domingo, 7 de octubre de 2018

ISLANDIA: DESALOJAR LA MIRADA


Terminal 1 de Barajas. El efecto batidora.

Buscamos la C35 y mezclamos nuestros pasos con todas las razas y actitudes imaginables. Sólo en un sitio como éste puede uno descubrir a la humanidad en su médula, destripada y diversa como el engranaje al aire de un reloj de pulsera. Mis hijos la digieren con indolencia porque ya lo han incluido en su imaginario. Ellos arrastran los pies entre bostezos, pero yo me detengo ante un grumo de japonesas excitadas o una familia de hindús que salpican la belleza insípida  de las vallas publicitarias con sus saris de color. Quiero recuperar la inocencia, sorprenderme de sus ademanes y sus atuendos como cuando los vi por primera vez, ¿dónde? En un aeropuerto internacional. A la salida del control de seguridad, un cura católico se abrocha el cinturón y besa el crucifijo de plata antes de pasárselo por el cuello con una sonrisa beatífica, ¿en qué otro lugar se puede contemplar esta escena? Enfrente de él, un judío pide divisa en la ventanilla de cambio con el pasaporte israelí en la mano. Unas adolescentes británicas cruzan como un banco de pececillos y ríen porque van de despedida de soltera. Me gusta sentirme parte de una tribu tan amplia y diversa, el mestizaje no me intimida, más bien me estimula. Cuando mis hijos no vivan en casa y dejen de arrastrar los pies detrás de nosotros por las terminales, otro tipo de emoción me embargará: los despediré en un aeropuerto como éste y sentiré que esa fuerza centrípeta, embriagadora, que vibra en los terminales, se los traga hacia un remolino que se llama mundo. Elegirán un lugar lejos de mi barrio y todo estará bien, porque hace tiempo que ya no sé dónde termina mi barrio y dónde empieza el mundo.



Icerental Cars. Oficina de alquiler de coches.

Recogemos el coche en una oficina amplia y pulcra que parece oler a pintura recién secada, los picaportes relucen sin una huella. La elegancia sobria y funcional de los escandinavos nos asalta desde que hemos aterrizado en Keflavik. El islandés parece un pueblo que no se permite ningún acicalamiento, como la verdad desnuda de su paisaje, como la austeridad de su credo protestante. La moqueta mulle los pasos y absorbe las palabras mismas, en un inglés correcto y sin concesiones. Nunca hay una sonrisa de regalo, ¿me acostumbraré a su estilo cortante como el viento polar? No obstante, la soledad me gusta y me invade una distensión grata en los silencios amplios que los niños rompen con sus juegos y sus riñas. Me pregunto si vendrá del desalojo general de la isla. Acostumbrados a las masas, preguntamos por el horario del bus que nos devolverá a la terminal y no hay tal horario: cuando lleguemos nos llevan personalmente. Tampoco nadie nos pidió anoche el pasaporte en la aduana ni en el check-in del hotel, ¿tan pocas personas pisan la isla? ¿A nadie le preocupa si llevamos una bomba en la mochila? El hall del aeropuerto estaba lleno de senderistas que desembarcaban silenciosos y bien pertrechados, nadie más allá de los sesenta ni mantecoso ni dominguero. Las mochilas iban a rebosar y las botas de trekking crujían sobre el linóleo de forma intimidante, como los neumáticos de una convención de moteros. Yo examinaba de reojo sus gestos concentrados y me preguntaba: ¿aguantaremos la excursión por el glaciar? ¿Estaremos entrenados?



El páramo.



Cruzar Islandia en coche es una suerte de meditación. Me recuerda a las largas travesías en barco: nada a babor, nada a estribor, y la línea tranquila del horizonte que traza un perímetro en torno a ti y provoca una congoja efímera. Después llega el letargo, una suerte de distensión y el vaciamiento al que aspirábamos. Los niños callan y el motor del Honda nos arrulla por este páramo de lava cuajada.
Hemos dejado Vik después de un remojón “a lo vasco” en su playa de guijarros negros y conducimos hacia el imponente glaciar Vatnajokull, el más grande de Europa.

