miércoles, 1 de febrero de 2017

Una mujer entre las brechas.

A veces un personaje de ficción puede meterse en tu vida con la fuerza de un atropello real.
Yo acabo de sufrir a Gena Rowlands en el mejor papel de su carrera: la trastornada Mabel Longhetti de Una mujer bajo la influencia (1974). En la pantalla, el extravío de Mabel cae sobre los espectadores como un peatón surgido de la nada que revienta su parabrisas.


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El  irreductible John Cassavettes, su marido en la vida real, la dirigió en esta soberbia versión de una enferma mental en el 1974 sin arañarle ni un dólar a la industria de Hollywood, consolidándose como autor independiente.

No me extenderé sobre el trastorno que domina a la protagonista, sino sobre la manera tan deliciosa que Cassavetes tiene de mostrarnos a la persona que asoma entre las brechas. Es algo insólito que una película sobre enfermos mentales nos deje asistir al nudo de su sufrimiento, a los momentos tan dolorosos en los que la enfermedad calla y deja paso al ser desnudo que está luchando por recobrar su cordura.

Para los espectadores que no hablamos inglés, la “influencia” queda a medio camino entre el influjo de la luna (un “polvo que ha caído” de allí y que “está en el aire”, según las palabras literales de los personajes) y la influencia del ambiente maligno que la llega a enloquecer. Para los angloparlantes se trata de alguien “menos que borracho, pero con el sistema nervioso dañado”.
Y esa es la sensación que nos acompañará desde la primera escena: Gena aparece como una mujer frágil, que chupa ansiosamente su cigarrillo e intenta disimular su vértigo, visiblemente sobrepasada por las situaciones más banales. Parece una bomba a punto de estallar. Puede estallar en cualquier momento: la tensión dramática está servida.

Lo sabemos por el aleteo de sus manos delicadas, por la avidez que hay en sus ojos, por su búsqueda ciega e incesante. Pero también su marido (un Peter Falk que está colosal en el papel de obrero latino tosco y desabrido) nos anuncia ya en las primeras secuencias que ella “no está loca, sólo es original”. Y con esa negación pone un rótulo luminoso sobre todas las escenas en las que la veremos desorganizada e imprevisible, con un rictus cambiante entre la ternura y el desafío, carente de toda norma.

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La película es un catálogo minucioso de las sensaciones que despierta la locura, la sensibilidad de Cassavetes las despliega ordenadamente. Asistimos a la tensión (ante lo imprevisible), pasando por la ternura (cuando la lucidez reaparece), la extrañeza (cuando la enfermedad devora a la persona conocida), la rabia, la vergüenza, la culpa, el estigma, la comicidad y, finalmente, el amor: el arma curativa más necesaria.
La belleza de Rowlands tiene un punto de desamparo que recuerda a Marilyn, una mirada tan vulnerable que invita a protegerla y resalta su invalidez. Cassavetes, en un estilo que marcó tendencia pero que no era nuevo en la historia del cine, pone la cámara tan pegada a sus pupilas temblonas que uno no puede escapar ya a su llamada. Sentiremos el aliento de los personajes durante las dos horas y media de la cinta hasta acabar extenuados. No es un cine fácil ni complaciente, por algo la cinta fue ignorada en todos los festivales americanos hasta que el Festival de Venecia la sacó del olvido.


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Debemos mucho a Cassavettes. Los enfermos mentales y todo su entorno especialmente. Fue el primer cineasta capaz de contar la enfermedad con una autoridad absoluta, con un verismo tan perfecto que parece pedir una disculpa, porque cuela al espectador en la alcoba de los protagonistas y le mete literalmente debajo de su ropa. Y puso por fin al “loco” en el lugar que se merece, lejos de la visión engañosa del loco heroico, el loco genial o, lo que es más nefasto todavía: el loco peligroso.


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"Nunca diré que lo que hago es entretenimiento. Es investigación, exploración (...) Una buena película te planteará interrogantes que nadie te ha planteado antes, sobre cada día de tu vida. Una película es una investigación sobre la vida, sobre lo que somos." John Cassavetes.

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