domingo, 29 de noviembre de 2015

Mujer de barro

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Fina tiene la nariz rota. El tabique se desvía hacia la izquierda donde la piel dibuja una antigua cicatriz. Cada vez que hablábamos del asunto, mis ojos se iban siempre a este punto de su cara. Debajo de ese trozo de piel tersa sonaba para mí le estruendo de bártulos cayendo al suelo, estanterías de formica haciéndose pedazos bajo su cuerpo arrojado, puertas resquebrajadas. Un empujón más y no quedaría ni un mueble en pie en esa vivienda de protección social donde intentaba tirar adelante.

“Llora ella. Llora él. Mis padres se han pasado la vida llorando”. Adrián, el mayor, había empezado a darse cuenta a los trece o catorce. Así lo había declarado al Juez en la primera mañana del proceso que sentenció una orden de alejamiento. Ahora tenía veinte años y fuerza para defenderse de su padre cuando estaba bebido, pero ya no le hacía falta, simplemente había huido. “Sí, quiero que mis padres se separen y que él no la busque”, anotaría el sercretario del Juzgado número 4.

Fina tiene los ojos bonitos. Es el segundo lugar donde uno la mira cuando habla, o cuando llora, que es casi un sinónimo para ella. El iris cambia de color con la luz, parecían azules con el neón del hospital, pero en el despacho del centro de acogida han virado a un verde fango con vetas azuladas. Y esa cualidad magnética de la mirada se convertía a menudo en perdición, sentencia, veredicto. Seducir lleva pena mayor, puta rastrera te mato, y mirar se convierte en un gesto de bueyes, en una cosa más que esconder detrás de la barra que atiende en el bar Levante. Pone los ojos bajo sus manos pequeñas, hechas a la pila de fregar y al hábito del temblor.

Mi despacho en el centro de salud mental no tiene barra ni muebles astillados, pero Fina no podía evitar sentarse y plegar los hombros hacia abajo, se quedaba ovillada en la silla como si esa fuera la posición que quedó tras la última paliza. Parecía una gata disimulando la tensión de sus músculos, la crispación controlada en cada uno de sus movimientos. A la tercera visita, desistí de recordarle que nadie sin mi permiso entraría por la puerta: Fina la vigilaba detrás de sus palabras y siempre parecía preparada para huir.

“Sueño con un cuchillo clavado…”, me adelantaba en un susurro, inclinándose hacia delante para que la oyera. Eran los primeros días en el centro y Fina recuperaba el sueño poco a poco, aunque tuviera que volver a casa en sus pesadillas. “…que me despierto dentro de un ataúd”, continuaba mientras yo me inclinaba también para recoger sus frases susurradas, intentaba hacer algo con ellas. Las dos sabíamos que nada era suficiente para protegerla. Su verdugo seguía andando por las galerías de su sueño, ahora que no tenía que dar cabezadas en el baño porque su marido guardara el cuchillo debajo de la almohada. “Pero no quiero que le encierren”, insistía, y en ese momento yo ya me había ido a la primera noche, cuando me llamaron al hospital de urgencia y les vi allí juntos, él atado a la camilla y ella acariciándole en un mar de lágrimas, “tienes que curarte mi vida…”, una ternura tan de veras como su soga echada al cuello, porque eso es lo que siempre las mata.

Hoy he sabido que Fina no está en el centro de acogida. Por la mañana, su habitación estaba vacía y era una ausencia que palpitaba en el aire, un vuelco en el corazón de su compañera cuando ha ido a despertarla y sólo ha visto la cama hecha, las mantas dobladas sobre la mesa con un cuidado que era su delicada despedida, un adiós profundo y triste, como lo son sus ojos de color musgo y color cielo, cambiantes con la luz pero siempre inclinados, un azul claro en el neón del hospital, un verde fango con vetas azuladas en el centro que ahora ha dejado.



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