sábado, 30 de noviembre de 2019

Faraones

El chaval que ingresó anoche en la planta ya puede levantarse y charlar conmigo, me vuelca la galaxia Andrómeda y los siete faraones como una mermelada oscura que pringa la mesa.

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Mañana espesa, gastando las suelas entre el pasillo de urgencia y la sala. El chaval que ingresó anoche en la planta ya puede levantarse y charlar conmigo, me vuelca la galaxia Andrómeda y los siete faraones como una mermelada oscura que pringa la mesa, toda la fuerza del agujero negro se concentra en su garganta como si apretara la base de un tubo dentífrico, la jalea se escapa y no le creemos, las constelaciones y Andrómeda, Ustedes qué saben, no tienen idea, pregúntele a la policía. Zyprexa sirve igual para los faraones que para los animales que ve su compañero en la cara de la gente: pájaros, perros, leones, y nada puede contra la manada entera, nosotros menos. Dice que ya no para que le perdonemos la dosis, sus zapatillas de felpa ya se funden con el suelo del pasillito.
Animales. Faraones. Puñetas. El rodillo psiquiátrico se lo lleva todo.
El reloj, el ascensor que no llega. La mañana no perdona, el café se quedó en visita a la máquina que se quedó en deseo de visita a la máquina. Al chico del box lo conozco diez años, me parte el alma que tres policías, tres, mejor si me tomo algo mientras la residente me cuenta. Le gorroneo un café a las enfermeras y empieza la liturgia del pase, hago que escucho pero me intriga más saber qué hago ahí pasadas las tres, saber si los demás no se habrían ido ya, si seré yo, si las horas, si algún día. Cuando descorro la cortinita, el chico se revuelve y se infla, los tendones se levantan como amarras hasta encontrar el tope de las correas. Ha dejado de escupir pero aún lleva la mascarilla que le han puesto y los ojos le arden. No te lo creerás, Rosana, cuando le quito la ridícula mascarilla, pero hoy es el día. Las estrellas están alineadas. Andrómeda. Han hablado.
Ellos.
Los faraones.

viernes, 1 de noviembre de 2019

Of Mice and men: Cuando la ternura fue letal


Miles de desheredados recorren las granjas de EEUU en los años de la Gran Depresión. Las crónicas de la época dan cuenta de cifras y porcentajes. Steinbeck distingue dos rostros entre la marea y los saca de la categoría de bulto para clavarlos por siempre en el imaginario colectivo. Son George y Lennie. El gigante incapaz y su astuto escudero. El corazón sin cerebro y su amigo fiel. Frankenstein y su lazarillo.

De ratones y de hombres sugiere un largo tratado sobre especies animales pero contiene sólo cien páginas donde caben asombrosamente Lennie y sus manos.


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No es un texto científico pero da cuenta de lo que nos define como especie. El autor que recibió el Nobel en 1962 lo logra con el gigante más tierno de la literatura norteamericana. Son las manos de Lennie las que merecieron tal galardón; como las del Rey Midas, están malditas. Son tan potentes como su deseo de criar conejos, su desamparo o su ansia de que George siga sacándole de los apuros en los que lo mete su mala cabeza. No puede ni pensar en prescindir de él y de su relato: la promesa de un trozo de tierra, una estufa en invierno y montones de heno para alimentar a sus conejos. 

George personifica así el papel del storyteller, otro elemento imprescindible para el salto evolutivo del Homo Sapiens. Sin historias no hay esperanza y sin esperanza no hay sentido. A fuerza de repertírselas a su infeliz amigo, el mismo George acabará haciéndolas reales en su cabeza. Lennie de momento se contentará con escucharle, obedecerle y acariciar (más bien liquidar) ratones y perros pero la tensión crece y esas manos que estrujan articulaciones como si fueran cáscaras de pipa pueden posarse en cualquier momento sobre un cuello humano.

Lennie sufre de autismo y es un bebé monstruoso atrapado en un corpachón de hierro. Un incapaz en una época inclemente con los incapaces. El novelista nos dará cuenta de una lista de ellos empezando por el perro viejo de un jornalero lisiado. Asistiremos al sacrificio de la mascota en crudo sin que el narrador haga una mínima incursión en las emociones de los testigos. Es un narrador cámara y opera en seco. Tampoco se da a la prosa con abalorios, los diálogos son ágiles y coloquiales, se escupen con contundencia y levantan un pequeño cráter en el polvo.