Su silueta se impone en el parabrisas con la autoridad incontestable del hielo. Bajo una luz blanca y quieta, la tierra baldía que nos rodea parece un fondo marino despellejado y todo cobra una cualidad acuática que ralentiza los deseos. Las postales idílicas que visitamos ayer en el Círculo Dorado (las cascadas de Seljalandfoss y Skogarfoss) han quedado atrás para dar paso a este viaje sonámbulo por el desierto.


Hasta las ovejas, garrapatas blancas hincadas en las laderas verdes, son aquí negras y displicentes.
No sabemos si llegaremos a tiempo para un paseo por el lago glaciar Jokullsarlón. Hemos improvisado unos bocadillos frente a una granja y nos hemos retrasado. Los intentos de Rocío de alimentar a una oveja con ensaladilla rusa han espantado al rebaño y arruinado la foto. La tortilla de patata de anoche aguantaba bien y Rafa se ha nombrado a sí mismo maestro tortillero. Todos nos hemos reído de su autoestima y a nadie le ha parecido mal el descanso, pero ahora callamos inquietos porque la Ring Road parece interminable y la taquilla del lago cierra a las cinco.



Jökulsárlón. Lago glaciar.

El diálogo con el hielo milenario exige silencio y una seriedad reverencial. Sin embargo, a Jokullsarlón acudimos locuaces y en tromba, hay un parking amplio para autobuses y los visitantes bordeamos la orilla con nuestros anoraks multicolores; nada menos solemne que una atracción turística. A pesar de todo (y de los 60 euros por cabeza), el paseo en barca anfibia mereció la pena, fue providencial llegar a cinco minutos del cierre. A Rocío le dio lástima el guía porque su inglés era tan terrible que nadie atendía la charla ni reía los chistes (bromeó con la pronunciación del islandés y accedió a que le llamáramos Johny “like Johny Walker”).


Los icebergs desfilaban lentamente ante nosotros como damas lánguidas y embocaban ciegos el acceso al mar. Las vetas azuladas hablaban de su fractura reciente y les conferían la belleza dolorosa de las flores antes de que el tiempo las marchite. Rocío se hizo los selfies reglamentarios y sonrió autocomplacida con su gorro ruso. Manuel salió de su ostracismo adolescente y comentó la liga española con unos turistas andaluces que nos hicieron el retrato familiar. Cuando nos cansamos de las fotos, Rocío y yo jugamos a las formas de los icebergs: yo adiviné en uno la silueta de un barco varado, Rocío encontró el hocico de Noa.

Skaftafell. Parque Natural.


Cuando vamos de camino me gusta retrasarme un poco y verlos dirigir la expedición. Veo sus espaldas a contraluz dejándose absorber por los colores de la isla y les hago fotos sin que lo sepan, siento una mezcla de despedida y celebración; cada viaje abre un duelo porque el paisaje prevalecerá pero nosotros no.


Consuela saber que la belleza de Islandia me encontrará si vuelvo algún día, lista de nuevo para golpearme con sus contrastes. Fuego y agua. Verde musgo y lava negra. Las cataratas abren una sonrisa en la cara que el viento polar congela enseguida. El silencio que emana de cada cráter tiene una cualidad traidora: en el 2010, el volcán Eyjafjallajökull entró en erupción y logró que la isla ocupara todos los telediarios. Desde entonces, este paisaje estéril y extraño está de moda y venimos masivamente a conocerlo (dos millones y medio de visitantes este verano, en una isla casi deshabitada).






Hoy elegimos una ruta por el parque natural Skaftafell y Rafa protesta porque es la más dominguera pero asciende feliz como un globo y no duda en saltarse las barreras de seguridad para lograr la mejor foto. La catarata Svartifoss nos roba pronto la respiración con su entramado de columnas basálticas y antes que nosotros lo hizo a los productores de la serie Juego de Tronos. 


