jueves, 6 de noviembre de 2014

Van Gogh y la estela de las cosas



Primavera de 1889, Arlés. Tras salir de su primera crisis psicótica, Van Gogh pinta “Frutales en flor”. Unos meses antes, en la famosa trifulca con Gaugin que le precipitó a la soledad y la locura, el que fue su único y efímero compañero le había espetado: “¡nunca escuchas!”. Las palabras del pintor eran ciertas, Van Gogh lo sabía y por eso, en el epicentro de la tormenta emocional que despertaron, se rebanó la oreja. El pintor de Zundert, el holandés pelirrojo de los trazos rápidos, que pintaba lúcidas escenas pero vivía a tientas, no sabía “escuchar”.

Sin embargo, cuando uno recorre las galerías del Museo Van Gogh en Amsterdam, si consigue abstraerse entre la nube de visitantes que llena las salas, siente que el reproche de Gaugin pide una justa matización: Van Gogh sí escuchaba, pero tal vez no como lo hacemos nosotros, más bien percibía el mundo en otra dimensión, una dimensión vetada para el resto de los mortales, desde la que se conecta con un mundo que vibra sin tregua.

El posimpresionista de fama póstuma, que despreciaba el mercado del arte calificándolo de “falso”, murió sin saber que sus pinturas se tasarían en cifras de vértigo. Mientras vivió, pintó durante sólo 10 años unos 900 cuadros, en una lucha desesperada por dar cuenta en sus lienzos de ese mundo donde las cosas no son “cosas”, sino la estela que dejan mientras respiran. Sus sensores no registraban la solidez de un objeto, sino los millones de partículas en movimiento que le dan cuerpo, sucesos que el ojo ordinario agrupa en conjuntos y arponea con palabras que le bastan para detener su vibración enloquecida, como los alfileres de los antiguos naturalistas.

En la mirada de Van Gogh, todas esas mariposas de alas disecadas están cruzando el campo alegre y aleatoriamente.  Un cielo no es esa cúpula homogénea y azul que nos contiene y aquieta la mirada, una montaña no es ese bastidor macizo que ondea en el horizonte y cierra la vista. Cada plano se merece esa pincelada ágil, violenta, libre del tedio y el encorsetamiento que aprendió de Seurat en París, cuando su técnica del “puntillismo” dejó de servirle para reproducir ese universo mutante y bello.

Las partículas también pueden ser onda. Faltaba casi un siglo para que Einstein y el resto de los físicos cuánticos incorporaran esta descripción del mundo material al racionalismo de Occidente. Mientras tanto, Van Gogh sólo podía enloquecer ante las puertas de la percepción abiertas para él en exclusiva, sin necesidad de drogas, sin meditar trascendentalmente, sin estudiar a fondo a los orientales o, quizá, bastándole con intuir un mundo nuevo y cargado de inmediatez en las láminas japonesas que coleccionaba y copiaba con fervor.

Pero volvamos al mes de marzo de 1889. La tormenta ha amainado tras unos meses en el hospital, la naturaleza vuelve a ser un bálsamo y en sus “Frutales en flor”, la primavera despierta ante sus sentidos heridos, los primeros brotes bostezan en las ramas que ha pintado semidesnudas. Le pide a su hermano Theo botes y botes de pintura, debe enviárselos con máxima urgencia, porque la floración no va a durar más de unos días y la lucha de Vincent es la de todo artista herido por la belleza, herido por la mutación permanente, por el dolor del tiempo. Porque toda belleza, todo esplendor contiene tiempo, una dosis letal de tiempo para la mirada del artista.

Y Van Gogh debe pintar esa floración a toda costa, quiere ser ese brote que se aferra a la rama, que renace de ella. Quiere conjurar su propia agonía y los frutales le encuentran en pleno despertar, la hierba que ocupa un amplio primer plano resplandece en un verde puro, como la esperanza que le han infundido los médicos. La vida en los frutales de Arlés emerge de forma fractal, es una brecha en el invierno que pronto quedará arrinconando y disuelto por la pujanza de esos colores primarios esparcidos libremente por el lienzo.

Sin embargo, las ramas se retuercen en ángulos violentos como una exclamación lanzada al cielo y aún hay un tronco en primer plano que parece rezagado, desnudo, con óvalos de pintura naranja que son las ramas tronchadas por el último vendaval: Van Gogh mismo tiembla con él, sus heridas sangran aún en un naranja encendido. ¿Conseguirá sanar? ¿puede creer las promesas de los médicos? ¿logrará ser uno más entre los hombres? Quiere ser como los campesinos de Arlés, como los vecinos de la Casa Amarilla (cada vez más hoscos y esquivos desde el incidente de la oreja), o como su hermano Theo, que parece navegar con facilidad entre todos ellos para conseguirle a él un poco de oxígeno cada vez que boquea.

En mayo del 89 ingresa voluntariamente en Saint-Rémy, abriendo así la espiral de crisis e ingresos psiquiátricos que le arrastrará a la muerte en poco más de un año, pero también a una producción frenética. La paleta de colores se restringe y las pinceladas se hacen más flamígeras: un incendio se ha desatado en su cabeza. “Si no pudiera pintar, me volvería loco”, le asegura a los doctores, mientras sus lienzos se multiplican a razón de casi uno al día. Crea la técnica de “húmedo sobre húmedo” que prescinde de la espera y aplica la segunda capa de óleo sin que se seque la primera. Es la forma de pintar de un hombre que necesita darle esquinazo a la brecha que le divide por dentro. Sus cuadros se llenan de cipreses que flamean hacia un cielo lleno de espirales, retorcido de dolor, y la textura de sus pinceladas se hace más gruesa que nunca, material, casi escultórica, tanto que invita a pasar los dedos por ese relieve tosco, grumoso. Parece como si Van Gogh hubiera necesitado también tocar lo que pintaba, crear un asidero al que agarrarse mientras asistía al colapso de todo a su alrededor. En “Campo de trigo con cuervos”, resulta fácil encontrar un presagio de muerte en esos pájaros negros que manchan el amarillo puro del campo, es la interpretación clásica, genérica.
Sin embargo, “Campo de trigo con segador”, pintado en los mismos meses, expresa mejor la impotencia de Van Gogh frente a su tragedia.
El cereal ocupa el centro de la mirada sin obstáculos, en una ondulación limpia, un despilfarro de amarillo azafrán, se balancea como una marea imparable que arrincona la figura del segador a la izquierda. Al hombre se le ve armado con una pequeña hoz, impotente contra la violencia de ese sol que lo funde todo sobre su cabeza, que impone un escenario derretido, inhabitable.

