domingo, 31 de marzo de 2019

¿Cuánta verdad somos capaces de soportar?


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Jean-Claude Romand asesinó a su esposa, hijos pequeños, padres e incluso al perro en plena conciencia de sus actos. Había fingido una reputación de médico exitoso durante 18 años y, a punto de ser desenmascarado, los masacró antes de perpetrar un suicidio fallido. No estaba loco. “Lo irracional es diferente a la locura”, dictaminaría uno de los psiquiatras que lo examinaron más tarde en el juicio.
Emmanuel Carrère, un escritor obsesionado con la sinceridad, quedó herido de intriga nada más conocer la noticia. El Adversario es la novela que surgió de ese impulso.
A simple vista el libro trata de la mentira. Realmente aborda la potencia o, más bien, la falta de ella. La hombría, el coraje, la masculinidad como mandato para seducir es el eje que tira del protagonista, Romand, y le impone la creación de una identidad imaginaria que acaba encubriendo un vacío ominoso, un pozo sin fondo. Desde el principio, Carrère no ve a este impostor como un criminal sino como “un hombre empujado hasta el fondo por fuerzas que le superan” y así se lo confiesa en la carta en la que le pide permiso para escribir un libro. Deseaba mostrar la anatomía de esas fuerzas. “No había nada detrás de su doble vida. Ni un vicio, ni una perversión sexual. Simplemente deambulaba. Había algo misterioso. Estaba convencido de que no encontraría una clave, pero quería aproximarme a esa especie de ventana al vacío, de agujero negro, que está en todos nosotros”. ¿Quién no se ha sentido alguna vez extraño a sí mismo?
La novela recrea el trasfondo de un asesinato muy mediático que tuvo lugar en la comarca de Gex, una periferia residencial de Ginebra en territorio francés, en el 1993. En el libro, que dio un espaldarazo a su carrera, Carrère imbrica confesiones personales mientras da cuenta de su trabajo en la reconstrucción de los hechos, haciendo que el texto cobre tintes de “novela en marcha”. Abrió con ello una etapa en la que se mueve aún con soltura y le ha granjeado el privilegio de ser tildado como el Truman Capote francés. Como el autor de A sangre fría, se empantanó durante años en un terreno limítrofe entre el periodismo y la escritura del yo pero salió transformado en maestro de la no ficción. La buena salud de su escritura dos décadas después da cuenta de que, a diferencia del malogrado americano, su equilibrio emocional estaba hecho a prueba de bombas.
El asesino y protagonista es un célebre confabulador o mitómano que logró engañar a todo su entorno acerca de su vida profesional y sus fondos bancarios. Hoy cumple condena perpetua en la cárcel de Chateauroux y el tribunal acaba de rechazar una demanda de libertad que ha vuelto a causar revuelo mediático. Hasta el día en que asesinó a toda su familia, le creían un investigador e intelectual algo hermético, modesto, afable, habitual de los viajes y los altos despachos, que salía a diario a ocupar un alto cargo en la OMS. Durante dieciocho años ningún amigo ni familiar hizo una sencilla llamada que hubiera bastado para comprobar que no había tal cargo y ni siquiera había pasado del segundo año en la facultad de medicina. Sufragaba una vida de altos vuelos estafando a conocidos de su entorno y llenaba sus lunes al sol olisqueando las rutinas de los demás en las isletas de las autopistas o en la biblioteca de la OMS, donde decía tener un despacho (en una foto que regaló a sus padres, señalaba incluso la ventana donde estaba ubicado). Una nada monstruosa, vacía de realidad, que le daba una tregua cuando volvía a su nido familiar para colmar a sus hijos de folletos e impresos con el sello de la organización. Les daba obsequios comprados en el aeropuerto de Ginebra y amenizaba sus veladas con anécdotas de los supuestos viajes que habían transcurrido en un hotel cercano (allí se quitaba los calcetines, veía despegar los aviones y estudiaba con fruición una guía del lugar donde se suponía que estaba).
En este drama donde toda una familia termina aniquilada por el impostor, la actitud cómoda es mirar a Romand como a un monstruo. Carrière mismo lo menciona así en algunos parajes de su libro (si bien él sólo está haciendo de reflector y dando cuenta de todas las miradas que están puestas sobre él). Su monstruosidad nos salva porque lo enajena. El psicópata, el enfermo, el mitómano, la etiqueta que segrega lo humano de lo no humano, nos calma a los que, como él, hemos percibido en algún momento de nuestra vida nuestra flaqueza, nuestra invisibilidad, nos hemos frustrado y hemos caminado en la sombra. Mentir es consustancial a la vida misma, empezamos de niños y lo hacemos a menudo por motivos “piadosos” cuanto menos. Lo que hace de esta novela un texto de terror es el continuum que nos separa del camino que toma Romand: no hay solución de continuidad entre imaginar una mentira que nos salve y actuarla de pleno hasta acabar creyéndola.
El retrato de Romand enseña un hombre anodino criado por una madre ausente, preocupadiza, consumida por la melancolía, a la que el pequeño Jean-Claude quiere llamar la atención para recibir una limosna de afecto. Un padre rudo y una moral católica donde prenden con facilidad los espejismos y la doble realidad. Un código familiar cargado de mandatos imposibles, donde la honestidad es la médula de su apellido pero todos ocultan a diario sus emociones para no enfermar más a la madre. Un niño triste que muy pronto aprende a ocultar que está triste, un hijo único algo mustio, un escolar brillante “más estimable que realmente afectuoso”.