La soledad embrutece a todos los personajes del pequeño universo donde han ido a parar los dos jornaleros pero Lennie tiene más que ninguno de ellos: tiene un amigo fiel y tiene un sueño. Acaricia cachorros de perro hasta aplastarlos mientras los demás matan las horas apostando con las cartas o en un burdel. La miseria y la soledad los hace más canallas y violentos. El viejo lisiado, el negro y el autista están a la cola de la desgracia pero hay alguien por detrás y es la mujer de Curly, el único personaje femenino. Steinbeck no le concede ni un nombre propio. Lennie, nuestro pobre jornalero con intereses restringidos, sólo se calma acariciando algo suave pero pronto será el pelo sedoso de ella. Necesita alcanzarla pero la ternura de sus manos es letal. 

El autor explotará hasta la última página el potencial de esta metáfora. Ilustra así un mundo donde mostrar afecto o la tentación de soñar liquida al instante. Asistimos a la singularidad del monstruo pero también a la monstruosidad de quienes se hacen llamar hombres. Sin la ternura y sin nuestros sueños ¿qué nos distingue de las bestias?

Steinbeck se dio a conocer con esta joya del género breve en el 37. Ensayaba aquí lo que sería su obra más lograda: Las uvas de la ira. Corrían tiempos en los que un escritor que pudiera ensartar la vida y la desgracia tenía que ser inevitablemente celebrado. Y él lo hizo. Había pululado en los escenarios de sus relatos, había dejado incompleta su carrera en Stanford y había trabajado con sus manos. Posiblemente asistió o escuchó hablar de algún caso como el de su antihéroe. Se comprometió con el New Deal de Roosevelt y pasó al activismo pero, sobre todo, nos dejó las manos de Lennie para el recuerdo. 

Un legado admonitorio.

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EN CINE: 

Versión 1992, dirigida por Gary Sinise, con John Malkovich:

http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-7635/

Trailer: http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-7635/trailer-19535682/

Versión clásica, 1939, dirigida por Lewis Milestone:

https://www.filmin.es/pelicula/de-ratones-y-hombres?origin=searcher&origin-type=primary

sábado, 19 de octubre de 2019

Corazón de perro


Sólo pide un sitio donde ver gente joven, le digo a sus hermanos. Me siguen el hilo, pero lo toman como un capricho. Uno más en una vida sin otra cosa distinta al capricho. El capricho de enloquecer, que todo lo abarca. De que el gen de la locura no le tocara a ellos.

Jose Luís, 50 años. Media vida en manicomios. Mirada de gelatina, manos amarillentas. Ojos redondos y castaños que hubieran pertenecido a un buen conserje o taxista si no fuera por. 

Motivo de consulta: Mortadelo (o Filemón) se ha intentado estrangular con el cable del radiador en la sala de gimnasia. Las monitoras no sabían que él se quedaba solo allí. Habían apagado la luz y avanzaban aéreas y felices por el pasillo hacia un fin de semana plagado de series y citas y parques de bolas. Él sólo quería perder de vista la residencia, pero volvieron a ubicarle en la sala de grandes asistidos. Había varios nonagenarios sujetos a los sillones cuando fui a conocerle, cuerpos distónicos, torsos mustios, volcados, miradas de yeso que no atendían el televisor ni a él con su melancolía puesta. 

¿Será el vandral o la promesa de un piso donde olvidar la sopa de tapioca? Con los meses veo brotar una sonrisa y varios centímetros más de gaznate cuando me habla. Mis propuestas son complejas, fundamentadas, he hecho llamadas estratégicas, informes sociales. 

Su barbilla sube hasta una altura media en las visitas y pero luego empieza a ceder otra vez porque no pasa nada. Mohín de niño frustrado y yo que no, ya verás como no, tú ten paciencia. Lo cierto es que los 2200 euros que cuesta el piso son un atraco y la paga de orfandad no llega, la de hijo-a-cargo ha cesado con la muerte de su madre, ¿por qué se extingue uno antes como hijo que como huérfano?

“La llevamos al hospital a tu mamá, está malita”. La cháchara almohadillada de las auxiliares, la violencia de la no violencia. Nadie le dijo que había entrado ya muerta en esa ambulancia que rompía el tedio del patio deshidratado. Los movimientos del camillero eran decididos, enérgicos, su brazalete reflectante hacía que todos lo siguieran con los ojos. 
No habría entierro para él porque Jose Luís era ya cadáver hace años, todo el mundo sabe estas cosas.

Pero él no deja de dibujar. Con techo de cristal, pero sin dejar de intentarlo. Primer premio de este año, de cada año, en el Salón de los Independientes de Vistalmar Residencias 3ª Edad.   

Me trae un carboncillo con la cabeza de un perro. Es un signo de mejoría, según reza el informe de la médica. Aún no lo sé, pero es la última consulta. El dibujo lo pego con celo en la pared mientras le agradezco el obsequio pero resbala hasta el suelo con el siguiente paciente. 

Ahora los ojos del perro me miran desde la estantería, todas las mañanas. Se clavan en mí de nueve a tres, de lunes a viernes. Me dicen (me ladran) que no lo consienta ni un día más, ni uno más. 

