mejor meme, el del perro agotado o el del hombre que bala como una oveja. Hace falta una sesión clínica para decidirlo. La del viernes promete, su título reza “Cómo afrontar el Coronavirus y no morir en el intento”. Luz nos enseñará su pret á porter a base de gafas de buceo, bolsas de basura y guantes de fregar, disponible en varias tallas y colores.

Jueves 19

Día festivo que disimula el silencio rotundo de las aceras. Dejo que la perra me guíe, al menos se merece el capricho. Damos con nuestros pasos sobre las vías del tranvía y su hocico explora los raíles que pronto dejarán de estar gastados. Me vienen secuencias apocalípticas a la cabeza, si no levanto la mirada de los zapatos puedo imaginar una ruta sin fin a lo largo de una vía poblada de maleza.

Se acerca un vagón fantasma y bajan tres personas con mascarilla. Un fotógrafo brota de la nada e hinca la rodilla en el suelo con flexibilidad de bailarín. Cuando termina de disparar le confieso que yo también hago retratos con palabras, que fijar imágenes ayuda a lidiar entre la realidad y la irrealidad. Me toma por escritora y no lo desmiento. Él trabaja para el Arzobispado, va a cubrir la misa de San José a puerta cerrada. Me alarga una tarjeta que vacilo en coger, “no lo llevo ─añade al percibir mi miedo─, tengo tres niñas en casa”. No le corrijo el malentendido, tampoco me atrevo a decirle que introduzca él mismo la tarjeta en mi bolsillo. Me alejo pensando que el virus en el cartón durará 4 días y ya ansío el momento de llegar y lavarme las manos. 

A las dos las azoteas braman, la mascletà vecinal tiene mimbres caseros: cacerolas, silbidos, patadas y descargas sobre todo tipo de artillería doméstica y resonante. Es la última, la de San José. Alguien me confiesa que la falla del Ayuntamiento (Açò també passarà) ha sido quemada sin aviso previo y de madrugada, como un rey apestado. Siento una punzada melancólica y pienso en Escif, el artista que la ha creado y que ya estará dando forma a todo esto con una nueva entrega de arte urbano.

Después se convoca sesión de música en los balcones y la novedad atrae incluso a la perra, que ladra al trompetista de enfrente. Los americanos están sacando las escopetas contra el virus. Nosotros los clarinetes, violines y trompetas: no sabía que en mi calle vivieran tantos músicos. Alan, el del segundo, me guiña el ojo. Me pregunto si en Dinamarca están haciendo también esto. Ayer vi a su mujer trajinando con el cubo en la galería y tuve el impulso de llamarla para charlar. No sabía de qué. Del suavizante que usa. De las bolas de los calcetines. De lo que sea.

Por la noche decido esconder el móvil, me tiene secuestrada. Cuando Rocío lleva un rato disimulando que se deja ganar a las cartas suena otra vez y es la mujer de un amigo que lleva nueve días con fiebre. Mi latido se desordena, efectivamente lo han ingresado. De 37 a 39 cuando ya parecía amainar la cosa. El virus tiene un comportamiento muy cabrón. Me pide que le mande un audio de tranquilidad y yo araño las palabras que se pueden embutir en el émbolo de un sedante aéreo. 

Todo es aéreo estos días, la vida y la muerte, la guerra y la paz.


COVID 19. BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO. Capitulo 2



Viernes 13

La mañana en el centro de salud había sido fantasmagórica. Nadie se acordó de que era viernes 13, pero esa misma tarde se declararía el estado de alerta. La sala de espera era una hilera de sillas de plástico precintadas y clavadas en la retina como ojos acusatorios. La entrada estaba poblada de carteles que rezaban “no se apoye en el mostrador”. La chica del pródromo psicótico había dormido con dos cuchillos bajo la almohada, conocía la cura contra el virus, pero sólo pude calmarla telefónicamente. Todas las visitas fueron a distancia, salvo las de primera hora, que venían de Madrid. Les alargué las mascarillas y les pedí que no tocaran la mesa. Se revolvieron nerviosos en su asiento y acabamos rápido. El paciente estaba mejor que nunca.

Fue cuando la mascarilla se hizo mi segunda piel. Creía que eran un mecanismo de defensa, pero solo son la antesala de la tortura: nostalgia de cuando el aire viajaba libremente por nuestros orificios, nostalgia de una libre movilidad.

