viernes, 3 de noviembre de 2017

Topografía

Su madre le puso Ezequiel, un nombre bíblico que suena a tormenta proverbial cuando se pronuncia. Significa la Fuerza de Dios, un destino grande para ese niño al que no perdería de vista ni un instante cuando era pequeño. Ahora ronda los cuarenta y aún no le pierde de vista.

Yo le veo solo por la facultad y le pido que me recuerde su nombre cada vez que me saluda, sabedora de que volveré a olvidarlo en cuanto vuelva a lo mío. Hace veinte años tenía unos ojos enormes y las pestañas más negras y rizadas de todo Medicina, todavía me acuerdo. Yo acababa de llegar a primero y él apareció en clase amparado por el bullicio de la tuna, ya no sé si tocaba un instrumento o le echaba coraje con la pandereta. Una sonrisa de me como el mundo. El caso es que era el más guapo, un moreno de belleza antigua, Siglo de Oro, quizá lo recuerdo así por la rancior de la tuna con sus capas, sus vuelos y sus bombachos ridículos.

Su primer brote debió de llegar entre segundo y tercero; dejé de verle por el pasillo en aquella época. Cuando le atisbé de nuevo por la facultad , yo ya era MIR y él un esquizofrénico. La medicación le había convertido en un gordo que caminaba como una boya entre la biblioteca y la máquina de café, sin rumbo en los ojos; la psicosis despoja a la gente de la urgencia y el tiempo se vuelve otro tipo de cepo. La prisa por llegar al futuro, la que teníamos todos, se le había ido aflojando a golpe de frustraciones y, cuando se quiso dar cuenta, ya estaría en el futuro que no deseaba para sí.

Ahora solo le queda el fingimiento.

─Hola, ¿qué tal?

Quizá no se acuerde de mí, pero lo cierto es que soy la única que le mantengo la mirada cuando me lo cruzo.

─¿Estás por aquí? ¿Qué haces?

Miento. Le digo que ando liada con mi tesis doctoral y él asiente con una sonrisa fatua. Quiero irme pero ya es tarde.  

─¿Y qué tal te va?

Necesito decir algo honesto y confieso que estoy atascada, con un bloqueo de años, demasiadas tareas y poco tiempo para escribir. Ni hablar de que la supuesta tesis es una novela sobre enfermos mentales. Para acabar con el silencio que se abre no puedo más que añadir lugares comunes que también son verdad: los hijos, la casa, el trabajo… Sonríe con sus dientes amarillos de tabaco y yo me pregunto qué hago hablándole de mi vida personal a un desconocido. Ahora sé que era un reflejo para bordear su vacío, su tremendo agujero: hablar de mí supone que él no hable de su nada. 

La conversación sincera debería ser algo parecido a esto:

─Hola, ¿qué tal? Cuántos años, me suena tu cara, ¿acabaste la carrera?

─Sí, ya lo ves, me gradué en locura.

─Vaya, qué cosa, pues yo me hice loquera.

Sin embargo, él ha apostado por fingir que no existe la topografía, que estamos al mismo lado de las cosas y, para mi sorpresa, se lanza con facilidad a una exposición vaga de su trabajo en Godella (donde la única clínica es psiquiátrica y posiblemente la conozca bien). Luego escancia un par de anécdotas imprecisas sobre su trabajo entre los médicos del SAMU (a quienes también habrá observado desde la camilla) y los dos reímos relajados. 

El sol muerde en las pupilas, yo me empiezo a cansar de hacer visera con la mano, él hace un esfuerzo por encontrar un hilo y dispara con inocencia.

─¿Y tu tesis, de qué es?

─De psiquiatría ─respondo desprevenida.

─Jo.

Se rasca la cabeza buscando algo qué decir, ahora la remontada es más difícil. Ninguno de los dos sabe cómo retomar la naturalidad, un reto incluso para mi cerebro, que se supone intacto. Me fijo en su camiseta llena de lamparones con el logo de un campus americano y me pregunto si el deseo de marcharme me habrá jugado una mala pasada.

─Bueno, pues que tengas suerte y la acabes ─se encoge de hombros y me sonríe con esos ojos que no han dejado de ser antiguos, preciosos.

─Y tú también, mucha suerte y…eso, mucha suerte.

Y se la deseo de corazón, pero no voy a encontrar la manera de hacerme creer, así que me despido con las cejas como si fuéramos a coincidir mañana mismo, en la clase de anatomía, la de las ocho de la mañana.