Emparedados del mundo, me hablan (me ladran) desde la estantería.
Jose Luís tiene corazón de perro. Y el perro aún me censura con la cadena puesta.

Me llegué a creer que juntaríamos esos 2200, ¿lo esperaba él o se hacía el loco?

sábado, 12 de octubre de 2019

NI DECIR



Uno y su significado son dos, dice un aforismo zen. Las cosas, cuando se nombran, se convierten en otra cosa. Ni siquiera hay que indagar en su significado, lo dicho adquiere una nueva materia. El amor, si la tiene, la siente transformada cuando se declara. La misma suerte corre la guerra, el hastío, la soledad, el miedo a la muerte.

En el hospital nadie la nombra, a la muerte. Aunque planea por los pasillos, los formularios, los mostradores. Los médicos somos funambulistas del no decir. Etiquetadores profesionales, dispensadores de esperanza. El amor es un bálsamo, el optimismo es otro. Y a los médicos se nos enseña a no negarlo. A no traicionar la realidad pero tampoco la ilusión cuando palpita en las pupilas del que pregunta. Acabamos haciendo malabares con las palabras que elegimos u omitimos en una frase. El mismo orden sintáctico puede obrar el milagro o la catástrofe. La muerte es una amenaza pero el miedo lo es mucho peor. Y la crudeza de vivir se convierte en la suma de muchos asaltos, de muchos silencios.

De requiebros tácticos. De envolturas que consuelan.



En psiquiatría, sin embargo, las palabras son el centro, nuestro material de trabajo. Los escuchólogos, o palabristas, prescindimos de artilugios técnicos y de pruebas complementarias. Y nos consulta gente debilitada por el no decir. La negación o el rodeo se convierten aquí en una opción perversa. El paciente, que acude con su manojo de palabras o de silencios, se va con un nuevo manojo. Con palabras les descubrimos, les palpamos, les volvemos a cubrir.

Y no me refiero a los diagnósticos psiquiátricos, antipáticos como un jersey de lana en un día de mucha calefacción. Hablo del grueso de la consulta, de los “enloquecidos”, que no locos (hace tiempo que al psiquiatra no le queda tiempo para el loco). El psiquiatra no da abasto con el sano preocupado, con el que ni es enfermo mental ni tiene salud. El que se ahoga porque se le dijo que debía ser feliz. El que se enamoró del amor, de la primavera en el Corte Inglés, de la paz que promete una playa en una agencia de viajes. Personas que colonizan la agenda y piden rumbo, nombres, flechas pintadas en el suelo, moléculas mágicas, manuales de instrucciones. Gente enferma de contradicciones o autoengaño, de vacío, de silencios que se llevan a cuestas durante años hasta quebrar el espinazo. 

Contar una soledad muta esa soledad en otra cosa. Nombrar un miedo lo desactiva el rato que dura la consulta. Confesar un secreto lo trivializa, le cambia la cualidad, alienta la idea de que podía pasarle también al vecino de al lado.

Lo dicho, una vez dicho, es un lastre menos en el alma, alivia los pasos. Y el tiempo, en una nueva dimensión, parece que ya no empuja tan rápido hacia el declive. Hacia lo que ya, de una vez, se nombra. Se dice por fin.  



Texto integrante del Catálogo de la Exposició de Javier Garcerá NI DECIR

https://www.javiergarcera.com/NI-DECIR

https://issuu.com/javiergarcera/docs/javiergarcera_alta_2_medio/92


domingo, 5 de mayo de 2019

Mi mamá es a veces una niña


Los niños están alborotados. “¡Vamos al circo mamá!”, me anuncia Manuel y su voz parece de estreno, como todo en estos días en que el parque suena con un enredo de padres, abuelos y críos, ellos trotando entre globos y juguetes rutilantes al sol de diciembre. Es navidad y en el circo mundial los acróbatas búlgaros y los tigres de Bengala nos reclaman como cada año desde la plaza de toros. Javier insiste en saber si hay serpientes y un brillo de temor y deseo se cuela por sus ojos redondos.
Atravesamos el parque como un rebaño ajetreado, ahora Rafita se echa una carrera detrás de una paloma coja, después a Javier se le han desatado los cordones, a Manuel no se le oye porque su padre le ha subido en hombros después de un terco lloriqueo que duró hasta la valla.
Jorge quiere cantar una canción de circo y Rafita se entusiasma con una estrofa perdida, “había un ratón-ton-ton”, enfadando a sus primos.