Ya tiene un lenguaje propio, una expresión y un dramatismo difíciles de imitar. Sin embargo, esto no logra calmarle y le pide a Theo láminas de autores clásicos en el deseo de un nuevo comienzo, de hacer pie al amparo de sus maestros. Copiará a sus autores favoritos, a Millet, a Rembrandt. En el museo de Amsterdam se encuentra una insólita Piedad donde emula a Delacroix. Los brazos de la virgen no apuntalan el cuerpo vencido de Jesús, más bien lo dejan caer con naturalidad, no hay gravidez ni hay dolor. Jesús es un semidios pelirojo que parece flotar en una atmósfera serena de amarillos y azules, ¿se trataría de sí mismo, imaginando una entrada suave en la muerte?


Sus palabras en esos días no son graves ni proféticas, “en la naturaleza siempre encuentro consuelo”. Lo ha escrito antes varias veces, no parece anunciar ningún cambio. Pero no olvidemos que Van Gogh no se expresaba con palabras, así como no “escuchaba” por la vía tradicional. ¿A qué naturaleza se refiere en esos días del “Campo de trigo con cuervos”? Posiblemente, a la naturaleza en su versión libre, vibrante, ondulatoria, y a su propia incorporación a ella, a ese escenario que él pintaba desde sus ojos heridos de lucidez y del que por fin pasó a formar parte un 29 de julio del 1990, tras dispararse un tiro en el pecho.

Emile Bernard, uno de los pocos amigos que acudió a su entierro, hizo mención a los incipientes elogios que su obra provocaba ya en un crítico parisino, tras darse a conocer en el Salón de los Independientes de ese mismo año.

“Yo arriesgué mi vida por mi obra, y mi razón destruida a medias”, dejará escrito en su última carta. Más de un siglo después, el mundo sigue vibrando, pero no ha habido quien lo sufra y lo recoja como supo hacer él.

Truco, trato y morirse de mentira



Termina el empacho de Halloween y guardo los disfraces de mis hijos con el pensamiento puesto en la muerte con la que está creciendo esta generación, una muerte edulcorada, bufa, representación pura. Me pregunto por el calado en sus pequeños espíritus de tanta gota de pintura roja. La muerte es un guiño que dura un día al año y se puede guardar en el altillo hasta el año siguiente. Una sabia bufonada desarrollada por los impulsores del mercado, un truco-trato para creerse inmortal, para desdeñar la decrepitud, negarla, para alimentar la insatisfacción de envejecer y lanzarnos con avidez a por nuevas piezas de recambio.  
El verano pasado, en un pueblo perdido de la sierra de Albarracín, asimilé lo lejos que vivimos ya de la muerte que respiraron nuestros abuelos.
Era una tarde ociosa como los son todas en Moscardón, la aldea donde llevamos a los niños para que aprendan a aburrirse, otra dimensión castrada para ellos. Un par de madres llevamos a las niñas al corral de la abuela Araceli, la única que aún cría animales en un establo desvencijado que abre la entrada al pueblo.
Araceli tiene la espalda doblada como un cartabón y cuando cruza la carretera de madrugada casi no se la ve, oculta bajo un montón de paja o de bártulos más grandes que ella.
Los ochenta y pico no le han robado la vitalidad ni la coquetería, trepaba los escalones del gallinero sin vacilar y cuando le pedimos una foto junto a las niñas, se quitó el mandil sucio que descubrió otro nuevo mandil de flores, un vértigo de faldones y trapos que ahuyentan el frío de la sierra y la fragilidad de sus miembros. Se cubría los rizos blancos con un pañuelo y arqueaba las cejas para subir la mirada, éramos un plano forzado para ella, el trato con sus animales la ha acostumbrado a comunicarse a ras de suelo.
No ha conocido otra vida que esta y contagiaba el entusiasmo de quien sabe cuál es su sitio en el mundo, sin un asomo de duda. “Me dicen que por qué sigo trabajando, pero es que yo quiero a mis animalicos, si tengo que quitarme de comer me quito antes que ellos”.
Las niñas ya llenaban el corral de risas y de carreras en ráfaga como las mismas gallinas, en un juego de espejos donde se hacía imposible el contacto. “¿Dónde está el gallo?”, preguntaba Rocío, y entonces supimos que gallo no había porque “las mundea y se las lleva a los piazos”.
Ovejas tuvo hasta quinientas, pero ya quedaban menos de treinta. En el corral mantenía encerrada a una con el “cerebro seco que se me quedó ciega”, y ese posesivo delataba que nos estaba hablando de su familia extensa. Cuando tocaba conocer a los corderos, nos abrió el portalón del establo grande y un revuelo de palomas recibió nuestras pupilas ciegas. Al rato, cuando nos habíamos hecho a la penumbra y al olor del sulfato, alguien descubrió un huevo de paloma caído del nido “con su criatura dentro”. Las niñas abrieron mucho los ojos, Rocío se atrevió a cogerlo pero disimulaba mal su turbación, “ahora no podrá pensar, ni hablar…”, dijo. En ese momento anticipé la colisión que iban a sufrir pronto las pequeñas, había cuatro corderos tiernos que correteaban ya bajo la luz enclenque de una bombilla y las niñas se embelesaban detrás de un somier viejo donde las había colocado la abuela Araceli, “no entréis porque se encienden y dan mala carne, en una semana tengo que matar a éste que me lo ha encargado la Encarna”.
El revuelo de las niñas cesó, todas callaron con sus manitas agarradas al metal oxidado, una madre irrumpió con el flash de su cámara e intentó arrancarles una sonrisa, todos deseábamos cambiar de tema. Sin embargo, la charla de Araceli continuaba con la naturalidad de un arroyo, “tenemos que comer, mi hijica, o nosotros o ellos”. Y en ese instante pude palpar el abismo entre los cinco de mi hija y los ochenta y pico de esta mujer: convive desde niña con la muerte, la está esperando entre los muros de adobe, bajo las capas de su mandil, como quisiéramos esperarla todos, embriagada por el revuelo de un rebaño manso alrededor de ella. Adiviné que su mirada viva no se dejaría empañar ni un instante, menos aún con la muerte.

