lunes, 21 de septiembre de 2015

Euskadi, un corazón zurcido.





Día 1. Ametzola a 30 por hora.

Los tópicos son tópicos porque siempre funcionan: la lluvia desde la ventana es una garantía de tranquilidad. Oigo el crepitar de las gotas tímidas sobre el valle de Zeberio, a 30 km de Bilbao, y es todo un imán para los sentidos, que se han precipitado a abrir esta ventana bajo las vigas añejas del caserío y se amansan nada más sentir el aire renovado que invade la habitación.
Acabamos de llegar de Valencia y empezamos las vacaciones en Ametzola, la casa rural de Mikel. Arranca el mes de agosto, pero bajo esta luz tan mullida parece mentira que las pupilas dolieran aún por la mañana de tanto sol mediterráneo. El paisaje del norte dulcifica el gesto, hemos paseado hasta la ermita con el tumulto de nuestros niños hiriendo la respiración del valle y ha sido un lento bucear, como un braceo tranquilo en un mundo de algas donde nuestro verano parecía un sueño abruptamente roto.




Prometimos volver a Ametzola después de una nochevieja en la que la conversación cálida y los pucheros de Mikel nos arrebataron para siempre. Compruebo que todo permanece igual que en aquél diciembre de anoraks abrochados hasta arriba y el camal de los vaqueros arruinado de correr campo abajo. 



Nada ha cambiado, la permanencia actúa como otro bálsamo para la prisa que dejamos atrás, dar con un paisaje inmutable es como una vuelta a los veranos de la infancia. Lo único que ha cambiado son dos tumbonas huérfanas que Mikel ha colocado en el jardín y se oxidan despacio entre los frutales, parecen como un pie de texto gratuito que dijera “se descansa, es verano”.


La casa mantiene su gravitación hacia dentro, te traga sin remedio, como la barriga de la ballena pero libre del desasosiego de Pinocho. La reformaron Mikel y Belén con sus propias manos durante dos décadas y el mimo puesto en cada detalle es un homenaje a la vida de sus primeros dueños, a la inercia lenta de los antepasados, al sacrificio de sus horas con el horno de pan, con la plancha de hierro, con los aperos para los animales. Enseguida se encandila uno en el viaje por los siglos. Recorre uno la escalera de vigas recias y brota el deseo de contagiarse de ese aislamiento, de esa aspereza,  porque prometen una paz que cuesta tanto encontrar en nuestro correteo exhausto. Pero basta con dejar correr la ducha caliente por la piel asombrada y el espejismo de paz enseña su trampa: no estamos dispuestos a renunciar a ese grifo que se abre solícito, al refugio de la calefacción, a la inmediatez de un viaje en coche o una noticia en la tablet. Las horas morosas de nuestros antepasados hay que recuperarlas desde dentro, una tarea que empieza en uno mismo, impulsada por las vacaciones pero sin limitarse a ellas.
He fotografiado con el móvil una señal de 30 por hora que se deja llenar de musgo al borde del jardín: la intentaré recordar en los momentos de vértigo.  




Día 2. Historia de un clavo

Tiene cabeza, cola y una zona de transición que llaman vástago. Los herreros los han hecho de la misma forma desde la Edad de Hierro y éste de El Pobal, a pocos km de Muskiz, nos lo muestra con un cuidado casi voluptuoso, que contradice la brusquedad esperable en el gremio.



