viernes, 22 de julio de 2016

Dejemos el móvil quieto, por favor

El chico del túnel de lavado me entrega el ticket y me recuerda que puedo salir del coche si lo deseo. Le digo que no, me abriré un paréntesis en vez de irme corriendo al banco mientras lavan mi coche. Me mira sorprendido, “es que hay gente a la que le da miedo”, asegura. No hace mal en advertirme. Yo debería tenerle miedo a mi imaginación escurridiza, que pronto me está llevando por un viaje de riesgo a través del globo sin que yo lo haya pedido.

He decidido dejar el móvil tranquilo mientras la máquina inicia su empuje suave través del túnel. Abro bien los ojos y me estremezco. Desocupar la mente por unos instantes es tan insólito que parece en sí una aventura.


La primera estación es Siberia. El jabón sobre el parabrisas precipita tan rápido que pronto el cristal se ha hecho tupido, hermoso de tan puro, y es un encaje de espuma blanca que apenas deja ver el horizonte de tundra entre los grumos. Debo detener el trineo y esperar, mantener el punto muerto. Me invade un bienestar súbito porque me sé atrapada detrás del cristal, en la temperatura tibia de mi cabina. Y nada se pide de mí más que la contemplación callada de su caída en grumos lentos. La espera. Hace un instante estaba alarmada de que me cerraran el banco, pero ahora no puedo más que arrebujarme en mi abrigo de piel de reno, en mi viaje por la tundra helada, a 99 mil grados de longitud por encima de la sucursal bancaria donde mi pago se demora.
 
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El volante corrige solo la dirección, en giros imperceptibles y secos, y yo me recreo de haber soltado las manos y comprobar que no me necesita. Enseguida la espuma se deshace en columnas de algodón, resbalan dulcemente y me dan su despedida. Antes de que el cristal recobre del todo su transparencia, dos cilindros retumban en los laterales y se acercan intimidantes y oscuros. Me sobrecoge su volumen y su giro enloquecido, apenas puedo adivinar dónde empiezan y dónde acaban pero ya están encima de mí, precipitando sobre el parabrisas una lluvia de monzón asiático que amenaza con anegarlo todo.

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El cielo se ha cerrado por completo aquí en Kerala y la lluvia es tan apretada que entorno los ojos y encojo los hombros sin querer. La gente atraviesa delante de mí envuelta en telas de colores vivos, caminan encorvados con una mano en la capucha y otra en el manillar de sus endebles bicicletas, tan frágiles frente al empuje del torrente, absurdas sobre el camino borrado por el agua.
De pronto, la lluvia se debilita y se hace finísima sobre el cristal, las gotas hacen dibujos tenues con su impronta diminuta. Me fascina su delicadeza. La gabardina inglesa se me está calando sin que me dé cuenta y la gente cruza las calles de este Londres gris con el gesto grave, sin reparar demasiado en la lluvia que les pega el pelo a la cara. Es agradable avanzar despacio entre la niebla que no deja adivinar del todo la silueta de las cosas, que te palpa la cara y te invita a imaginar una distancia mullida y húmeda entre las personas, un mundo emborronado y amable.
 
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Finalmente es el turno de una cima perdida en la cordillera del Himalaya. El viento comienza a sonar como una exhalación rotunda en el Annapurna, es la respiración grandiosa de la cumbre. Retumba en la cabina y esparce las últimas gotas sobre el parabrisas, recordándome lo pequeña que soy frente a este viento que afila la roca desde hace millones de años. Me sobrecoge saberme a ocho mil metros sobre el nivel del mar, en esta nada resonante, sin un solo ser vivo a mi alrededor. Mis respiraciones están contadas y mi vida resulta efímera delante de esta dorsal de roca que se formó hace millones de años y seguirá silbando cuando yo desaparezca.
 
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Mientras lo pienso, las últimas gotas del cristal se han hecho ya tan pequeñas y frágiles como mis pupilas, que tiemblan al salir de nuevo a la luz.
Han resistido un viaje alrededor del mundo en dos minutos.

El chico del lavadero aparece de nuevo en su mono amarillo y me da indicaciones para que aparque a un lado. Mientras me ayuda a poner de nuevo la antena de la radio, yo me muerdo el labio y me digo si no le compraré otro ticket. Resulta sorprendente que solo cueste seis euros. Eso sí: hay que resistir la tentación de estar toqueteando el móvil.
Olvidamos a menudo que el señor Google lo creó uno de nosotros, los humanos: tenemos un portal de búsqueda en nuestra imaginación, solo hay que acordarse de usarlo de vez en cuando.