Cuando llegamos a la plaza de toros, el sol de las cuatro es casi horizontal sobre la estación del Norte y en la puerta se aprietan ya los padres con los niños. Los cartelones anuncian la trouppe acrobática de Pekín y el hombre tiburón. A lo alto parpadean las letras en neón contra el azul limpio de la tarde.
Alcanzamos la entrada a pasos cortos. Cuando el hombre del uniforme rojo recoge las entradas, los niños ya se han dejado absorber por la semipenumbra que gravita en el pasillo central. Sus gritos se pierden en el polvo de las bóvedas y hay que improvisar una carrera con ellos hasta el acomodador, que nos espera al borde de una escalera de aluminio.
Fila 9, asientos 100 al 108. Manuel no le quita ojo a la carpa azul, estira el cuello para seguir el entramado metálico que tensa este cielo improvisado, este límite desmontable que guarda un mundo nuevo para él, una realidad que surge y se desvanece ante sus ojos cada mes de diciembre y que luego pasará unos días más visitándole en sueños.


El acomodador tiene la sonrisa fácil y el pelo erizado de una forma disparatada sobre la coronilla. Después descubriremos que es Toni Tonito, el payaso, y que su salto mortal sobre los muelles del plancton ha merecido el Premio Nacional de Circo este año. Lo anuncia un presentador alto de voz grave. Según se mueve dentro del chaqué rojo y gris, uno diría que es su segunda piel. Me pierdo su discurso inicial al escaparme a por los gusanitos y los bocadillos. En el corredor de la entrada ya sólo retumban los altavoces de la pista y el sol se entretiene en silencio por el enrejado de la plaza. Ahora el hombre de las entradas se acoda relajadamente sobre la barra de la cafetería y no deja que su buen humor flaquee ni un momento. “Qué seria estás, rubia”- le lanza a la camarera-“pensativa, nada más”-contesta ella, dejando ver su adiestramiento en piropos. El cortado que me adelanta en un vasito de duralex servirá de placaje para la siesta no dormida.
Nos esperan dos horas y pico que pasan en túnel para los niños. Los altavoces gastan kilovoltios contra los tímpanos más tiernos y en la pista se sucede el baile de los trapecistas, los forzudos, los tropezones del payaso o el trotar gregario de las fieras. Tina Aurora es la reina del circo y su cuerpo delgado es tan pequeño junto a los cinco elefantes que ruedan alrededor. A un golpe de látigo, el más grande y viejo levanta sus patas delanteras y hay un momento en que uno adivina una tristeza antigua en sus ojos. No le salva su carne descomunal, la falta de astucia es el pecado del que no le han servido esos colmillos como sables. Tiene un grito que pudo romper el aire de la selva y lo ignora. Animales con el instinto escindido, robado. Parecen todavía asustados del público y de la música enloquecedora. Cuando Tina repite su número rodeada de camellos, uno de ellos orina en un margen de la pista, levantando el rabo con gravedad.
Después de los animales, los pequeños se tensan con la llegada del hombre tiburón. Mister Olganovich ha ganado la medalla de plata en el festival de Montecarlo y promete robarnos la respiración. Este hombre menudo y fibroso aparece con un traje metalizado y un sombrero puercoespín que los niños no van a olvidar. Después de saludar en redondo por toda la pista, sus ayudantes traen una caja de metacrilato donde él se plegará con cuidado hasta dejar sus miembros sellados durante tres minutos y veinte segundos. Aguantará la respiración dentro de una cuba de agua mientras los adultos nos andamos preguntando por el truco. Yo sólo sé pensar en aquella película donde un acróbata judío escapaba así del asedio nazi, doblándose dentro de una maleta de cuero. No puedo evitar que la historia de esta gente me traiga la noción de infelicidad, intuyo que sus vidas corren al filo del drama.

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Cuando Olganovich resurge victorioso, empiezo a contar desarraigos. A las doce acróbatas flexibles como juncos se las presenta desde el circo Nacional de la República China, a los equilibristas desde el Estatal de Bucarest y el número de motos rugiendo dentro de una jaula esférica lo traen un filipino, un mexicano y un corpulento dominicano (que luego se jugará la vida a veinte metros del suelo).
La melancolía siempre es una tentación en el circo. “Hemos visto ya tanto en estos tiempos multi-media- puntualiza mi cuñada-que el circo sólo fascina a los niños más pequeños”.
El último número lo trae Toni Tonito. Arremete contra el público y escoge a tres ayudantes improvisados. Les disfraza y les compromete a bailar, actuar y ensartar las escenas de una trama básica sobre amor y celos. Mientras él les dirige detrás de una cámara de cine armada en madera y cartón, todos nos quedamos atrapados. Ni un adulto se resiste a identificarse con las tres víctimas de Tonito y nuestra risa es la carcajada sobre nosotros mismos, sobre nuestro rechazo a hacer el disparate, a jugar, a enseñar nuestro pequeño niño. El aplauso final es liberador para todos.
Mientras salimos ordenadamente de la carpa, voy recordando las palabras de Javier al venir de casa “mi mamá es a veces una niña- revelaba, mientras su mano latía dentro de la mía con el calor de un gorrión- pone una voz rara y dice que se llama Margarita”. Después era un silencio en contrapicado, lanzándome esos ojos tan quietos desde su metro y poco del suelo. Le costaba entender ese desdoblamiento ocasional, ese juego al que él no llama juego. “Explícame, tía, ¿cómo puede ser, si mi mamá tiene las tetas gordas?”.
Es el final de la tarde, asomamos al cielo de nuevo y encontramos el aire amarillo de la ciudad iluminada. Mi cuñada sonríe ahora con calma. Escucha contagiada la verborrea de Javier sobre el hombre tiburón. Y en su sonrisa veo la mía, y la de la niña Margarita.