Hemos venido con nuestros nueve niños a esta herrería-museo que se mantiene con energía hidráulica y aún abren la mirada asombrados por el estruendo del martillo pilón o la barra de metal incandescente. Les han repartido unas gafas de protección que entusiasman sus ojos redondos pero no evitarán que pronto pierdan la atención. De momento, mantienen la mirada fresca como las chispas de luz que surgen del fuego y llenan la penumbra de mariposas eléctricas. El herrero extiende su explicación, apoya sus frases fluidas con el bullicio de sus brazos, que manipulan con destreza las brasas, las pinzas y el martillo. El cilindro incandescente que será un clavo aún no es más que una barra de “plastilina” naranja y la comparación ha hecho sonreír a los pequeños, que también se han sentido dioses cuando la han hecho rodar por el pupitre antes de darle la forma de su capricho. Mientras golpea el metal atrapado contra el yunque, se nos recuerda la extensa vida del clavo desde las sandalias de los romanos a las carabelas de Colón, pasando por los barriles de aceite de los balleneros vascos en Terranova y por las puertas de todas las casas. Insospechadamente, el pequeño engarce de metal se nos ha impuesto como sostén de la Historia, ha apuntalado todas las empresas de la humanidad, desde las más banales a las más paradigmáticas. En mi recuento personal, incorporo los clavos de Cristo, ¿también partirían de una fragua vasca?
Cuando la explicación termina y los niños se liberan alegres de sus filas, me acerco al herrero y le insisto a Manuel en que coja el clavo. Quiero que lo palpe, lo sienta, que perciba el frío del metal y el tirón de sus 200 gramos. Sin la historia de las cosas, el apego por ellas desaparece, la revolución industrial nos ha convertido en una legión de bulímicos que engullimos lo que nos rodea sin apenas reparar en su origen ni en su función, sin ni siquiera necesitar lo que devoramos. Enseguida reclamamos un rápido recambio. Y quien, nostálgico, desarrolle un vínculo con las cosas e intente retenerlas, enfermará porque son tantas que forman una monstruosa avalancha.
El clavo que sostiene Manuel no es bonito ni sofisticado, pero ya tiene alma porque hemos asistido a su nacimiento, aspiro a que mi hijo la encuentre en su tacto, en su peso específico, en su temperatura. “Vámonos, mamá, ¡que ya se van todos!” Y lo único que le convencerá es que aguante un minuto más para sacarle una foto.


Nos despedimos del herrero en un agradecimiento seco, sin ceremonias, y el guía del museo toma el relevo. Seguiré pensando en él mientras la visita se extienda hasta el agotamiento, cuando los niños empiecen a sentarse por los rincones o a estallar en pequeñas disputas por las salas del museo. Me ha embelesado la destreza de sus manos, la precisión de unos movimientos mil veces hechos, afinados en cada repetición, como los de un bailarín experto. La era en que vivimos nos ha vuelto desdeñosos hacia el trabajo manual, pero hemos perdido algo muy valioso en ello. No puedo imaginar a un herrero tradicional robándole horas a la jornada en un almuerzo ocioso o en un viaje clandestino por internet, jugando al gato y el ratón con su jefe. Un trabajo artesano prescinde del horario y del jefe, prescinde incluso de los honorarios. He visto en las manos del herrero una suerte de meditación a través de la tarea, una abstracción tan limpia que prescinde del tiempo y del resultado. Qué reliquia, y qué privilegio. Como las seis horas de Mikel anoche con la carrillada de la cena. Los niños, que no saben ponerle palabras a lo bueno pero sí emociones, ya se me cuelgan del brazo “¿qué hay hoy para cenar, mamá?”

Día 3. Guggenheim y el vértigo del siglo. Del acero al titanio.

Elegimos el domingo para desembarcar en Bilbao con nuestro pequeño rebaño, les dejamos trotar por los márgenes de la ría hasta el museo. En la pasarela de Calatrava, le robamos una foto de grupo a la cerrazón del cielo, que iba variando desde el picor de los 30 grados hasta los chaparrones imprevistos, que nos hacían correr con la boca del jersey en la cabeza.
El titanio del Guggenheim resplandecía como reclamo desde la distancia y atraía la marea de visitantes hacia sus imponentes aristas, que flameaban como las velas de un bote encallado en ría. Frank Ghery se inspiró en las sacudidas de los peces que habitaron su infancia, esbozó las líneas del edificio sin despertarse del todo de esa franja intermedia entre el sueño y la memoria. Los milagros de la tecnología hicieron el resto.




Todos hemos recorrido las tripas del edificio con el audioguía colgado al cuello y la mirada concentrada, incluso algún curioso, como Miquel, confesaría luego que acarició el recubrimiento de la pared obedeciendo las instrucciones de la máquina. Hay un movimiento incesante en las paredes del atrio que te atrapa nada más entrar, silenció a los pequeños y nos hizo caminar a todos estirando el cuello y palpando el metal y el cristal, como sonámbulos perplejos, caminantes en duermevela.