Por supuesto, mi sesión sobre tabaquismo mutó en una histérica reunión con chistes malos y miradas recelosas. Todos revolvían con excitación las cucharillas del café, nadie se acordaba de marcar la distancia de seguridad. “Los madrileños son muy exigentes, nos van a pedir que vayamos a verlos a casa…”. La sala de reunión tenía era un extraño merme, un estrechamiento abrupto de trinchera y nadie quería estar en el pellejo de los que harían la guardia ese fin de semana. Una confusa conmiseración por el compañero de límites borrosos, dirigida hacia dentro y afuera. Solidarios e hipervigilantes, ociosos y desconcertados, a las once olvidaríamos las mascarillas y los turnos y nos volveríamos a meter en la salita para el café de las once. Necesitábamos ese café de las once. Como el beso de Candela, como la dosis que se conceden los yonquis antes de la desintoxicación: tomamos el último respiro de los de antes y seguiríamos en contacto por el chat todo el fin de semana; había que redactar protocolos, debatir sobre el ibuprofeno e incluso ultimar un bando para que la alcaldesa difundiera por el pueblo.

Cuando llegué a casa, mi hija se hacía selfies con la mascarilla puesta y se demoraba en elegir la que más le destacaba los ojos verdes sobre el material quirúrgico. Mi amiga Sara, desde Berlín, mandaba sus ojos almendrados y su mascarilla self made con una sonrisa pintada. Se quejaba de que los alemanes no hagan humor con el virus.

Por la noche, La Grande Bellezza de Sorrentino nos salvó la vida. Ovillados en el sofá, todavía lejos de las esquinas, dejamos que el gran Jep Gambardella nos llevara de la mano por su nostalgia y su resistencia a la nostalgia. Un cielo surcado de pájaros, las risas de unos niños en un jardín o la pureza de las novicias romanas abrían la garganta y despejaban la congoja como caramelos de eucalipto.

Sábado 14, domingo 15.

El estado de alerta y Real Decreto, pero el sábado aún tuvo una marcha festiva. Carcajadas histéricas con los memes más creativos y paseos holgados con la perra, el parque aún abierto y cruzado por gente que se aglutinaba por parejas y se buscaba los ojos, una tendencia que se potenciaría el domingo ante la verja cerrada de Viveros. Complicidad espontánea. Los transeúntes se dicen “aquí estamos, aguantando”. Rocío quiso comprar Nutella, artículo de primera necesidad. Hablaba de sentirse triste al ver cada mascarilla y yo la alejaba de mí cada vez que se acercaba. Cuando llegamos a la puerta del Consum encontramos una empleada en la puerta, como en los viejos garitos nocturnos de moda. Habían sufrido una avalancha por la mañana y ahora se regulaba la entrada, entrábamos por turnos. Yo fui la que le pidió a todos en la fila que guardaran la distancia. Respuestas educadas, tenso civismo entre todos. Las baldas vacías de papel higiénico estuvieron a punto de llevarse una foto, pero la memoria del móvil estaba llena, como las UCIs de La Paz. Confié en mi memoria.
Por la noche, mientras cenábamos, la niña abrió la ventana para que oyéramos la ovación: los sanitarios del país estábamos en la mente de todo el barrio, de todos los barrios. Vecinos de los que no sé ni el nombre, balcones iluminados, gritos. Un cosquilleo en la barriga y unos largos minutos aplaudiendo en los que obedecí mecánicamente.

Siempre supe que hacíamos un trabajo vocacional. Siempre me quejé de hacer un trabajo vocacional. Una tarea que nos fagocita sin dejar energía para la protesta, que no pone el foco en la nómina, sino en algo intangible que se escurre por los ojos de los pacientes. Pero nunca imaginé una escenografía para algo a lo que no sé poner palabras. Cronometré tres, cuatro minutos. Me harté pronto en la ventana, un pudor extraño, quizá un punto de vergüenza. Ahora lo sé: un rechazo inútil a ser protagonista. Cuando cerré el balcón de atrás aún se escuchaba el clamor, llegaba ahogado y sostenido desde la calle Alboraya. No somos estrellas, me dije. Nadie pensó que estaríamos nunca en el centro de tanta gente asustada, pero tampoco apetece que dure la gloria. Me siento como el héroe por error de las comedias baratas, todos los ojos puestos encima de uno que no sabe dónde meter las manos. Las tripas pegadas como el ascenso de una montaña rusa, cuando el trenecito baquetea de forma grotesca, el cielo se proyecta al frente y el taca-taca-taca anuncia que ya no puedes bajar y devolver el billete.