El motor de la intriga es la pura curiosidad, el lector se consume por conocer los detalles escabrosos del crimen final. Por debajo corre, con más urgencia si cabe, la necesidad de obtener una explicación de este misterio. La autopsia mental de este médico afable de doble rasero, este buen vecino que compartimos todos y que en cualquier momento puede mostrar un reverso implacable. ¿Cómo se resuelve este enigma? “…el misterio consiste en que no hay explicación y en que, por inverosímil que parezca, las cosas fueron así”
Hay más de un monstruo en este drama y el catálogo empieza por sus padres, pasa por ese mejor amigo pagado de sí mismo e incapaz para la escucha y termina en la esposa cebada de complacencia. No se trata de culparla, es una víctima. Pero es monstruosamente normal. Una mujer “protegida por su fe”, que habitaba “una vida ordinaria…sin el más mínimo bovarysmo, la menor inclinación a las fugas, la inconsecuencia ni, por supuesto, la tragedia”. Que había encontrado un marido “sólido y cordial como ella” y nunca llamó a su trabajo ni se extrañó de no recibir nunca llamadas ni de conocer a sus colegas. Nunca echó un vistazo a sus cuentas bancarias. Mientras los rituales de la buena burguesía rueden con fluidez, nada despierta alarma. Nadie tiene sombra. Los contrastes se borran bajo la luz cegadora de la bonanza social. Le bastaba comprobar que tenía “un tren de vida que aumenta de forma moderada pero constante… niños hermosos a los que se inculca principios firmes y un talante alegre; un chalé en el barrio residencial con la cocina bien equipada; grandes fiestas de Navidad y de cumpleaños…” Cuando uno concluye la novela, la constatación que hiela las entrañas es aquello que siempre habíamos sospechado: sólo accedemos a ver lo que el deseo pone ante los ojos.
¿Qué es una familia feliz y amorosa, pues? ¿Había amor entre todos ellos? ¿Qué hay detrás de las palabras de Romand cuando admite que era un falso médico pero un auténtico padre que amaba a los suyos? ¿Amaba realmente a los suyos? Carrière no da nada por supuesto y nos lleva de la mano al filo del abismo, nos inocula la duda. ¿Qué es amar? Esa emoción que ni siquiera uno puede definir cuando la siente, ¿estaba en el corazón del hijo, marido y padre depredador? ¿Son compatibles el amor y la aniquilación del otro? Romand elige una carabina con silenciador, no causa escándalo, como si accionara el mando de un televisor, los borra de su campo y luego sale a comprar L’ Equipe y Le Dauphiné libéré sin causar sorpresa en el quiosquero. No es tan extraño si uno tiene en cuenta que llevaba dos décadas moviéndose en la disociación, en un doble plano que franqueaba con naturalidad varias veces al día. “Cuando hacía su entrada en el escenario doméstico de su vida, todos pensaban que venía de otro escenario…Pero no existía otro escenario…Fuera se encontraba desnudo. Volvía a la ausencia, al vacío, al blanco, que no eran un percance de ruta sino la única experiencia de su vida”.
El día del crimen le ayuda la certeza de que pronto estará muerto, ha mutado en el suicida convencido, un nuevo personaje en su ramillete. Es un momento delicado, precioso; desde la muerte todo ocupa por fin su lugar. Reflota el pequeño hijo solitario y torpe de un adusto maderero que ha pensado tantas veces en no existir, está cerca de su yo más real. No puede querer, no ha sido instruido para ello, no es nadie. Querer, nos sugiere Carrère, significa ser alguien y mostrarse, compartir lo que uno es con el otro al que también se puede ver. El pequeño Romand nunca pudo mostrar su aflicción, ni compartir nunca con sus allegados su condena: lo lejos que estaba de tener “palabra”, como un Romand de pura cepa. Tampoco pudo nunca, se deduce, ver al otro es su dimensión completa. ¿Qué eran pues para él esos niños a los que pone una película de Los tres cerditos, les prepara unos Choco pops y después liquida mientras simula que juegan? Posiblemente eran para él como sombras chinescas, las figuras de un belén, existirían solo para una arista de su personalidad poliédrica, la identidad del doctor Romand. Pero, ¿quién podía predecir que todo podía girar abruptamente para dar paso al que golpea a su mujer con un rodillo pastelero y le abre la cabeza? ¿Quién es él realmente?
En el texto somos testigos de su difusión de identidad y llegamos tarde, en el momento en que la emergencia de nuevos rostros es ya imparable. El propio Carrière, que le sigue el pulso a su personaje escurridizo con varias cartas, visitas a los lugares de su biografía y un perturbador vis-à-vis, tendrá una terrible lucha para eludir los tentáculos del complaciente Romand y conservar la objetividad. “Mi problema no es la información –le escribe el escritor al asesino-, es encontrar mi lugar ante su historia…ser objetivo, en un asunto como este, es ilusorio”. Se debatirá para dar con un punto de vista útil e incluso abandonará el proyecto de novelar su historia durante un par de años. La dificultad, como le llega a confesar, es “más suya que mía –le indica a Romand- y constituye lo que está en juego en el trabajo psíquico y espiritual que usted ha iniciado: esa falta de acceso a usted mismo”.
Comprobará finalmente que el vacío lo ha colonizado todo, la nueva máscara, la del católico arrepentido, ha tomado el relevo como la nueva cabeza de la hidra. “Al personaje del investigador respetado suplanta el no menos gratificante de gran criminal en el camino de la redención mística”.
El adversario ha ganado el pulso y lo devora todo. “Cuando Cristo entra en su corazón, cuando la certeza de ser amado, a pesar de todo, hace que rueden por sus mejillas lágrimas de alegría, ¿no sigue siendo el adversario quien le engaña?”