domingo, 28 de septiembre de 2014

Salgado, el hombre que se hizo pequeño mirando la Tierra.





Salgado, el hombre que se hizo pequeño mirando la Tierra.





El pasado mes de abril, ante el cierre inminente de la exposición de Salgado en el Caixaforum de Madrid, improvisamos una escapada temática a la capital. De camino hacia allí, en el AVE, asistí somnolienta a un reportaje que recordaba cómo
los hermanos Lumiére lograron la ilusión de movimiento con 16 imágenes por
segundo.


Las fotografías de Salgado lo consiguen por el camino
contrario.




Basta colocarse delante de cualquiera de ellas y dejar que
pasen los segundos: uno, dos, tres…dieciséis. Es fácil que mucho antes los
oídos ya hayan registrado la sacudida de un látigo en el aire helado de
Siberia, que se haya intuido la estampida de los renos a la cabeza de un
trineo, o la succión del viento en una cima canadiense. El planeo de un
cormorán recortado en el cielo gana con elegancia los dos tercios de encuadre
libre a su derecha. Uno se sitúa frente a la instantánea de una cabaña
amazónica y la algarabía de la selva se enciende como si obedeciera a un
interruptor, la vista ya sigue las curvas de dos jóvenes de piel turgente que
se acicalan para un ritual, los movimientos de la chica que pinta los muslos de
la protagonista son callados, reverenciales. En la sala contigua, el silencio
del desierto en Namibia resulta espectral.


Salgado obra más allá el milagro de los Lumiére porque
activa los cinco sentidos. El frío corta la piel al contemplar a los nénet bajo
cuatro capas de piel de reno, pero también puedes tambalearte bajo un sol tan
poderoso que funde el límite de la tierra con el cielo africano, sorprenderte
por la fuga de un elefante en la neblina y atisbar el olor a cal y arena del
polvo levantado.
“Al que no le guste esperar, no podrá ser fotógrafo”. Ni
poeta. Ni místico, añadiría yo.


Ni, por supuesto, Salgado.



Hay un montón de tiempo contenido en la instantánea de la
pantera que mira la cámara por encima de su reflejo en el agua. Una meditación
larga, largos días de oración. De mirada túnel, despojada de todas las
urgencias, de todas las preguntas, de la inquietud por el resultado. La rémora
del resultado.


Las fotos de Salgado son sólo camino, se percibe en
cualquiera de ellas. La instantánea sólo es un corte en esa larga estela donde
el objetivo ya no está, ni Salgado mismo, ni nosotros, que estábamos mirando.
Salgado es la pantera, y la pantera mira con los ojos de dios. Un dios
revelado. Instintivo.


Después hay un breve movimiento de retorno. El animal nos
mira con un punto que podría ser fiereza, o tal vez curiosidad. Habrá quien vea
desafío en esa mirada, o súplica, o indiferencia. Todas las opciones caben en
esos ojos que son como un Aleph, cada cual proyectará lo que dios le diga en
cada uno de los encuadres. Las imágenes de Salgado tienen una cualidad de
espejo.


La foto que mejor ilustraba este fenómeno reinaba en la primera
sección de la exposición: Confines del sur, se llamaba. Una foca, en un
violento primer plano, se giraba hacia el fotógrafo con unos ojos encendidos
como esferas de cristal: Salgado estaba contenido en ellos. Se le adivinaba
allí, minúsculo, agazapado, embriagado y feliz de verse incluido en el centro
mismo de esos dos planetas, como Veláquez en el soberbio cuadro de las Meninas.

Tuve que pasar varios minutos frente a la imagen para
descubrirlo. Tuve que convertirme, como él, en una cazadora. Él admite que los
fotógrafos los son, cazan imágenes, pasan “mucho tiempo acechando su presa”.
Atentos, confiados, porque “algo va a ocurrir”.


Pero quizá me estoy precipitando, quizá debería empezar por
el principio y tomarme mi tiempo, como haría él. En la charla de la serie TED
que difunde internet (http://www.ted.com/talks/sebastiao_salgado_the_silent_drama_of_photography), Salgado contaba su vida de forma transparente, limpia, como
la caída del agua en las cataratas del lago Victoria.


Explicaba cómo dejó atrás una infancia idílica en un valle
perdido de Brasil para emigrar a Europa y convertirse en perseguido político,
economista social y fotógrafo, por ese orden. Se quedó prendado de su mujer, Lélia,
a la que sitúa en el centro de todas sus expediciones, hacia fuera y hacia
dentro. Se prendó también de África y durante dos décadas curtió su mirada en
las sequías, hambrunas y crisis humanitarias. Pero todos esos reportajes no le
blindaron contra la desesperanza, y, en 1995, el contacto con la masacre de los
hutus y tutsis en Ruanda le hizo contraer una enfermedad peculiar, una
contracción del alma que le convertía en presa de sus propios estafilococos.
Había presenciado la mayor aniquilación del hombre por el hombre, perdió la fe
en la especie humana.  Cuando hacía el
amor con su mujer, explicaba con una humildad perturbadora, sólo era sangre lo
que salía de su cuerpo.


El amor era una hemorragia, pues. Había perdido la capacidad
de amar, algo que, en una sensibilidad como la suya, le llevaría
irrevocablemente a la muerte.