El domingo ya vimos las patrullas doblar por la esquina desierta de Genaro Lahuerta pero no les llamó la atención que paseáramos a Noa en pareja. Circulaba ya el veto por todo el país, las grandes vías ofrecían imágenes aptas para filmar el final del planeta. La niña completó varias rutinas con sus amigas por videoconferencia: tablas de gimnasia, una mascarilla facial casera, cotilleos y risas voladoras que mantenían la misma frescura de antes. Se enseñaron mutuamente el contenido de la despensa. Después vendría la sesión de piano y de cartas, hacia el final de la tarde con abruptos ataques de risa, carcajadas algo febriles que brotaban por un gesto o una frase y nos doblaban un minuto largo. Fue el momento de descubrir los besos en los pies y un momento clandestino en el que nos estrujamos con un almohadón en medio de la cara.

A las ocho nueva ovación en los balcones, esta vez para el personal de los mercados. Nadie imaginó nunca que los currantes éramos los que podríamos salvar el planeta. Aplaudir sienta bien, un momento de evacuación y aire fresco en la cara. Promete rutinizarse. Cerramos la ventana con la conciencia de una necesidad nueva: la de buscar al vecino y compartir su gesto. Y un sentimiento desempolvado y puesto a circular, como las prendas vintage: que todos somos pueblo, una nada amorfa sin los demás. Un todo conectado.

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jueves, 19 de marzo de 2020

COVID 19. BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO. Capitulo 1


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Domingo 15 marzo

Mi crónica de la pandemia arranca en el día en que asistí con mi hija a la manifestación del 8 M. La negación es una defensa tan poderosa que tapa de la vista lo que nos inunda y amenaza. Ahora miro las fotos que hice de las niñas alzando pancartas donde se pedía protección y me sobrecoge la paradoja: la violencia estaba ya en el aire, en los gritos, en los abrazos. Violencia espirada. Gotas como balines que dejarían con los días la calle desierta y un sinfín de cuerpos sobre el asfalto.

El lunes 9 mi padre arrastraba un constipado inoportuno y mi visita a su casa fue vacilante, exploración de visu a dos metros y una tos seca que nunca le había conocido, sonaba como la boca del infierno. Sonrisas que no pude devolver y algún chascarrillo fuera de lugar para que yo cambiara el gesto. Indicaciones higiénicas que ninguno tomaría en serio hasta que la televisión lo dijera todo. “Pero hija, ¿tú no te ibas ya?”. Su cerebro tomado por el Alzheimer es un bálsamo envidiable. Horas y horas de telediario y “el ciclovirus ese es un cuento chino, hija”. Reclusión domiciliaria sin dolor porque su secuencia temporal está detenida hace dos años largos, su mañana siempre es un mismo mañana de mesa camilla y telenovelas. El martes ya eran dos picos de fiebre. Tuve que escribírselo a mi madre porque el whatsapp me infundía más valor: mañana llamas al 112. Esa misma noche se suspenderían las fallas, con lo cual nadie podría acceder al 112 al día siguiente. Teléfonos colapsados, instrucciones ansiosas, peticiones inútiles a los compañeros del Clínico y dar por positivo a los dos abuelos. Zona de indefinición. “No salgáis de casa”: la única receta disponible. El jueves les estaría alargando otra mascarilla sin cruzar la puerta.

El miércoles 11 renuncié al autobús y me decanté por un taxi. El conductor bromeó y me mostró la imagen de un Aldi que abría sus puertas a una avalancha. Sólo faltaban dos días para que la escena fuera real en los supermercados de toda la provincia. Charlamos sobre el pánico de las masas. Mi reflexión sobre lo poco preparados que estamos para la desgracia y lo muy inflados que estamos de imágenes apocalípticas le gustó, “Usted y yo deberíamos salir en la tele hablando de esto…” Me hizo confesar que me dedicaba a analizar la conducta y las emociones humanas.
Estábamos a mitad de semana y los audios desesperados de los médicos madrileños ya dormían en la memoria de mi móvil como bombas lapa. Llamé a mi marido con el corazón disparado y me pidió que confirmara la fuente antes de difundirlos. Cuando la familia preguntó en el chat si lo esos lamentos ya virales eran ciertos me recriminó que no los desmintiera, “No debes alarmar a la gente más asustadiza”, ¿y engañarles? En ese instante supe la línea invisible entre estar y no estar en un hospital, formar parte o no de la liga de bomberos de Fukushima. La médico madrileña jadeaba por los pasillos de La Paz sin haber dormido en varias noches. Una voz entrecortada y cargada de indignación se puede fingir en un audio; el miedo de un médico y las expresiones que elige para conjurarlo no se fingen, son el patrimonio íntimo que nos gastamos, la cháchara propia de la salita entre los boxes. Un salvoconducto que todos identificamos.