Su últimos ojos serán idénticos a los que nos reciben cada año, translúcidos, serenos, satisfechos.

sábado, 18 de octubre de 2014

Cuento publicado en El País, especial 9 de octubre

http://ccaa.elpais.com/ccaa/2014/10/13/valencia/1413198948_914077.html

FICCIÓN

Ya no me tomo la medicación

Vicent emigra a Alephus VI, la promoción colonial de la Generalitat Valenciana en Siberia del oeste

Buenos días, señor Vi-cent. Empieza Usted una jornada espléndida. Del 0 a 10, ¿cómo calificaría Usted su estado de ánimo?” La voz de Ariadna, la teleterapeuta de la aplicación “Anima-esa-cara”, sonaba metálica y almibarada desde la pantalla. Como cada mañana, él ignoró la pregunta, ignoró también la quemazón del café caliente, la taza del Valencia Club de Fútbol hervía entre sus dedos, pero era un dolor casi grato, un pequeño resarcimiento para él, que había emigrado de su barrio de Mislata y estaba arrepentido desde el primer día.
 Cumplía dos inviernos ya en Alephus VI, la promoción colonial de la Generalitat Valenciana en Siberia del oeste. Después de completar un grado en administración de empresas, dos masters y cinco años de desempleo, la pensión de sus padres no dio para más y se vio forzado a aceptar un contrato de almacenero en prácticas (director de departamento, en la versión para los suyos) en el extrarradio de Salejard, monstruosamente ampliada sobre el hielo a costa del gas ruso. El convenio entre las dos capitales había llenado sus yermas avenidas de valencianos como él, que se dejaban caer por la zona con el futuro congelado como el mismo paisaje.
“¿En qué medida se encuentra hoy animado? Nada animado sería del 0 al 2…”. Hundió la nariz morada en el vaho del café y se le escapó un gesto de desprecio, no se sabe si hacia sí mismo o hacia la pantalla. “Bastante animado sería del 5 al 6…”, la máquina insistía como el vaho de su taza y él debía contestar si quería que los sabuesos de recursos humanos no tomaran nota de su verdadero humor.
Vicent era un treintañero desmochado con los ojos de un niño pero el cansancio hondo, trabajado, del viejo que asomaba ya en él. “Del ocho al diez totalmente animado…”. “¡Un diez!”, contestó con la misma impostura que la máquina.
En los últimos años antes de emigrar, cuando la apatía ya le había ganado el pulso a sus sueños, una doctora le estuvo atendiendo regularmente en el centro de salud. Era una cincuentona de ojos cansados pero accesibles y confiaba en que él tomaría unas pastillas blancas que le sacudirían la depresión de encima. Pero sólo le hacían vomitar. Nunca se lo dijo, unos ojos como aquellos eran raros de encontrar en esos días en que todo eran caras agrias, hombros caídos, colegas taciturnos y un rosario de corruptelas en los titulares de la prensa.
“Enhorabuena Vi-cent, ¡está Usted hoy totalmente animado!”. La teleterapeuta pestañeó sonriente con la puntualidad de un segundero, incapaz de mostrar impaciencia. Vicent pulsó el teclado con irritación y el icono desplegó una sonrisa de azafata en el monitor, antes de desaparecer con la irrupción de su madre en Skype.
Carinyet, ¿cómo vas?", el rostro de la anciana se iluminó alegre cuando él activó su cámara web. “Bien, mamá, me van a subir de rango, hoy he pasado del naranja al verde en mi gráfica de ánimo…”. “¡Eso está de categoría, fill meu!”. Se miraron en un silencio atropellado, Vicent se preguntó si había visto antes en su madre esas bolsas bajo los ojos, el nuevo monitor LED en 3 dimensiones era implacable. Encendió el flexo para iluminarse la cara, “si pudieras ver mi nuevo monitor, mamá, ¡27 pulgadas!” La madre asintió con una confianza de labios apretados, “eso, tú aprovéchate que para eso te hemos dado carrera, hijo… pero come bien y abrígate como Dios manda, ¿no estarás resfriado?”. Sus ojos brillaban a la luz del flexo, desactivó la cámara antes de provocar más preguntas. “¿Todavía vas a la doctora Puchades? ¿qué te dice para darte ánimo? Si se acuerda de mí….puedes decirle que ya no me tomo la medicación, pero que me encuentro estupendamente”.

lunes, 29 de septiembre de 2014

África y la vida al ras

Viaje a Mozambique. Septiembre 2013.
 
La niña de la belleza inútil.

África camina, África espera. Nada más dejar el aeropuerto de Maputo lo percibes, la ventanilla del taxi te inunda de escenas en las que el pueblo camina por las cunetas de forma imparable, sin urgencia, sin esperanza tampoco, mujeres y hombres y niños que no pasan de la quincena y ya agotan las orillas difusas de la carretera con fardos que estiran sus tendones o achatan su cráneo. Las mujeres se contonean con una elegancia baldía mientras sostienen bultos de colores sobre la cabeza y niños adormecidos a la espalda, kilos de resignación sobre sus cervicales, a veces con una sonrisa tibia.


Ana y yo hemos venido a compartir la aventura de mi hermano con Kike y su niño bonito, el Bahari, al que sienten como una criatura viva, un hijo al que proteger de las amenazas que trae la vida del mar, ingobernable o dócil según el viento o las mareas.
Salieron de Valencia hace casi cuatro años y ya casi han completado su vuelta al mundo. Les siento tan madres como yo con mis criaturas, que aún tironean de mí aunque hayan quedado a veinte horas de avión, en el hemisferio norte, donde las seis son también las seis, con más luz que nosotros en este invierno que inicia aquí el declive.

Escribo sobre la cubierta del barco. Las palmeras de la marina hacen un contraluz efímero y el sol se desvanece rápido, discreto, sin ostentación de luces en el cielo. El aire insiste en sus lametazos áridos, en vez de aliviar el calor me lo acercan, el Bahari flota relajado y crepita con la alegría de un niño al que levantan de un castigo. Cuando le dejamos esta mañana para visitar el Mercado de Peshe, la marea se había retirado despellejando la bahía y los barcos de la marina se aquietaban sobre un fango oscuro y poroso, salpicado de pequeños cangrejos. Ahora ha vuelto a subir el agua, veo cabecear al Bahari en un balanceo distraído, siento su libertad recobrada, porque es la mía misma, una ebullición alegre que yo también comparto, una distensión grata.

Las mareas de Maputo tienen ciclos de seis horas y muestran el fondo marino al ras, África entera enseña la vida al ras, sin las ceremonias y los artificios que traemos de Europa. Hoy hemos recorrido la bahía y hemos empachado los sentidos con un paseo improvisado por los puestos de artesanía y de pescado fresco.
 
 
Jose Carlos se desenvuelve con naturalidad entre los taxistas y los vendedores ambulantes, se gasta un portugués fluido con acento de Brasil y tiene más reflejos que nosotras para esquivar los sobornos que nos pide la policía a cada paso o regatear con los “meticáis”, que suben o bajan por centenas (200 meticáis son 5 euros). Kike se ha incorporado a nuestro chiringuito después de pasar unos días buceando en el norte y subirse de madrugada a una “chappa” o minibús que no ha partido hasta que, al cabo de dos horas de espera, estaba repleta. Ha llegado a las tres y ha ido con Jose Carlos a elegir el mejor marisco entre las mesas con hielo y plumeros para espantar las moscas. El dueño del chiringuito nos lo ha cocinado al momento y el cangrejo aún agitaba sus patas en la cazuela cuando Ana y yo nos hemos acercado a desafiar la roña de los fogones, “creo que esa sartén tiene más años que tu bisabuela…”, y no hemos querido imaginar las vidas del aceite hirviendo. Las patatas fritas nos sabrían luego a gloria junto al barreño verde lleno de ensalada.