La exposición de Richard Serra alargó la estela sinuosa de nuestros pasos, fue lo que más encandiló a los niños, que completaban las parábolas del acero con la viveza de sus carreras. En la primera planta, una retrospectiva de George Braque que invitaba a recorrer el vértigo de las vanguardias en el filo del siglo XX. Los cuadros eran bellos, inquietantes, pero la extrañeza que causaron en su día no se capta bien en zapatillas, debería exigirse corsé y sombrilla para visitar la exposición, reloj de cadena y un buen bigote fin-de-siècle. La retina de nuestra generación ha incorporado ya sin sorpresa esas geometrías esquemáticas, planas, esa ruptura de perspectiva, esos trazos bastos y violentos, de manera tan natural que hasta te encuentran en la taza del desayuno, en el motivo de una camiseta o de la cortina de la ducha. Todos los caminos de la representación parecen ya expoliados, la indagación vetada, como una mina de carbón sellada tras el expolio.
En la planta baja, una video instalación donde un autor finlandés ponía en marcha la multi-perspectiva simultánea de varios músicos tocando una melodía común. Hacían sonar una especie de mantra lacónico que casaba bien con las estancias decadentes de la mansión abandonada donde actuaban. La ocurrencia era ingeniosa, sugerente, pero no pude evitar preguntarme qué hubiera hecho George Braque con tanta tecnología en sus manos, cuál hubiera sido el salto cualitativo que nosotros no sabemos dar.
Para no hastiar a los niños y a sus estómagos ansiosos, abandonamos el museo de camino a unas pizzas rápidas que devoraron a la orilla de la ría. Un sector privilegiado nos permitimos unos pinchos en el casco viejo, antes de emprender un trayecto en metro hasta Neguri que prometía playa y villas residenciales. No nos hartamos de criticar el capitalismo y sus lacras, pero acudimos fascinados a recorrer el halo de privilegio que se abre en el barrio de la primera burguesía industrial, a respirar la exclusividad de sus jardines, sus macizos de hortensias, el silencio intuido entre sus muros de piedra húmeda. De nuevo la nostalgia por el corsé que no oprime, por los botines que no rozan, un vuelco al pasado que se instalaría con más fuerza en Donosti al día siguiente.
El paseo marítimo dejó caer helados y granizados y los pequeños mitigaron la frustración de no subir a la feria instalada junto a la arena. Conocimos las callejuelas del Puerto Viejo y una taberna añeja que nos tuvo imantados un largo rato junto a los escalones, paladeando la panorámica de la ría al completo. Manolo se despidió con ganas de haber probado un bacalao en las mesas de madera, respirando el yodo de la ría y la última brisa del sol poniente, pero eso forma parte de otra crónica que ya llegará. Como él mismo dijo con acierto, lo que importa en los viajes es dejar una estela de experiencias por completar, que siempre lanza el anzuelo de la vuelta.

Día 4. Donosti, una playa de película.

En la memoria de los niños, San Sebastián será un arenal vasto, templado, sembrado de pequeñas charcas de agua abandonada por la marea en su retracción y donde los pies descalzos no captan aún el frío del Cantábrico. Un rectángulo en la arena que los chicos dibujaron con los talones antes de echarle el pulso a un puñado de vascos fibrosos, con tanta ansia de fútbol como nuestro gran equipo. Un difícil empate que dejó a la vista un rectángulo oscuro de arena batida durante horas, una irritación efímera por no seguir el partido y un par de lesiones no confesadas, sobre todo en los tobillos de los padres.
Rocío y yo improvisamos un baño entre las olas suaves de la bahía y desistimos del trayecto a nado hasta la plataforma de los toboganes. La ducha helada que hubo que enfrentar después quedará sellada también en el fondo del recuerdo, porque les hizo brincar y gritar estremecidos.
No olvidarán la playa despellejada por la marea ni tampoco la frustración de las atracciones en Igeldo, donde subieron con cuentagotas. Un trenecito rancio al ras del acantilado, unas casetas de tiro con el mostrador despintado y unos cuantos caballitos pony para coronar tanta melancolía. El cobro por acceder al esplendor perdido de esta feria enclenque era tan abusivo, que tomamos las fotos panorámicas con una sonrisa ajada y nos alejamos medio espantados. Los niños tenían una hora de coche por delante para decidir si era cierto que subirían a todo, incluso al laberinto, pero a la “vuelta”.   