Le puse uno de los audios de la desesperación a mi hijo de camino al dentista. Una médico de la Paz vaciaba su indignación y su rabia entre los neones de urgencias. Era jueves y le explicaba que su fiesta de graduación no se haría al día siguiente. “No vas a ir, aunque no la desconvoquen”. Yo misma iba a hacer de dinamitera y él no me devolvería la palabra en toda la tarde. Le hice mirar a la multitud díscola y diversa que llenaba las aceras de la calle Ruzafa y le pedí que grabara esa imagen para despedirla. Apenas levantó los ojos de su móvil. Un hijo de diecisiete odia que su madre se signifique y salga de su condición de bulto, y más si se trata de reventar su gran noche. Después de darle el dinero para un taxi de vuelta se bajó sin despedirse y empecé a contactar a las madres de sus amigos. Sólo al día siguiente me daría la razón y sacaría pecho, presumiendo de madurez, asegurando que había estado de acuerdo desde el principio.

Ese jueves la niebla se había instalado en toda la comarca. Yo había dejado el hospital con un pálpito de irrealidad que se materializaba con esa autopista emborronada por la niebla. En un instante se me hizo fácil imaginarme otra vida, otra identidad, otras coordenadas, dado que las nubes habían descendido y borraban el paisaje más allá de la cuneta. Salté con la imaginación a un tiempo sin tiempo y a un lugar sin lugar, como si me viera sepultada al guión de una distopía. Cuando bajé a Noa al parque, las siluetas de los padres con sus hijos se aclaraban poco a poco en la distancia media pero nadie hablaba de esa niebla tan atípica para el mes de marzo. La meteorología es el recurso de los tiempos fluidos, de la sala de espera o el ascensor, de los huecos por rellenar. Sólo alcanzaban a mis oídos frases de una difusa conversación global que comenzaba en mí y se completaba en las bocas de la gente anónima por el cauce del río, “…y he dicho que no voy a la fiesta…”, “…pero si cierran los colegios desde el lunes…”, “…pues no sé qué harán con tanto papel higiénico…”

Noa también había mutado, como las orquídeas. En un momento de tensión, el ser humano vuelve la vista hacia otras criaturas en busca de las respuestas que él no puede encontrar. La perra olisqueaba febrilmente los bajos de los coches y se resistía a entrar en el parque. El día anterior se había meado por los rincones de la cocina. Al día siguiente se desataría del arnés y me obligaría a perseguirla por los setos en una media hora en la que parecimos un dúo cómico (tres veces me tiré en plancha y cuando la atrapé le improvisé una correa con el pañuelo de mi cuello, los bajos de mis vaqueros ya estaban embarrados). Esa fue la tarde del viernes, cuando ya íbamos por los 5200 contagios y los memes en el móvil volcaban su ira hacia los madrileños que invadían Denia o Cullera. La desbandada. Las estanterías vacías de los supermercados. Lo que el día anterior era un drama (la suspensión de las fallas, de la fiesta de graduación, la falta de pruebas o mascarillas…), al día siguiente caía en un olvido depredador.


domingo, 8 de marzo de 2020

Tienda de coral


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Eran pequeños cerebros coloreados: azul pálido, salmón, amarillo azafrán. Los corales estaban en un altillo de la tienda, se veían delicados y luminosos bajo las lámparas térmicas.
Había ido allí con su marido porque el niño necesitaba uno para su trabajo de ciencias y la mujer del mostrador les indicó la escalera con el dedo. De novios también habían frecuentado el altillo de un pub que ofrecía sillones de skay rajados y una penumbra aprovechable, pero el recuerdo de aquella intimidad no le despertó más que nostalgia. Cogió asiento en cuanto coronó la escalera y dejó que él se dirigiera al encargado. Durante cinco minutos, su cuerpo y su dolor sería solo para ella y nadie atendería a la expresión amarga de su cara. El dolor es inevitable, le decía su médica, pero el sufrimiento es opcional. Quisiera verla a ella metida dentro de ese esqueleto en ruinas, con las juntas rechinando a cada paso.

La tarde de noviembre no era otoñal y ella se había preguntado por qué la gente andaba por la calle abrigada a veinte grados. La costumbre, se decía, es más importante que lo que anuncie el parte del tiempo. La costumbre de vivir, concluiría peligrosamente, también podía estar fuera de lugar en su caso; su enfermedad no tenía cura ni causa ni nombre pero ella insistía en seguir viva. Nombre sí, al menos eso: fibromialgia.