Ahora hacemos la digestión en el barco y Ana se estira sobre la cubierta, avanza con su edición inglesa de Kipling. Yo ya no les temo a los Anopheles del atardecer e intento recopilar todas las instantáneas del día, que acuden desordenadamente a mi cabeza. No se me borra la indefensión en los ojos tímidos de Sorés, el taxista, cuando el policía le ha retenido el carnet de conducir sin criterio (veinte minutos y 150 meticáis después, lo recuperaría), o la belleza inútil de la niña de los anacardos, a la que no he podido fotografiar por una mezcla de pudor y respeto. La inclemencia de las cifras me atravesaba cuando la veía desplazar sus ojos lánguidos por el patio. Pertenece al 50 % de la población del país que no supera los quince y, cuando se acerque a la edad que tengo yo ahora, sabrá que todos los años que viva más allá de los 40 van a ser un regalo insólito.

 
La ley del más rápido.

 
El contacto con la miseria provoca un dolor sordo como una cuerda atada en los talones, tironea de vez en cuando, veladamente, por debajo de nuestro humor expansivo y de la ingravidez de saberse europeo.

Nos dirigimos al parque Kruger en Sudáfrica. Hemos alquilado un monovolumen con tres filas de asientos por 4000 meticáis para dos días y Kike conduce por la izquierda como un británico de pura cepa. Ya hemos dejado atrás la frontera, a pesar de las trampas de los aduaneros mozambiqueños, que reclamaban el último soborno. Nos sentimos autorizados para bromear con el esquinazo que les hemos dado y nos reímos de que Kike y Jose Carlos hayan cruzado “ilegales”. Sin embargo, cuando aún no habíamos ganado la educación impoluta de los policías sudafricanos, una familia ha surgido bajo la valla que divide ambos países y se ha colado deprisa en los bajos del camión que nos sigue.
 
 
Los ojos del niño que baqueteaba a la espalda de su madre no pasaban los tres años. Un tirón. La cuerda escuece un instante en los tobillos, como en el tramo de chabolas que hemos recorrido a la salida de Maputo, muros inacabados y techos de uralita salpicados de los colores de Coca-cola, Vodacom o el arco iris de los pañales Huggies, que los niños rara vez llevan mientras merodean por los callejones de tierra. Instantáneas de tiempo detenido, de no-tiempo o de no-futuro, porque el futuro empieza cuando caminas hacia alguna parte o te dejas arrastrar hacia una meta.

En Sudáfrica, la carretera es impecable, la policía es sana y el paisaje verdea a ambos lados bajo las alas serenas de las máquinas de riego. Ana ha comparado la visión con cualquier llanura francesa y todos hemos asentido sin sospechar que estamos aliviados de dejar Mozambique, damos la espalda al tercer mundo para entregar los ojos a la vida salvaje de la sabana, la sencillez de la conducta animal expuesta al único azote de la supervivencia, la ley natural del más fuerte, sin la vileza ni las trampas de la codicia humana. La democracia absoluta de la madre tierra.
 

El parque Kruger


Habíamos dejado el camping Andover a las seis de la mañana para ser los primeros en el Kruger. Se trata de una reserva natural que abarca tres países, una extensión de terreno equivalente a Escocia y miles de animales desplazándose por la sabana ignorantes de su libertad para cruzar las tres fronteras.
 
 
La noche antes, nuestra llegada al Andover farm había estado plagada de escollos, habíamos seguido las indicaciones ambiguas del dueño de un bar de streep tease para llegar allí y habíamos pasado de largo la entrada tras desconfiar de una valla cerrada en la noche y nadie que nos recibiera. Al segundo intento, un tipo silencioso nos abriría la puerta y nos guiaría por un sendero de tierra más largo que nuestra fe en él.
Los nervios de las chicas se nos convirtieron en ataque de risa cuando no vimos un solo blanco bajo las tiendas y Jose Carlos empezó a bromear acerca del almuerzo que prepararían con nosotros. Pronto estuvimos todos seducidos por el sitio y la gente, nos ofrecieron dos tiendas de campaña ya listas con somier y colchón y unos baños a compartir con el grupo de jóvenes negros, todos aspirantes a guarda del parque.
Al amanecer, Kike ya grababa al grupo de aspirantes que volvían de su entrenamiento corriendo ordenados y cantando a coro. El sol se levantaba contundente sobre la sabana y convertía la fila en un contraluz poderoso, su canto ritual un ritmo rotundo y limpio como el mismo amanecer detrás de sus siluetas oscuras. “No os lo dije anoche, pero dos escorpiones cruzaron delante de la tienda…” Sin duda, un regalo impagable, habíamos ganado un sueño profundo y liberador después de la ensalada improvisada, la ducha y los ataques de risa.


 
El parque abría de seis a seis, doce horas para avanzar sin esfuerzo por las carreteras llanas, casi todas asfaltadas, una vez firmada una hoja donde nos comprometíamos a velar por nuestra propia seguridad. La sabana dejaba perder la vista a ambos lados y abotargar la mirada con el panorama monótono. Acacias cortadas por el viento y troncos secos dibujados contra el cielo como un árbol venoso.
 
 
Fácilmente surgieron los animales. Kike y yo asomábamos por la ventanilla del techo y agotábamos la tarjeta de la cámara con antílopes, elefantes, jabalíes, jirafas.
 
 
 
Los herbívoros pronto se nos hicieron domésticos, la forma tan dócil de mirarnos y de desplazarse en manada les convertía en una versión amable del mismo paisaje, como bancos de peces decorativos.
 
 
Las jirafas trotaban gregarias y elegantes como señoritas ruborizadas (una cría vaciló un largo rato antes de cruzar la carretera delante de nosotros en busca de su madre), los hipopótamos eran una prominencia de orejas y hocico bajo el agua quieta de las lagunas. A medida que pasaba el día, el león seguía sin aparecer y se nos hacía tan caro a todos los visitantes que apenas podíamos disimular nuestra ansiedad a cada cruce de jeeps y ventanillas abajo. “Did you see anything interesting this way?” “no, sorry…”.

Al mediodía, el polvo del camino me adormecía y me hacía peinar el paisaje con los ojos entornados y un olor a tiza y arena seca sofocando la respiración. De pronto sentimos el pinchazo de una rueda trasera. Las chicas debíamos vigilar la amenaza del león, pero el horizonte estaba tan quieto que pronto empezamos a preparar bocadillos entre risas. Cuando Kike y Jose Carlos la tenían lista, entramos en el coche y empezamos a burlarnos de nuestro instinto dominguero, por poco sacamos la mesa de camping a la española, cuando las instrucciones del parque prohibían a toda costa salir del vehículo.