Feliz día de la madre


domingo, 31 de marzo de 2019

¿Cuánta verdad somos capaces de soportar?


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Jean-Claude Romand asesinó a su esposa, hijos pequeños, padres e incluso al perro en plena conciencia de sus actos. Había fingido una reputación de médico exitoso durante 18 años y, a punto de ser desenmascarado, los masacró antes de perpetrar un suicidio fallido. No estaba loco. “Lo irracional es diferente a la locura”, dictaminaría uno de los psiquiatras que lo examinaron más tarde en el juicio.
Emmanuel Carrère, un escritor obsesionado con la sinceridad, quedó herido de intriga nada más conocer la noticia. El Adversario es la novela que surgió de ese impulso.
A simple vista el libro trata de la mentira. Realmente aborda la potencia o, más bien, la falta de ella. La hombría, el coraje, la masculinidad como mandato para seducir es el eje que tira del protagonista, Romand, y le impone la creación de una identidad imaginaria que acaba encubriendo un vacío ominoso, un pozo sin fondo. Desde el principio, Carrère no ve a este impostor como un criminal sino como “un hombre empujado hasta el fondo por fuerzas que le superan” y así se lo confiesa en la carta en la que le pide permiso para escribir un libro. Deseaba mostrar la anatomía de esas fuerzas. “No había nada detrás de su doble vida. Ni un vicio, ni una perversión sexual. Simplemente deambulaba. Había algo misterioso. Estaba convencido de que no encontraría una clave, pero quería aproximarme a esa especie de ventana al vacío, de agujero negro, que está en todos nosotros”. ¿Quién no se ha sentido alguna vez extraño a sí mismo?
La novela recrea el trasfondo de un asesinato muy mediático que tuvo lugar en la comarca de Gex, una periferia residencial de Ginebra en territorio francés, en el 1993. En el libro, que dio un espaldarazo a su carrera, Carrère imbrica confesiones personales mientras da cuenta de su trabajo en la reconstrucción de los hechos, haciendo que el texto cobre tintes de “novela en marcha”. Abrió con ello una etapa en la que se mueve aún con soltura y le ha granjeado el privilegio de ser tildado como el Truman Capote francés. Como el autor de A sangre fría, se empantanó durante años en un terreno limítrofe entre el periodismo y la escritura del yo pero salió transformado en maestro de la no ficción. La buena salud de su escritura dos décadas después da cuenta de que, a diferencia del malogrado americano, su equilibrio emocional estaba hecho a prueba de bombas.
El asesino y protagonista es un célebre confabulador o mitómano que logró engañar a todo su entorno acerca de su vida profesional y sus fondos bancarios. Hoy cumple condena perpetua en la cárcel de Chateauroux y el tribunal acaba de rechazar una demanda de libertad que ha vuelto a causar revuelo mediático. Hasta el día en que asesinó a toda su familia, le creían un investigador e intelectual algo hermético, modesto, afable, habitual de los viajes y los altos despachos, que salía a diario a ocupar un alto cargo en la OMS. Durante dieciocho años ningún amigo ni familiar hizo una sencilla llamada que hubiera bastado para comprobar que no había tal cargo y ni siquiera había pasado del segundo año en la facultad de medicina. Sufragaba una vida de altos vuelos estafando a conocidos de su entorno y llenaba sus lunes al sol olisqueando las rutinas de los demás en las isletas de las autopistas o en la biblioteca de la OMS, donde decía tener un despacho (en una foto que regaló a sus padres, señalaba incluso la ventana donde estaba ubicado). Una nada monstruosa, vacía de realidad, que le daba una tregua cuando volvía a su nido familiar para colmar a sus hijos de folletos e impresos con el sello de la organización. Les daba obsequios comprados en el aeropuerto de Ginebra y amenizaba sus veladas con anécdotas de los supuestos viajes que habían transcurrido en un hotel cercano (allí se quitaba los calcetines, veía despegar los aviones y estudiaba con fruición una guía del lugar donde se suponía que estaba).
En este drama donde toda una familia termina aniquilada por el impostor, la actitud cómoda es mirar a Romand como a un monstruo. Carrière mismo lo menciona así en algunos parajes de su libro (si bien él sólo está haciendo de reflector y dando cuenta de todas las miradas que están puestas sobre él). Su monstruosidad nos salva porque lo enajena. El psicópata, el enfermo, el mitómano, la etiqueta que segrega lo humano de lo no humano, nos calma a los que, como él, hemos percibido en algún momento de nuestra vida nuestra flaqueza, nuestra invisibilidad, nos hemos frustrado y hemos caminado en la sombra. Mentir es consustancial a la vida misma, empezamos de niños y lo hacemos a menudo por motivos “piadosos” cuanto menos. Lo que hace de esta novela un texto de terror es el continuum que nos separa del camino que toma Romand: no hay solución de continuidad entre imaginar una mentira que nos salve y actuarla de pleno hasta acabar creyéndola.
El retrato de Romand enseña un hombre anodino criado por una madre ausente, preocupadiza, consumida por la melancolía, a la que el pequeño Jean-Claude quiere llamar la atención para recibir una limosna de afecto. Un padre rudo y una moral católica donde prenden con facilidad los espejismos y la doble realidad. Un código familiar cargado de mandatos imposibles, donde la honestidad es la médula de su apellido pero todos ocultan a diario sus emociones para no enfermar más a la madre. Un niño triste que muy pronto aprende a ocultar que está triste, un hijo único algo mustio, un escolar brillante “más estimable que realmente afectuoso”.
