miércoles, 26 de abril de 2017

La vida secreta de los tupper

Los tupper, ese prodigio del bienestar doméstico que irrumpió en los hogares españoles con la llegada de los fosforescentes y las hombreras, han cumplido más de siete décadas. En 1946, Earl Tupper había presentado el producto estrella de su compañía de plásticos: un conjunto de boles redondos con tapa hermética que llamó “tazón Maravilla”.


http://media4.picsearch.com/is?UpLVQ_MoV9lC3BB6e1Lp4a5p3Y_mmJJFLENx919xkcM&height=221

Ayer cuando me despedía de mi madre después de la paella dominical, ésta me alargó una bolsa con varios de ellos y caí en la cuenta de que el gesto se multiplicaba, se expandía, había mucho más dentro del pequeño volumen de estos estuches de plástico que un espacio con olor a sebo y PVC.
No había reparado aún en su vuelo secreto.
“Toma estos tupper, hija ─su voz era cansada pero delataba una jactancia cómplice─, son tuyos. Ya sabes que van y vienen como las aves migratorias”.
La miré y ya la estaba añorando. No sé si le debo más a mi madre o a los tupper; en cualquier caso, estas cajitas se merecen un homenaje.
Sin gloria, sin pausa tampoco, tejen un circuito invisible por el que pululan raciones de paella, macarrones resecos, torrijas pecaminosas empapadas de miel, objetos de deseo de todo tipo que viajan comprimidos en estas pequeñas urnas y no conocen límite en su trasiego. Pueblan mi vida desde que tengo memoria y son la consigna secreta de las mujeres de la casa. Los hacemos pulular de la cocina al trabajo y del trabajo a la casa de la suegra o al antiguo nido de la casa familiar. A veces son el último adiós para un muslo de pollo huérfano al que me resisto a tirar, ampliando con ello el circuito a otros hogares que no conozco, donde no hay tupper porque no hay nada con qué llenarlos, en continentes remotos donde otras madres y otras hijas y otras abuelas luchan por alimentarse mutuamente igual que en mi familia. Hay un instinto que manda en todas nosotras, cruzamos mensajes nutricios que son mensajes de resistencia. No llevan banderitas blancas sino bastones de relevo.
Me pregunto cómo pude ignorar su pulso vital hasta ahora. Son el árbol circulatorio que anima a las mujeres (y cada vez más hombres) del clan. Los tupper hacen el viaje eterno entre los estantes de una cocina a otra, confunden sus tapas, se divierten con nuestra pequeña irritación cuando el cierre falla porque no corresponde o el lavavajillas ha erosionado su congruencia. Guardan más de un secreto en su pequeño volumen rectangular u ovalado, pero tienen el silencio del plástico y lo único que enseñan con los años es una película de grasa que vive en simbiosis con las paredes lisas.
Paradigma de supervivencia, tienen una vibración concentrada, una imantación especial; su energía parece la del núcleo de la tierra. Lo supe al colocar una tartera de lentejas en el arranque de mi primera novela: esa madre heroica que le llevaba su ración a la hija encarcelada después de la guerra selló una imagen poderosa en los lectores. Todos los que me han hecho un comentario del libro me han hablado de la tartera de zinc, de las lentejas ya tibias, y ese tupper de los años 40 circulaba en su imaginación mucho después de terminar la última página.
La Real Academia recomienda evitar el extranjerismo y tirar de nombres como tartera, tarrina,  lonchera o fiambrera. Portaviandas es mi favorito. Táper me parece de mal gusto, una palabra cobardica y perezosa que no tiene alma.
Se les llame como se les llame, estos pequeños cubos de plástico navegan, trastabillan, cabecean en el oleaje de la vida moderna, siempre tan achuchada. Cuando tenía seis años, una vecina americana organizó una reunión tupper que aún recuerdo. Mi madre me mandaba continuamente a por azúcar o cucharillas, pero yo me sentía imantada por aquellas cajitas diversas que la mujer sacaba de su maleta y trataba con delicadeza como si fueran crisálidas. Pronto no cabían en la mesita baja. Al año siguiente abrirían el primer centro comercial de la ciudad: el progreso había desembarcado antes en el salón de mi casa. Aquello creó más revuelo en el vecindario que las tupper sex que llegaron después (cogiéndonos tarde quizá, con una sexualidad empachada y carente de misterio). Aún recuerdo el embeleso de mirar a través de aquellos recipientes que aún no olían a nada y calibrar su transparencia. Luego los encajaba unos dentro de otros como matrioshkas rusas.


http://media5.picsearch.com/is?BjstMGq0n9ka4yFXENt6YX3Dol06ZTa8asMnC2KoGqw&height=247

No sé qué pasó después. Llegó la velocidad, una especie de succión que te arrancaba de aquellos ratos muertos y te convertía en un espectro moderno. Descubro ahora que en  Amazon los venden eléctricos: para calentar en el coche. Yo también como en el coche, muerdo mi modesta manzana o mis mandarinas a 120 por la autopista. El mandato es sofisticarse más aún, hacer cuatro o cinco cosas a la vez, “ganar” tiempo, y el tupper se convierte en emblema frenético de nuestra muerte programada, es un ataúd de plástico en miniatura.  
Estos polímeros son muy longevos, tardan cinco siglos en degradarse. Cinco o seis vidas de un homo sapiens. Por eso se gastan esa suficiencia con nosotros, les chifla perderse de mano en mano y reaparecer en otro estante o en otra cocina al cabo de los años. Cuando los dejas de ver, nunca sabes si es un adiós definitivo o efímero; su instinto viajero es de serie y puede hacerles salvar distancias impensables.
Pero siempre es una alegría rencontrarlos, sobre todo si mantienen su tapa original. El gusto de sellarla sobre la base en un golpe seco merece una pequeña celebración, aunque nunca se la dedicamos. En seguida tenemos que estar en otra cosa.


http://media5.picsearch.com/is?JuOaaLp5st2oYJjC6U2m1YgBSTIzJXSggt4o7SwRSd8&height=296