La tarde avanzó entre varias paradas junto a los barrancos semisecos, una manada de elefantes que nunca acababa, más herbívoros y hasta un búfalo que fijó su mirada ceñuda en el objetivo de nuestras cámaras.
Paramos un par de veces a tomar café en merenderos donde los blancos ocupábamos un extremo y los negros el opuesto, una señora rubia sufrió el robo del bocadillo por un mono más rápido que sus pestañas. Cuando sólo faltaba una hora para el cierre del parque, anuncié el fin de la batería de mi cámara como un buen augurio. Una fila de coches atascados entre el río y la carretera nos puso en alerta, “no pueden estar viendo al león, se les ve muy relajados…”. Menos mal que Kike insistió, una vez faltaban sólo 4 ó 5 metros, Jose Carlos fue el primero en detectarlo. Era él, el rey de la selva, un león joven que dormitaba entre los vehículos y se dejaba fotografiar como una estrella de rock. Kike y yo emergimos del techo como un resorte, Ana me dio su móvil para que lo usara de cámara. El león seguía entregado a un sueño espeso, empachado, el abandono con el que removía de vez en cuando una garra me conectó con las miles de veces que mi gata había retozado bajo el flexo de mi infancia, eso me permitió desactivar la excitación. Jose Carlos ocupaba el sitio del copiloto y pronto quedaría tan cerca de él que tan sólo bastaba alargar la mano, pero a esas alturas ya sólo se trataba de un gato descomunal, así que bajó la ventanilla y empezó a disparar fotos. Entonces ocurrió: el león abrió los ojos y me dejó clavada con su mirada castaña, magnética, casi un dardo para la mía. Giré instintivamente, convencida de que yo era el foco de una ofensa imperdonable y se abalanzaría sobre el coche. “Lo tengo, ¡lo tengo!”, Kike había logrado su instantánea, “sube la ventanilla ya, ¡por Dios!”, Ana ponía palabras al temor que sentía yo, Jose Carlos obedeció y abandonamos el lugar en nuestro turno.

El león había posado para nosotros y toda la fiereza de sus ojos volvería a ser pronto una estampa bella e inofensiva cuando la volviéramos a ver dentro del visor de su cámara.



Domingo ocioso en Catembe


Diez medicáis para cruzar hasta Catembe, la otra orilla de la bahía. El chico de los billetes llevaba un mono azul con el logo de la compañía y la foto de un asiático en la solapa: Mapapai taxi-mar, capital chino para explotar las rutinas de los mozambiqueños a uno y otro lado de su bahía, de 15 en 15 “con mao tempo”, de 23 en 23 “con bom”.
 
 
Los bancos de madera lucían alegres con una mano de pintura verde, los toldos iban rajados y sólo una de las bombillas se encendía en la penumbra de la cabina. Nos apretamos entre la gente, tuvimos suerte de ser los últimos y zarpar enseguida. Jose Carlos fingía tranquilizarnos con una voz firme y protocolaria “vamos seguros, cumplen todos los controles de la Comunidad Europea, ¿no has visto el logo?”. Frente a nosotras, una niña preciosa forrada entre las telas de su madre. Nos escrutaba sin devolver una mueca a nuestras carantoñas, “Samoa se chama”, y la madre nos despediría después con un “arrivederci”, porque había estudiado italiano, según dijo.

Catembe ofrecía la misma miseria alegre y tumultuosa a la que empiezo a acostumbrarme. Nada más bajar del barco, una mesa enclenque con dos mujeres que vendían pescado a la intemperie (trozos de manta con la piel atigrada que despedían un aroma lacerante), la basura orillada por todas partes dulcificaba el olor de su mercancía. El resto del paseo era una eclosión de color en los puestos tambaleantes, mucha más gente para ofrecer que para comprar nada. Cualquier cosa se ponía a nuestro alcance, desde recambios de coche o de móvil, hasta edredones, bloques de hielo o artículos de droguería encerrados en pequeñas bolsas que se columpiaban de una cuerda.
 
 
En el Salaô di beleza, una silla de barbero protagonizaba la estancia austera y sería una joya en un anticuario europeo.

El niño al que le rechazamos sus cacahuetes nos esperó hasta la vuelta del paseo por la playa y hubo que hacerse con una de sus bolsitas, aunque nadie tenía cambio de 500 en toda la calle. Finalmente, la señora de las naranjas resecas nos dio unos cuantos billetes, después de descubrir su dinero escondido entre la esterilla de plástico y el suelo.

La orilla del mar nos ofreció una panorámica tranquila de Maputo, los edificios se agolpaban frente al agua como el skyline de una capital cualquiera, la distancia difuminaba los desconchones y el moho de las fachadas, nos permitía soñar una vida mejor para sus habitantes. Las trazas de plástico que precipitaban en la arena tras perder el impulso de las olas formaban un triste arrecife de bolsas y botellas, le robaban la atención a la belleza de las palmeras sobre la arena clara. Una fila de casas coloniales abría sus porches desvencijados al mar y apuntalaban su elegancia perdida pintadas de color pastel, llenaban altivas la primera línea de playa. Por detrás, un camino de tierra cruzado de gallinas, cabras o de neumáticos abandonados, una explanada verde con un par de equipos luchando por hacerse con el balón y unos chicos bailando la percusión que salía de alguna parte.

La música llenaba el silencio de nuestros pasos sobre el barro seco y una atmósfera de domingo tardío aletargaba nuestro caminar. Me tranquilizaba saber que era domingo. En una torpe maniobra mía, me había aliviado comprobar que estábamos en una jornada de “descanso” a la europea. Vimos un pequeño grupo de niños jugaba en el patio de una casa, el más pequeño de ellos se entusiasmó detrás de una pelota, sus padres no se veían por ninguna parte. Entonces me di cuenta de mi absurda presunción, nadie distingue aquí los días de la semana, cualquier jornada puede ser una interfase eterna entre el trabajo y el reposo, todas las rutinas se dilatan y se repiten a sí mismas sin atender al calendario.

Necesitaba adaptar mi mirada a la suya, descartar de mi campo visual los borrones de la pobreza y rescatar sólo la pujanza de la vida, algún signo de esperanza. Como el que se gradúa unas gafas, intenté escandir la vitalidad de sus caras o la soltura de sus movimientos como señales positivas, armar mi propio mensaje de optimismo en la oscuridad como el marinero que busca el destello de un faro en la noche.

Cuando ya doblábamos el camino en dirección al puerto, la sonrisa desdentada de un chaval me iluminó de la forma que yo necesitaba. Peleaba con otro de su edad por un trozo de aluminio que sugería el volante de un coche imaginario: eran las patas de un taburete que olvidaron ya su función. Se las había arrebatado a su amigo y se alejaba de él aupado en el modelo de sus deseos, con la altanería del que acaba de ganarle un pulso a la vida.
 