El motor de la intriga es la pura curiosidad, el lector se consume por conocer los detalles escabrosos del crimen final. Por debajo corre, con más urgencia si cabe, la necesidad de obtener una explicación de este misterio. La autopsia mental de este médico afable de doble rasero, este buen vecino que compartimos todos y que en cualquier momento puede mostrar un reverso implacable. ¿Cómo se resuelve este enigma? “…el misterio consiste en que no hay explicación y en que, por inverosímil que parezca, las cosas fueron así”
Hay más de un monstruo en este drama y el catálogo empieza por sus padres, pasa por ese mejor amigo pagado de sí mismo e incapaz para la escucha y termina en la esposa cebada de complacencia. No se trata de culparla, es una víctima. Pero es monstruosamente normal. Una mujer “protegida por su fe”, que habitaba “una vida ordinaria…sin el más mínimo bovarysmo, la menor inclinación a las fugas, la inconsecuencia ni, por supuesto, la tragedia”. Que había encontrado un marido “sólido y cordial como ella” y nunca llamó a su trabajo ni se extrañó de no recibir nunca llamadas ni de conocer a sus colegas. Nunca echó un vistazo a sus cuentas bancarias. Mientras los rituales de la buena burguesía rueden con fluidez, nada despierta alarma. Nadie tiene sombra. Los contrastes se borran bajo la luz cegadora de la bonanza social. Le bastaba comprobar que tenía “un tren de vida que aumenta de forma moderada pero constante… niños hermosos a los que se inculca principios firmes y un talante alegre; un chalé en el barrio residencial con la cocina bien equipada; grandes fiestas de Navidad y de cumpleaños…” Cuando uno concluye la novela, la constatación que hiela las entrañas es aquello que siempre habíamos sospechado: sólo accedemos a ver lo que el deseo pone ante los ojos.
¿Qué es una familia feliz y amorosa, pues? ¿Había amor entre todos ellos? ¿Qué hay detrás de las palabras de Romand cuando admite que era un falso médico pero un auténtico padre que amaba a los suyos? ¿Amaba realmente a los suyos? Carrière no da nada por supuesto y nos lleva de la mano al filo del abismo, nos inocula la duda. ¿Qué es amar? Esa emoción que ni siquiera uno puede definir cuando la siente, ¿estaba en el corazón del hijo, marido y padre depredador? ¿Son compatibles el amor y la aniquilación del otro? Romand elige una carabina con silenciador, no causa escándalo, como si accionara el mando de un televisor, los borra de su campo y luego sale a comprar L’ Equipe y Le Dauphiné libéré sin causar sorpresa en el quiosquero. No es tan extraño si uno tiene en cuenta que llevaba dos décadas moviéndose en la disociación, en un doble plano que franqueaba con naturalidad varias veces al día. “Cuando hacía su entrada en el escenario doméstico de su vida, todos pensaban que venía de otro escenario…Pero no existía otro escenario…Fuera se encontraba desnudo. Volvía a la ausencia, al vacío, al blanco, que no eran un percance de ruta sino la única experiencia de su vida”.
El día del crimen le ayuda la certeza de que pronto estará muerto, ha mutado en el suicida convencido, un nuevo personaje en su ramillete. Es un momento delicado, precioso; desde la muerte todo ocupa por fin su lugar. Reflota el pequeño hijo solitario y torpe de un adusto maderero que ha pensado tantas veces en no existir, está cerca de su yo más real. No puede querer, no ha sido instruido para ello, no es nadie. Querer, nos sugiere Carrère, significa ser alguien y mostrarse, compartir lo que uno es con el otro al que también se puede ver. El pequeño Romand nunca pudo mostrar su aflicción, ni compartir nunca con sus allegados su condena: lo lejos que estaba de tener “palabra”, como un Romand de pura cepa. Tampoco pudo nunca, se deduce, ver al otro es su dimensión completa. ¿Qué eran pues para él esos niños a los que pone una película de Los tres cerditos, les prepara unos Choco pops y después liquida mientras simula que juegan? Posiblemente eran para él como sombras chinescas, las figuras de un belén, existirían solo para una arista de su personalidad poliédrica, la identidad del doctor Romand. Pero, ¿quién podía predecir que todo podía girar abruptamente para dar paso al que golpea a su mujer con un rodillo pastelero y le abre la cabeza? ¿Quién es él realmente?
En el texto somos testigos de su difusión de identidad y llegamos tarde, en el momento en que la emergencia de nuevos rostros es ya imparable. El propio Carrière, que le sigue el pulso a su personaje escurridizo con varias cartas, visitas a los lugares de su biografía y un perturbador vis-à-vis, tendrá una terrible lucha para eludir los tentáculos del complaciente Romand y conservar la objetividad. “Mi problema no es la información –le escribe el escritor al asesino-, es encontrar mi lugar ante su historia…ser objetivo, en un asunto como este, es ilusorio”. Se debatirá para dar con un punto de vista útil e incluso abandonará el proyecto de novelar su historia durante un par de años. La dificultad, como le llega a confesar, es “más suya que mía –le indica a Romand- y constituye lo que está en juego en el trabajo psíquico y espiritual que usted ha iniciado: esa falta de acceso a usted mismo”.
Comprobará finalmente que el vacío lo ha colonizado todo, la nueva máscara, la del católico arrepentido, ha tomado el relevo como la nueva cabeza de la hidra. “Al personaje del investigador respetado suplanta el no menos gratificante de gran criminal en el camino de la redención mística”.
El adversario ha ganado el pulso y lo devora todo. “Cuando Cristo entra en su corazón, cuando la certeza de ser amado, a pesar de todo, hace que rueden por sus mejillas lágrimas de alegría, ¿no sigue siendo el adversario quien le engaña?”