Día 5. Despedida.



El valle de Zeberio es una estampa de postal. Cuando deslizamos los coches carretera abajo, hay que abrir las ventanillas para que la frescura de los helechos nos roce la cara, nos incluya en el resplandor verdoso. Examino las hileras de troncos en la esperanza de entender lo que ofrece el bosque, tan frondoso como un interrogante sin contestar. La altura de las copas es como la cúpula de una catedral, te achica y te sobrecoge igual que el abrazo de Mikel, recio e inmenso como sus árboles. Un hombre que abraza como un tronco, una casa como un sendero en el bosque, tramada de vigas que te encuentran como el ramaje mismo, el calor de Belén y el olor de su caserío, impregnado de pucheros lentos como la lluvia tenue y permanente. La vida se contagia de vida en Bizcaia, bajo el susurro de la lluvia, que es como un habitante silencioso, todo se aúna y se cierra en sí. No es difícil entender su deseo de independencia, su identidad cápsula, su amor por hablar una lengua que es un puro jeroglífico. Su antiguo celo y su violencia, que ahora parece por fin aplacada, pasto para la Historia.



Hemos llegado al corazón de esta tierra en tiempos de reconciliación, de abrir la cabeza y entenderse, de dejarse calar por lo que nos hace iguales, y todos hacemos el esfuerzo por abrir bien los poros. En la tertulia distendida de la cena, después de que Mikel exponga su visión descorazonadora de la economía global, Rafa y él derivan al nacionalismo vasco y acaban en un duelo de espadas que es pura esgrima, cortés y ágil, bienintencionada. Sin embargo, el espíritu de la vieja discordia no está tan lejos en el tiempo y yo me acuesto con el recelo de haber herido la sensibilidad de nuestro anfitrión. “¡Egunon!”, nos saludará a la mañana siguiente, desprendido por completo del debate de la noche anterior, con su limpia hospitalidad de siempre. Conoceré, incluso, que el debate sobre la soberanía de los vascos se repite con cada huésped, incluso con aquellos “españolistas de Valladolid, a los que convencí de lo nuestro”. 



Me enternece su candidez, su apasionamiento. Si hubiera sido detective, hubiera sido Wallander, el cincuentón sentimental que mal cuida su diabetes y se repone a trompicones de sus brechas personales, pero se nos hace encantador con su lealtad, su romanticismo y su brillante intuición. Como un adolescente tardío, Mikel no ha tenido empacho al confesar que se enamoró de Belén “como un crío, pero a los cuarenta” o que lloró abrazado al “gitano” que le había dejado a deber una fortuna durante cinco años. Y qué decir de su vanidad nacionalista, ese afán por que le alabes su comida única, sus bosques inacabables, su idioma singular e irrepetible. Ese orgullo tan rígido que al guía que nos enseñó la fragua le hacía resbalar hacia extremos patéticos. Estos vascos enseñan un corazón tan recio, tan verde, tan sin gastar que no le faltan sus riesgos, la historia de este país los ha sufrido. Pero Mikel es de los que supo quedarse en la frontera donde sólo brotan las palabras, vuelca su furia en la pasión de las consignas, las dispara como una nube de flechas sin más carga que la terquedad de un niño, un niño inmenso.




Ese es el interrogante que se cierra, el misterio del bosque desvelado. Cuando le escucho, siento que acabo de clavar un alfiler para siempre en el mapa: en el corazón de Zeberio, donde está Ametzola, en el corazón del caserío, donde está Mikel, y en su corazón zurcido, donde palpita la respuesta que yo estaba buscando. Su latido, remendado por el prodigio de la Uci y la sinvastatina a megadosis, parece la materia prima de este empedernido pueblo vasco.