Dejó la fotografía por unos años, que no la vocación por
seguir la búsqueda. Y, por enésima vez en su vida, se reinventó a sí mismo.
Heredó la vieja hacienda de sus padres y encontró el paraíso de su infancia
esquilmado. Y, de nuevo, surgió el amor. Surgió Lélia. “¿Por qué no plantamos
árboles, Sebastiao?”. Una idea “loca”, un “loco amor”. Salgado se dejó tocar
por la pasión de su mujer y su corazón volvió a ser fértil. Volvió a crear. Reforestaron
la zona con dos millones de árboles autóctonos. En paralelo, el origen de la
vida pondría en marcha un nuevo brote de fotografías: esta vez los humanos no
serían los protagonistas, sino su escenario primigenio. Supo que un 46 % del
planeta todavía permanecía ajeno a la herida de la civilización. Daría cuenta
de ello, de la naturaleza en su versión virgen, inmaculada. El proyecto se iba
a llamar “Génesis”, escribiría con ello su “carta de amor a la naturaleza”


En la portada del catálogo aparece una imagen descomunal de
un valle canadiense surcado por un río. El agua corta la tierra de forma
violenta, brilla como un haz nervioso y se confunde con una brecha de luz. Un
rayo que abre la oscuridad. El primero. El origen del mundo que conocemos.


Para el colosal reportaje, Salgado y Lélia planificaron ocho
años de expediciones minuciosamente. Se tomarían el tiempo que requería el
proyecto. Salgado se jacta de trabajar a gusto en el largo plazo, en la
profundidad. “El trabajo que yo hago nunca está acabado”, asegura, “la única
manera de contar historias es volver al mismo sitio varias veces; en esta
dialéctica evolucionamos”. Un sudamericano afincado en Europa, enamorado de
África y que practica el zen de la repetición. Destila lo mejor de los cinco
continentes. Nos regala sus ojos para que, en el mundo occidental, incorporemos
esos tramos del planeta a nuestra mirada. “Es nuestro mundo, debemos asumirlo”.


Es su relato, un “relato fotográfico fragmentado en
reportaje”. Y me ilusiona contactar con su dimensión de narrador, aunque hay
otras muchas disciplinas en sus imágenes: hereda el equilibrio de la
composición en las pinturas de Velázquez, de Gaugin, la sobriedad de Rembrandt
en sus retratos, las texturas de la escultura (a menudo sus imágenes cobran
relieve), la subjetividad de la poesía y la envergadura que con la que se
levantan las obras de los grandes arquitectos. Menciona la arquitectura como la
“prima cercana” de su trabajo con la cámara (no hay que olvidar que Lélia, su
amor, es arquitecto). “Como nosotros, los arquitectos navegan entre lo lleno y
lo vacío; por los temas de la luz, de las líneas, del movimiento”. Y no es
difícil detectar lo mucho que se ha deleitado en atrapar los monumentos
naturales de su sección “Santuarios”, formas diversas trazadas por la erosión,
edificios imponentes, de aristas perfectas o de bordes romos, que replican la
geometría de las primeras ciudades, urbes fantasmas hechas de roca donde sólo
habita el viento y sus ecos.


Ocho años. 32 expediciones, docenas de países a bordo de
“avionetas, de barcos, de canoas e incluso en globo”. Temperaturas de hasta 50
bajo cero. Altitudes por encima de los 4200, hasta 850 kilómetros de senderos durante
55 días en las alturas de Etiopía. Con el equipaje esencial para tolerar tanto
la humedad extrema como el mismísimo infierno. “¿Aguantaría físicamente? Y si
me partía una pierna o me picaba una serpiente, ¿cómo encontraría auxilio?”. En
la Antártida, un reportero le convenció de que debía dejar de viajar solo,
“comprobé que en efecto al andar sobre un glaciar te puedes caer en profundas
grietas en un instante”.


Toda esa dedicación masiva, toda esa pasión y sacrificio,
cada gota de sudor y cada mota de polvo adherida a su piel están contenidas en las
imágenes de “Génesis”. Se resume en una palabra: pasión “Todas mis fotografías
corresponden a momentos que he vivido intensamente”. Están hechas de modo
artesanal, con mimo, casi voluptuosamente. Elaboradas con el tiempo que alumbró
a su padre y a todas las generaciones anteriores a él, hasta remontarse a los
10 mil años de los zoe´s. Son un homenaje a los que, como el niño que él fue,
“tenían tiempo para hablar, mirar el paisaje” mientras conducían su ganado a
pie durante 40 días por el corazón de Brasil. “Esta lentitud es la misma de la
fotografía, hay que adaptarse a la velocidad de los seres humanos, de los
animales, de la vida, (…) respetar su ritmo”.


Por ello, con la primera tortuga gigante de las Galápagos,
precisó un día entero para captar su rostro enigmático, tan hondo como el del
chamán de la tribu de los kuikuro. “Me convertí en tortuga”, explica, “me
agaché y empecé a andar a su misma altura, (...), en ese momento dejó de huir.
Todo un día para que entendiera que respetaba su territorio”. Se convirtió en
tortuga, pero también en la mano de la iguana, surcada de escamas de plata, y
en el silbido del viento en los desfiladeros de Alaska o el hielo del imponente
iceberg que replica la planta de un castillo. Porque ese es el último verso del
fotógrafo, el que se queda girando en la cabeza cuando uno abandona la
exposición: “al tocar aquella tierra me dije: también es parte de mí. Esta
tierra y yo formamos parte del mismo planeta. Estamos embarcados en la misma
historia”






El Centro Caixaforum ofrece de nuevo la exposición, esta vez en Barcelona, del 23 octubre 2014 al 8 febrero 2015. Se acompaña de un ciclo de conferencias
El catálogo de Génesis se puede encontrar editado por Taschen (www.tashen.com)





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