domingo, 13 de enero de 2019

Irse, de Esmeralda Berbel. Manual de ruptura para no iniciados. Reseña-relato


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A veces la lectura de un autor podía ser casi un lugar físico para ella y se refugió en su libro; sería un recodo donde plegarse. Menos mal que aquél fin de semana llevaba a Esmeralda Berbel en el reader, su texto salvavidas: Irse.

Había elegido el hotel por la decoración, pero ningún detalle del lobby le ofrecía ahora gusto ni sabor alguno. Nada más entrar se sintió imbécil. “¿A qué hemos venido aquí? ─le había dicho su marido─ ¿El tedio se salva a golpe de hoteles de diseño?”

Antes de bajar del coche ya se había quebrado la escapada romántica, la discusión la había hecho añicos como una campana de cristal y la entrada en el lobby sólo le ofrecería vidrios rotos bajo las suelas. Aún quedaba el bar de la azotea, se dijo ella, el buffet desayuno y los quince minutos a pie del Teatro Real.

El Teatro Real, ¿un nuevo oxímoron?

Ya le había pasado años atrás con John Berger, cuando también faltó poco para el divorcio. El británico de Aquí nos vemos tenía otra escritura poderosa del yo, una voz a la que uno acude como a los remedios contra el catarro: infusión caliente, bata suave, peucos y a la cama. Y más allá de eso: autores como ellos facilitaban una extraña comunión, eran gente que uno pondría en la lista de emergencias, junto al teléfono 112 y el de los bomberos.

Berbel le permitía acercarse tanto a ese dolor ajeno que a ella le borraría la odiosa decoración de la 504. La autora, filóloga y profesora de escritura creativa (Badalona, 1961), contaba aquí su ruptura de pareja desde un adentro valiente con el dolor. Una crónica del duelo y del declive templado que se instala en el matrimonio y un prodigio de escritura natural y destilada, de un lirismo esencial y rotundo como un haiku.

“Mirar algo por última vez es lo más parecido a verlo por primera vez”. La lírica de Berbel velaba la terrible pregunta de por qué estaban allí, el zumbido de la Gran Vía (que seguramente él le reprocharía) y la respiración cargada de su marido, esa espalda de pronto extraña que ahora dormía y minutos antes la había roto con su desprecio. Horas antes era el amor de su vida.