 
La isla de Inhaca

La isla de Inhaca prometía arena blanca, palmeras combadas sobre el agua y un paisaje submarino de postal. Fondeamos el Bahari cerca de las filas de pescadores, un puñado de jóvenes que recogían sus redes con el agua a media cintura. Uno de ellos se ofreció a guiarnos hasta la orilla, era un joven terso en bañador y camiseta, de expresión cercana, natural, contagiaba la paz que habita en los ojos de los pescadores, hecha de espera clara, sencilla, agradecida. Nos dejó cerca de un puente de hormigón que la baja marea había convertido en una ruina inútil, rugosa de moluscos, a nuestra vuelta el agua mojaría todos los escalones y el Bahari parecería más lejos de nuestro alcance por el efecto de la marea alta.

 
Anduvimos por debajo del puente, humedeciendo los pies y sorteando púas de erizo (los cangrejos ya se encargaban de sortearnos a nosotros). Enseguida me impacienté por la propina de nuestro guía, “no, a la vuelta, así cuidará de nuestra barca”. Así sería.
Al final del puente, una oficina de turismo aspartana donde pagar peaje por la visita del parque natural, la “taxa das Reservas da Inhaca”.
 
 
El chico nos indicó sobre un mapa tosco de la isla dónde fotografiar flamencos y dónde encontrar el “bar de Lucas”. A nuestra espalda, una veintena de ojos masculinos cuyo centro éramos nosotros. Los hombres habían terminado la pesca del día y permanecían semiacostados sobre el cemento, preparados para la larga digestión de las horas. Me conmueve su inacción. Es un elemento más de la miseria, menos genérico que las filas de residuos sobre la arena, los vendedores ambulantes en edad escolar o el olor irritante del pescado con moscas. Los hombres aquí no miran con deseo ni extrañeza, hay un empacho de tiempo en sus ojos, nada más, una desocupación yerma, asentada desde la infancia, su mirada está rendida a ella y nosotros, al llenar su campo visual por unos minutos, simplemente seremos lo único nuevo que vean en días. Nadie en España mira ya como estos hombres, hasta los desempleados en los parques mantienen la urgencia en la mirada.

Cuando les dejamos atrás para pasear por la “praia”, empezaron una discusión resonante, sus voces aún nos llegaban graves desde el borde del manglar, ahuecadas por el silencio de la isla

Ingenuamente, imaginé que recriminaban a nuestro guía por haberles arrebatado una propina al resto del grupo.

Recorrimos un par de kilómetros sin apenas decir palabra, la belleza del paisaje nos provocaba un silencio reverencial, como si atravesáramos callados las naves de un templo majestuoso.
 
Ana recogió conchas nacaradas y una caracola con briznas de color café, yo también guardé en mi puño una concha recia y rugosa que luego debí de olvidar en el “Lucas”. Jose Carlos se encontraba débil por un virus imprevisto, dejamos que Kike continuara en busca de los flamencos y cruzamos la isla camino del pueblo. En el “Lucas”, un camarero gordo con perlas de sudor en la frente nos sirvió las bebidas y unos vasos llenos de estrías blancas (Kike luego me recordaría lo escasos que van de agua para enjuagar). Varias mesas de madera rodeaban un patio cuadrado de tierra y se fueron llenando de turistas blancos con niños hasta que me pareció estar en un chiringuito de Menorca. Tardé en integrar ambos mundos, la chica castaña de los shorts me hacía entrar y salir de un déjà-vu intrigante para mí. Luego supe que eran sudafricanos alojados en el resort de la playa, un edificio desproporcionado con la cubierta de cañizo extensa como una cabaña que hubiera sufrido un crecimiento tumoral. Vienen al reclamo de las playas vírgenes, en su país el agua de la costa está demasiado fría.

Los lulas (calamares) y el frango (pollo) braçeado nos supieron a gloria. Cuando salimos, hartos y felices, una niña que me había visto comprar pendientes de carey se me colgó del brazo. Tenía la mirada oblicua de los dementes, el pelo rapado y un cuerpo de doce o quince con una pierna hipertónica que la obligaba a contonearse como un badajo. Se me ensortijó sin vacilar y yo caminé con ella unos metros, aún no sentía la violencia inminente de la escena. La recibí sin resistencia y caminamos juntas unos metros, creo que hasta le dije cariño, una dulzura que luego se me haría embarazosa. Unas mujeres que nos vieron acercarnos a los puestos de verdura me alertaron “nâo dé nada!”. Al cruzar delante de ellas, forcejearon con la niña y yo aproveché para liberarme, la pobre golpeó a una de las mujeres y se puso a gritar. Poco después se colgaba de Ana, la escena se iba a repetir, obedecí a Kike y me alejé sin mirar atrás. Después Jose Carlos me contaría que había evitado que un hombre golpeara a la chica. Caminamos en un silencio amargo. Todos nos habíamos fijado en el bulto que destacaba en el lateral de su cuello, un tumor que le abombaba y cuarteaba la piel, “cuando le llegue a la carótida, adiós” pronuncié, y enseguida me arrepentí de mis palabras. Mi exhibicionismo científico no lograba encubrir mi cobardía.

Me giré para buscarla entre las sombras del mercado, la vi sentarse, andar, sentarse otra vez. Cruzó la calle renqueando como en esas películas de zombies que entusiasman a mis hijos, su pierna siempre rígida, inválida, un apéndice molesto que llevarse a todas partes, a ninguna parte en realidad, el cuerpo entero como un pecado que desplazar, un fardo estéril para tirar de él y llenar los días que medien hasta que hable su carótida.
 


Despedida.

La jornada de buceo se torció por un norte imprevisto que nos hizo dejar el fondeadero de Inhaca. Adiós mundo submarino, pasé la mano por mi neopreno de 3 milímetros intentando esquivar el desconsuelo, en África uno aprende rápido la frustración de corto alcance, la que no hace ruido. Lo dejaría plegado en el camarote, iba a navegar por mí las millas que mediaban hasta Valencia, porque nosotras volábamos de vuelta al día siguiente.

Kike y Jose Carlos fondearon frente al puerto de pescadores de la capital, abarrotado y vivo, ya no podíamos volver a la exclusividad de la marina porque la marea estaba demasiado baja. Pronto estaríamos tambaleándonos en la barca con los calcetines en la mano, Ana y yo reíamos como crías cada vez que se nos mojaba el culo, en una mirada rápida nos sabíamos cómplices por la doble piel que íbamos acumulando, hecha de ropa rancia y días sin podernos duchar. No cabía una queja. Como la frustración, la higiene de hotel se nos había borrado rápido de la mente. Mientras tanto, Jose Carlos y Kike dirigían el fueraborda con la expresión concentrada, éramos tan poca cosa entre el tráfico de cargueros y la corriente del río Tembe. Varios pesqueros rudimentarios navegaban detrás de nosotros con el primer calor de la mañana, enseguida sentí el alivio de su compañía, despejaba el vértigo de los buques asiáticos, montañas inclementes y ciegas. Una vez más la ternura de los pescadores tradicionales, arañando el jornal del día con sus velas hechas un jirón y su casco de colores deslizándose con docilidad hacia el puerto, manso como un caballo de vuelta a su cuadra.