Había dejado que él condujera hasta la tienda de acuarios mientras ella desde su asiento veía la noche derramada por la calle, abruptamente estrecha, que daba a la estación del Norte. Una secuencia de solares oscuros con fachadas del Eixample venidas a menos miraba a las vías. Ruzafa se desplomaba por ese costado como los castillos de arena lamidos por el borde; así imaginaba ella su cuerpo y, por extensión, su vida. Imparable lisura. Dolorosa erosión.

Su marido peroraba sobre el experimento del niño y el CO2, se extendía en rodeos, derrochaba energía (una energía que ella quisiera para sí), añadía detalles que al encargado le sobraban: la profesora de ciencias, el cambio climático, la erosión de los arrecifes. Ella también perdía el hilo y paseó la mirada por la mesa donde crepitaban varias piscinas rectangulares: rejillas metálicas sobre las que respiraban los corales variados, sometidos al cosquilleo suave del agua que removía un discreto vibrador. Una congoja absurda la invadió al descubrir su belleza. Criaturas silentes, de una simetría ondulante y diversa. También la belleza podía doler, ¿había algo que ya no le doliera?
Imaginó el celo del encargado con los corales. Contratado en exclusiva para atender la sección, seguramente conocía al milímetro el pH, la temperatura, el flujo concreto al que tenía que conservar sus tesoros. Un simulacro de arrecife caribeño, la misma triquiñuela que anunciaban los pósters de las agencias de viaje: una vida regalada bajo pago a plazos.

Su luna de miel en Yucatán le asaltó en el recuerdo. En la boiserie de su salón asomaba sonriente dentro del traje de novia, la expresión tersa y confiada, la cintura tan flaca que habría que haber calculado la presión exacta de un abrazo. Se le prometieron las condiciones óptimas, una vida de vitrina, el suave arrullo de un oleaje tímido al que llamaría amor.
Un pez plano y elegante sorteó la rejilla del coral y dio la vuelta entre los cerebros delicados, hermosos, listos para el consumo. Naranja con franjas blancas, un pez payaso como el que había visto con su hijo en aquella película de peces donde un padre se fatigaba buscando a su pequeño. El ansia de protegerlo. La derrota de protegerlo. La cadera le mandó un latigazo eléctrico que la obligó a descruzar las piernas y levantarse.

El encargado hablaba ahora sin freno y había hecho callar a su marido. Más de cien mil especies. Mil géneros. Veinte clases. Blandos y duros, pólipos largos o cortos, desde quince euros a quinientos. El niño necesitaba demostrar la erosión del esqueleto coralino, para ello la carcasa blanca debía quedar al descubierto. “¿Entonces lo que queréis es sacrificar un coral?” El acuarista no cambió el tono al decirlo, pero ella se sobrecogió sin entender por qué. Algo en su cara delataba una sorda decepción. Ella paseó su mirada desde la cara del hombre a la piscina multicolor y de vuelta a su figura delgada, enfundada en unos vaqueros y una camiseta con el logo de la tienda. No se trataba de un simple empleado. Rondaba los treinta y tenía el pelo ralo, algo se había apagado en su discurso al conocer la intención de sus clientes. Supo que sudaba lentamente y adivinó imperceptibles gotas detrás del cuello. “Quedarán menos del 50 % en 2030”. Una extraña liga de personas defendía cosas misteriosas y frágiles pero ella no formaba parte. Cosas indefensas y bellas, quizá dolientes, al borde de la extinción. Envidió sin remedio su militancia, su sentido de pertenencia. Su misión. 

Emplearían un esqueje de xenia pulsante. El acuarista la sirvió sin drama en una bolsa de agua con la que bajaron hasta la caja. “Morirá en unas 24 horas” repitió la empleada al cobrar, pero nadie se extrañaba del gesto absurdo de la bolsa con agua, ¿por qué una bolsa si moriría igualmente? Todos acudían a la costumbre y, una vez en casa, ni siquiera su marido pudo vaciar la bolsa en la pila.
A la mañana siguiente, la xenia seguía dentro de su pecera improvisada junto a las macetas mustias de la cocina. Una orquídea seca que languidecía sin flores le hacía de pantalla. Cuando los niños y su marido desaparecieron rumbo a la escuela, ella tomó la bolsa y la colocó bajo  el grifo. Retuvo el aire un instante antes de deshacer el nudo. El agua tibia resbaló entre sus dedos y supo que algo de sí misma se escurría por el sumidero. La xenia quedó al descubierto como una pequeña mano semicórnea con tres dedos extendidos hacia arriba, casi una súplica. La superficie húmeda brillaba bajo las luces LED pero pronto estaría seca.  

Eligió el balcón de poniente y se entretuvo todavía eligiendo el tuper donde meterla. Al menos así mantendría lejos el hocico de la perra.