domingo, 28 de febrero de 2016

Goya y las Pinturas Negras: el primer alarido moderno.

En el museo de El Prado, las Pinturas Negras provocan una sacudida. Son catorce cuadros que el artista pintó en los muros de la Quinta del Sordo, a orillas del Manzanares, justo antes de exiliarse de España para siempre. Los tiempos eran turbios por dentro y por fuera, en el agitado Trienio Liberal que abarcó desde 1820 al 1823.


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Entro en el silencio de la sala con la guía del museo en la mano y mis pupilas reciben agradecidas la penumbra del sótano.  La Romería de San Isidro enseña una columna inacabable de seres grotescos, el esperpento que no acaba. La vista se deja atrapar por los seres apiñados en el primer plano, que dejan a la vista sus expresiones forzadas, libres en su angustia o hilaridad, penetrantes como la mirada de una gárgola gótica en contrapicado. 

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La imaginería medieval del infierno es aquí ya punto de transición hacia el Siglo XX, el siglo que descubriría cómo el infierno estaba a pie de calle, entre nosotros, en la violencia que habita dentro de uno mismo. Es el siglo XIX, el enfermo mental convive ya entre los muros de la urbe moderna y en nuestra propia cabeza. Goya actuaría como visagra entre el mundo estilizado y luminoso del que provenía, de compartimentos estancos y nitidez tranquilizadora, y la caja abierta de Pandora. Su desesperación fue la del primer artista moderno que no podría franquear ambos mundos sin retorcerse de dolor.

Antes de llegar a él, he dedicado toda la mañana a las galerías del nivel principal, donde he podido comprobar cómo los grandes maestros pintaban complacidos entre los halagos de monarcas y poderosos, estilizando sus iconos de poder, amordazados por ellos.
Rubens se ha extasiado entre oropeles cortesanos y se ha evadido al mundo aséptico y lejano de la mitología clásica o al erotismo alegre de sus Tres Gracias. Tiziano y Velázquez han sido alabados por la corte más poderosa de Europa (asombra comprobar cómo los Austrias hacían desfilar por Madrid a los artistas más cotizados y los convertían en artífices de su propaganda política). Ellos han llevado cada vez más lejos el testigo de los avances técnicos en la ejecución de una pintura tan fiel a la realidad como una fotografía. Se han dejado mimar mientras perseguían un virtuosismo al servicio de lo que el ojo traía a sus retinas. Si alguna vez han franqueado ese límite y han mirado hacia dentro, y no afuera, no lo han vertido con libertad en sus telas. Por algo Las Meninas nos entusiasman, son una rendija abierta a la Modernidad, al Velázquez subjetivo y juguetón de la última etapa que, como Cervantes, reflexionaba en voz alta sobre su lugar entre tanta infamia y lucha de egos, pensando la representación y pensándose a sí mismo con los pinceles.

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Alivia comprobar que Velázquez aquí se libra por fin a sí mismo y no se conforma con la denuncia sutil que ha volcado en la expresión vulgar de los monarcas que le subvencionaban. Tan solo El Greco, en su rapto místico, ha dejado fluir sin cortapisas su mirada interior, que era una mirada flameante y hacía aletear la realidad delante de sus ojos.

Suavemente, con el avance del tiempo y las galerías, he llegado a Goya. Al maestro de Fuendetodos le hemos visto seguir los pasos de los que le enseñaron el dominio del oficio y conviven con él en la planta baja, en la majestuosa sala del Arte Clásico. Ha pintado a la Familia Real y ha hecho todas las genuflexiones necesarias. Se ganó su entrada en la Academia con un Cristo etéreo y carente de dolor, le proporcionó a Godoy un retrato idealizado de su amante (la Maja desnuda) para decorar su gabinete personal y éste lo colgó junto a la Venus de Velázquez, como un obrero lujurioso que se empapelara la garita de fotos eróticas. 
Sin embargo, para conocer la brecha que abre Goya en su historia personal y en la Historia del Arte hay que hacer un descenso: hay que bajar al sótano del museo. Como Freud enseñaría poco después, los monstruos que produce el sueño de la razón están en el subsuelo. Allí Goya enseña las huellas de su última etapa vital y creativa, los grandes encargos como Los fusilamientos del 2 de mayo y La lucha de los mamelucos, estremecedores en su gran formato.


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En La lucha con los mamelucos son los ojos de los caballos los únicos que nos miran espantados, los hombres están demasiado absortos en aniquilarse mutuamente. Es un primer indicio de la sinrazón por llegar.
La guerra ha tensado ya sus fibras hasta desatar la angustia: el artista contemporáneo ha brotado. La distorsión de la realidad obedecerá a partir de ahora al mandato de las emociones, Munch palpita en estos aquelarres (solo 70 años les separan de su famoso Grito), y con él Valle-Inclán, y el Guernika de Picasso, entre tantos otros.


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Delante de las Pinturas Negras ojeo la guía del museo y leo surrealismo, impresionismo. Habla también de un lirismo hondo en su enigmático Perro semihundido, que aparece sepultado bajo una avalancha de luz mortecina que lo aplasta. Podría ser una tormenta de arena, toda la arena misma del Sáhara al completo. El hombre del siglo XX asoma semienterrado a los albores de la barbarie por venir. Es el más bello y nihilista de sus cuadros, tan enigmático y desnudo como un heiku. La indefensión en los ojos del perro es proverbial, es la pregunta de un perro extraviado, un testigo mudo e impotente.
Al espectador, que es Goya, que somos todos, solo le queda ladrar el mundo que está vislumbrando. Después de él, muchos más lo harían con sus pinceles y sus ideas. Igual que el pintor aragonés hizo en estos frescos cargados de ocres y negros. Poco antes de abandonar la Quinta del Sordo y dejar el país para siempre (solo le distaban 5 años de su muerte en Burdeos).
Le imagino en su exilio: vacío, aislado, entre el rumor que solo él producía ya desde un adentro exhausto y afónico.