Amarramos junto a la barca del vigilante, al que los chicos saludaron con familiaridad. Debíamos escalar por la cubierta de dos lanchas más hasta dar con una escalera vertical hecha de puro óxido que alcanzaba el muelle. Ajusté bien mis zuecos blancos (que un día remoto sirvieron para los pasillos pulidos del hospital) y avancé sin sobresaltos, midiendo cada maniobra, Ana también amansó su vértigo con deportividad.

Nos habíamos ganado un buen menú en la marina del Waterfront, no sin antes sufrir una nube de vendedores que nos apabullaron mientras esperábamos el taxi de Sorés: collares, bolsos, telas, imanes para la nevera, gafas de Armani, ¡y hasta un e-phone! Su tenacidad nos rompía los nervios, resulta increíble lo bien que rastrean el deseo en nuestros ojos, aunque estemos negando con la cabeza. El occidental está enfermo de deseo y lo saben. Y ellos lo están de necesidad.

Después de la comida, un periodista lisboeta se añadió a nosotros para un café. Era un treintañero dulce y cercano, con la audacia suficiente para darle esquinazo a la crisis de su país y trabajar a sus anchas en África. Pronto estaría grabándoles con su trípode y desplegando relajadamente sus preguntas en portugués, que Kike y Jose Carlos respondían con soltura. Kike destilaba la experiencia del viaje y el poso de las diversas culturas que habían recopilado, Jose Carlos se deslizaba enseguida al plano abstracto: “los sueños hay que pelearlos, se hace desde aquí, con el corazón, pero también con la cabeza y con los pies en el suelo…”. Cerraba el reportaje con su apelación al romanticismo, un eslogan que se contagia con facilidad, tan rápido como luego se nos diluye entre la rutina. Yo me prometía retener más tiempo sus palabras esta vez, les observaba encuadrados con la marina al fondo, su expresión curtida, su pelo lavado de salitre y sol, su actitud austera, subrayando con las manos ágiles cada frase. Sentía un orgullo hondo, desnudo, y pronto me vi volcándoselo al periodista en las preguntas que me hizo en inglés, una vez había recogido su cámara y ellos se habían despedido de él. “¿Así que llevabas dos años sin ver a tu hermano?”, el contrapeso de la nostalgia, el apego a las raíces, “pues claro, nos echa de menos a todos, ya tiene ganas de volver…”. Me miró sorprendido, mis palabras parecían darle dimensión a lo que acaba de oír: como es habitual, se había dejado ganar por el coraje y la libertad de Kike y Jose Carlos y se proyectaba ya en ellos como si su aventura fuera toda regalada, “pero todos los sueños tienen un cobro u otro, y no por eso hay que dejar de soñar”, le añado, porque llevo una semana incorporada a la estela de mi hermano, y porque siento que este viaje ha sido mi versión mini de su aventura, la que yo he podido abarcar.

Minutos más tarde, nos despedíamos del periodista en la estación de tren. Nos acercó hasta allí en su todoterreno de segunda mano y nos despedimos con naturalidad.

La estación es la única visita turística que ofrece la ciudad, un residuo del pasado colonial mozambiqueño que, al parecer, fue diseñada por algún discípulo del ingeniero Eiffel.

De nuevo nos recibió la ebullición de colores y rostros, el trasiego de mujeres con bultos en la cabeza y niños marsupiales, el escándalo de los vendedores de cachivaches. El polvo se levantaba en las avenidas y el tráfico avanzaba a grumos, con paradas sin regla fija que la gente aprovechaba para subir a los autobuses. Todo parecía diluido bajo el aire ahumado de los treinta y pico grados, que no daría tregua hasta la caída del sol.

En los andenes, una espera de bueyes sobre los bancos y avisos pintados a tiza en pizarras verde oliva. Ana, Jose Carlos y yo vagamos distraídos un largo rato, la estación estaba vista en los primeros cinco minutos e intentamos dilatar la visita aminorando el paso. Dimos con un restaurante decente donde programaban jazz por la noche y Jose Carlos prometió que nos traería. El señor de la barra nos miró de soslayo mientras yo le pedía a mi hermano una foto frente al piano: una reliquia de teclas amarillas y cuarteadas, la música fosilizada dentro de la caja, como si los años la hubieran llenado de arena compacta. Mis dedos buscaron una pulsación de forma refleja y rebotaron sorprendidos.

Unos metros más allá, una galería de arte donde una artista local exponía bajo el amparo de alguna subvención del gobierno. Por fin me llegaba la distensión de Maputo, la esperanza y el valor de su gente. La sala era más pequeña que el salón de mi casa, un señor adormecido detrás de un mostrador me dio permiso para hacer fotos, junto a él un montoncito de catálogos del que cogí uno con cierto pudor. La artista hablaba de la libertad y de los viajes, había recortado un atlas geográfico con la forma de un pájaro y lo dejaba pender de un hilo en el recuadro de un reloj antiguo. El tiempo, el espacio, el vuelo. Aspiré hondo, por fin una bocanada de cultura, una burbuja de creatividad. La gente joven que empuja sus ideas hasta en las ruinas de la civilización, crecen desprovistos de todo pero no sin las ganas de expresar su mundo. Como la música en directo que escuchamos en el Ghil Vicente, el arte siempre encuentra una brecha por la que brotar.

Lo que siguió fue más calor, más polvo, más rostros abrumados y tenderetes inverosímiles. Mi cámara se llevaba retazos de la marea humana, en la ansiedad de que al día siguiente estaría volando hacia mi mundo racional y despojado. Un vendedor se enfadó conmigo por disparar hacia un puesto de recambios de móvil, tuve que bajar la cámara y confiar en mis retinas. Una niña que abandonó la entrada de la estación del brazo de su madre se giró varias veces a mirarme. No pude ver súplica ni rencor en sus ojos, sólo una curiosidad limpia de cinco años. Cinco años y mochila rosa con trencitas en punta. Por primera vez, una mirada me llegaba sin dolor, unos ojos seguros de que la mano de su madre se lo garantizan todo. Durante un instante viajé en paralelo a la mano de mi hija, al tacto y la presión relajada de su piel con la mía, mochila rosa y codo levantado hacia mí, con el paso distraído igual que el de esta niña, tan llena de amor como mi Rocío.

Ya no me hacía falta la cámara de fotos.

Agotamos la tarde. El centro de Maputo se recorre en dos zancadas. Pronto estaríamos buscando el refugio de una bebida fresca y una sombra, sólo se nos puso a tiro el Shopping Center, una explanada con baldosas de colores, sala multicines y cuatro pisos con escaleras mecánicas donde Jose Carlos pronto empezó a perder la paciencia y a protestar por el aire acondicionado.
 