Se sentía quebrantada como al cabo de una gripe larga y volvía una y otra vez a Berbel en la desesperación del insomnio. Cuando la pantalla del reader se encendía, no sólo buscaba evasión; si el desamor podía contarse era la prueba de que tenía un recorrido. Si lo tenía: tendía al fin.

La torpeza de embocar la Gran Vía madrileña con el coche en plena tarde de sábado les había llevado a la debacle. Las brechas se abrían de pronto como los terrones de un barranco bajo la gota fría; todo adquirió de pronto la violencia de un choque de isobaras. No habían llegado ni al parking cuando ella se bajó en un paso de cebra, no te soporto y un portazo. Veinte minutos después el silencio acusador de él haría la habitación doble más pequeña de lo que ya era. Hubo un pulso breve entre la tregua y las frases afiladas, una mano tendida que siempre duraba poco y un nuevo portazo. Ella fue la que se llevó la única llave que les había dado la recepcionista y caminó satisfecha por la moqueta porque él se quedaba a oscuras.

Sin embargo, el atardecer de Madrid la embriagó en el bar de la azotea y la animó a invitarle con una foto crepuscular llena de antenas a contraluz. “Sólo he subido para que no digas que no lo intento” dijo él minutos después, apoyado en la mesa enclenque que los separaba. En el rato largo que le llevaría al sol desaparecer detrás de los edificios no se dijeron nada. Se habían convertido en una de esas parejas terribles que ocupan los bares inmersos en sus pantallas de móvil.

A ella el silencio le permitió examinar la suntuosidad de las terrazas, la presunta intimidad de esos áticos privilegiados que aspiraban a escapar del ojo ajeno. De pronto se le descubría un paisaje blindado, como las zonas muertas de su relación, armadas para permanecer ocultas.

“Tengo tan poco pasado sin ti”, decía Berbel en sus páginas de agonía. Y ella le daba vueltas a esa extraña hibridación que se da en la pareja con los años, a ese fenómeno que podía visitarla casi físicamente con un autor como Berbel o Berger. Ella también maridaba con los autores, vivos o muertos, ¿qué no podía pasarle con su esposo tras veinte años escribiéndose y leyéndose el uno al otro con la piel, las palabras, los días? Ahora tenían que extirparse mutuamente, ¿cuál de los dos siameses moriría en el intento?

La azotea bullía de turistas distendidos y locuaces. La felicidad a su alrededor la irritó como si fuera energía estática y la advirtió de que debía comer algo antes de que el gin tonic terminara de erizarle el estómago. Una pareja que había encontrado antes en el lobby se acaramelaba en una esquina y ella se avergonzó de haber reparado entonces en lo maltrecho que era el chico: el embeleso con el que miraba a su novia le hacía ahora muy hermoso. No pudo soportarlo y escondió los ojos de nuevo en el móvil. Cuando los volvió a levantar su marido ya no estaba, ¿habían acabado ahí? ¿Por qué el amor no tendría flechas en el suelo como en los parkings? Necesitaba números, líneas, marcas. Verde libre. Rojo: ocupado. Completo.

Eran muy ciertos sus reproches. Ella era esquiva con la verdad, se escurría fácilmente a mundos amables y tibios pero, ¿quién no se contaba una historia para seguir vivo?

Vació la copa y saltó del taburete con un dominio de sí misma que la sorprendió, la ginebra todavía no había alcanzado sus reflejos, no emborronaba aún su manera quirúrgica de pensar. Las ideas todavía traían filo.

Encontró la habitación vacía y respiró con alivio. No renunciaría a su entrada al ballet, no se la debía a nadie. Admiró un instante sus sandalias doradas y las colocó en la moqueta con delectación. Se puso las medias cristal con la grave solemnidad de un matador de toros. El vestido de lycra, el negro, el de siempre, estaba tan gastado como sus peleas. Un momento de dificultad con la cremallera de la espalda le volvió a recordar que estaba sola, pero al cabo de varios intentos cedió: no le necesitaba a él para todo.

Entonces sonrió satisfecha y se dio valor para abordar la Gran Vía, enseguida se confundiría con los turistas locuaces e ingrávidos que se movían en camiseta y podría contagiarse de su efervescencia.

Sus sandalias doradas pisaron firme la acera. Se sentía disfrazada. Otra.

Era otra.

A veces los puntos de giro tienen una cualidad física, pensó, y el mismo tacto de una costura o una cicatriz, que puede ser tan inmensa como una falla entre dos placas tectónicas.  




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http://almaenlaspalabras.blogspot.com/2016/04/entrevista-capotiana-esmeralda-berbel.html

https://elpais.com/cultura/2018/05/09/actualidad/1525889263_511720.html

https://www.lavanguardia.com/cultura/20180523/443763384236/irse-esmeralda-berbel-diario-
ruptura-dolorosa.html

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