 
Zara outlet, tienda Nike, una exposición “internacional” a la manera de “La India en el Corte Inglés”, donde una pulsera del Valencia Club de Fútbol se mezclaba con baratijas de plástico chino y burkas traídos de Pakistán. Salimos espantados. Yo no acababa de integrar este universo con los tenderetes de fruta, zapatos o pieles salvajes, los hangares despintados de la estación, los negros arrastrando carretillas con chanclas llenas de polvo. Las marcas globalizadas han precipitado también aquí como los plásticos que manchan las arena de las playas. Todos los centros comerciales del planeta ofrecen la misma luz, el mismo reclamo, en la marea del mercado occidental, murió la diversidad y alguien pretende pintarnos a todos del mismo color.

Bebí mi agua mineral mientras recordaba las palabras de Sampedro: es una falacia llamar liberal al mercado capitalista, no existe tal libertad, sólo unos pocos son “libres” para comprar lo que el mercado quiere que desees. A nuestro alrededor, algún mozambiqueño pudiente, cuatro turistas ahogados de calor y varias musulmanas tapadas hasta los talones que dejaban a sus niños corretear bajo el neón barato.

Volvimos al barco con la ilusión de reposar y arreglarnos para la cena. Pedro, un treintañero de Madrid, audaz como el periodista lisboeta, nos ofrecía su casa para la despedida, había invitado al cónsul de Portugal y otros “ex patriados” europeos. Tenía  cangrejo fresco para el arroz meloso que prepararía Kike a la manera valenciana.

Desde la popa del Bahari, me dejé acunar mientras el cielo de la tarde se gastaba sobre los edificios en un resplandor desvaído, circulaba por fin una brisa fresca. Me demoré sobre la cubierta mientras Ana completaba su ducha “cubana” (un cubo de agua que Jose Carlos calienta en los fogones y nos vaciamos sobre la piel con un cazo de café). Necesitaba trazar una despedida en las retinas, una última instantánea a modo de conclusión. En la distancia, sin embargo, Maputo volvía a borrar sus aristas y sus vacíos, se replegaba en la postal genérica de una capital cualquiera.
 
 
Las luces amarillas de los coches por la avenida, las farolas alineadas a lo largo del paseo, el pálpito de una ciudad que podría ser la mía misma. Entendí que todo es y no es lo mismo, uno se desplaza al otro hemisferio y se sorprende igualmente con lo exótico y lo familiar, el viaje no lo es tal si uno no sabe moverse por dentro. Y el movimiento ya obraba en mi, supe en ese instante que mis ojos habían sufrido el corrimiento y que mi ciudad sería nueva en cuanto aterrizara en ella, porque había cambiado el lugar desde el que miraba. Mankel lo compara con el paso atrás que precisa el pintor para ver mejor su lienzo, “Africa ha enriquecido mi vida con ese movimiento, algunas cosas en la vida sólo pueden ser percibidas con cierta distancia”

De pronto, mi hermano asomó desde su camarote y empezó a caminar inquieto por la cubierta, comprobaba el ancla en la proa, volvía ceñudo a la cabina y volvía a emerger sin dirigirnos ni una palabra. El viento había rolado a sudeste y la posición del casco había virado 180 grados, aproado contra la corriente del río, las olas iban a ser una amenaza. El Bahari emitía un chapoteo creciente, una protesta en alza que sólo él podía captar porque entra en sus tendones antes que en los nuestros, toda la eslora del barco es su propio límite corporal. Como una madre que atiende el quejido de su criatura desde la profundidad del sueño, Kike y él viven en la hiperestesia del navegante con su nave. Enseguida estuvieron en contacto por el móvil, Kike debía volver cuanto antes al barco y dejaríamos el fondeadero que había dejado de ser seguro.

Ana y yo nos miramos interrogantes, hubiéramos agradecido unas palabras de calma, una aclaración complaciente. Como la higiene de hotel, la frustración boba o el vértigo mismo, el consuelo no es una urgencia entre quienes han aprendido a vivir sin algodones. Pronto mi hermano me estaría consultando si era capaz de conducir el fuera borda hasta el muelle para recoger a Kike. Delataba así el peligro de dejar el barco sin su presencia aunque fuera unos minutos.

Contesté un tímido “si tú me enseñas…”. Sospechaba ya que no sería capaz de exigirme una excursión como esa, con el tráfico hasta el muelle, las olas encabritadas y el peligro de que se me calara el motor y acabara a la deriva entre los cargueros y la noche entrante.

“¡Cagüen la leche! Esta rasca no estaba en el parte…”, antes de que pudiéramos asumir la situación, Jose Carlos ya había saltado a la barca y se dejaba tragar por la oscuridad, con la luz enclenque de una linterna sobre su cabeza. No nos había dejado instrucciones, ¿eso sería buena o mala señal? Preferimos no hacer la pregunta en alto, Ana se dejó borrar en su camarote con el e book en mano, yo vacilé un par de minutos en la cubierta, ¿de qué serviría que estuviera vigilando la proa, si no podía aventurarme en una maniobra?

Las olas empezaban a romper con fuerza y pronto barrerían la bañera de popa, decidí regalarme mi ducha “cubana” a riesgo de un cardenal que otro y concentrarme en el tacto del agua tibia para atajar el miedo.

Afortunadamente, Kike y él estuvieron de vuelta en un parpadeo, pronto empecé a escuchar sus instrucciones desde la cubierta, el escándalo del ancla cuando la recogieron, el crujido de la madera cada vez que Jose Carlos bajaba a la mesa de cartas y se peleaba con el e-pad “¡puto aparato! Ahora no se quiere cargar…”. Sin la cartografía a mano, el nuevo fondeadero habría que tantearlo a ciegas, con la sonda de profundidad. La noche se había cerrado sobre nosotros y el temporal hacía bailar las jarcias, nos vapuleaba en la cabina como marionetas. Sin embargo, ni un solo grito, ni una sola discrepancia. Los dos parecían ejecutar una coreografía mil veces ensayada, de movimientos limpios, tensión precisa, el empuje necesario. Siempre se les ve así frente a las dificultades, como el día que pasamos la frontera sin autorización: un golpe certero, un reflejo de cintura y el imprevisto estaba superado.

Cuando el barco se amansó, asomamos a cubierta, un meandro del río nos ofrecía el refugio que necesitábamos. Por las réplicas de Kike al móvil supimos desconvocada la cena en la ciudad, imaginamos la espera inútil del cangrejo, del cónsul de Portugal y de todos los convocados para la despedida. 

De nuevo, una frustración de onda corta. Sin renunciar a nuestro última muda limpia, con el frescor de la ducha todavía en la piel, Ana y yo empezamos a cocinar un plato de pasta con la última verdura que quedaba en la nevera. Una cena gloriosa.
 
La inercia en África es así, no admite cortes ni programas, el día ofrece lo que disponga el cielo, el mar o la marcha fluida del vehículo o las propias piernas, en un continuo sin rigideces ni ceremonias.