Un panel explica la simetría hexagonal que adopta la lava al enfriarse y yo no puedo evitar pensar en los arquitectos. El que diseñó la iglesia de Hallgrímur en Reykjavik inspirándose en este panel natural, en el mismo Gaudí que invitaba a todos los modernistas a imitar a la naturaleza. En un juego caprichoso, o quizá en un código inasequible para nosotros, la Tierra ha querido imitar aquí a los humanos y lo ha hecho con un mensaje, un grito más bien, desde el centro de sí. ¿Qué quiso decir? Abstraída en esta idea y en el picnic que Rafa ya ha montado a la orilla del riachuelo, pierdo el móvil y me doy cuenta media hora más tarde. Menos mal que los niños desandan el camino como gamos en cuanto se enteran. Unos italianos que lo han encontrado se lo entregan pronto a Manuel y yo les mando besos desde el puente. Mientras descendía hasta allí, enumeraba ya las cosas de las que tendría que prescindir sin el dichoso aparato y me había alegrado comprobar que no era para tanto, ¿era ese el mensaje oculto en el basalto?


Höfn, al extremo de la ruta. 

El gusto por la Nada. La Nada en la Nada. En esta isla hay Nadas dentro de la Nada como los anillos de crecimiento de un tronco y por eso hemos venido. El mapa mismo engloba macizos rocosos que el hielo descubrió tras la última glaciación y fueron islas hace miles de años pero ahora son islas dentro de esta isla. El “Círculo dorado”, la “Ring road”: todo aquí junta sus extremos y se vacía: el cero, la nulidad, la gran carencia.
La Nada más vacía que visitamos es Höfn, el pueblo al extremo más oriental de nuestra ruta. Wikipedia habla de mil seiscientos habitantes pero el viento afilado que nos asalta al bajar del coche explica que no veamos ninguno por la calle. Aparcamos cerca del único supermercado y nos aventuramos por su paseo marítimo calándonos bien el gorro. Las casas de aspecto prefabricado se ordenan frente al océano. Enfrente, los dueños se permiten una presumida parcela donde no puede crecer nada y la decoran con anclas oxidadas o enanos de loza que embelesan a Rocío. La ropa tendida aletea con fuerza en una cuerda y la señora que sale a recogerla con brazos expertos parece un marinero en la proa de un barco. No puedo evitar acordarme de la azotea en Reikiavik donde vi una barbacoa coronando el balcón y sentí una compasión inoportuna.
Como todos los pueblos pequeños del mundo, Höfn saca pecho con varios museos absurdos: un museo vikingo (Vestrahorn), un museo del parque natural (Gamlabúd), un museo de rocas recogidas por una familia local (Huldus Reinn) y la imprescindible casa-museo de un escritor que no conozco (Thórbergur).
No visitaremos ninguno.
Calentamos nuestra cena precocinada en un microondas que ofrece el supermercado y miramos la calle desierta a través de la cristalera. Yo mastico las sobras que van dejando los niños mientras medito acerca de los museos. Me gusta enumerar los sitos donde no he estado con una delectación morbosa, cerca del masoquismo. Mi memoria se entretiene colocándolos al lado de los juguetes que no me trajo Papá Noel, los chicos que no me miraron, las películas que se esfumaron de la cartelera mientras yo me encerraba a estudiar.
En Islandia, las casas-museo de escritores salpican la geografía como las ovejas. Ayer en el hotel incluso di con un libro dedicado a ellas. Tenía un mapa que fotografié con entusiasmo (sobra decir que me embargaba la convicción de que no los pisaré jamás) y anoté nombres que acababan siempre igual: Gumarson, Sveinson, Jochumsson, Hallgrimsson...




Una isla de trescientos mil habitantes que pasa media vida a oscuras y rinde tanto culto a sus escritores, ¿por qué? ¿Cuál es el influjo de la aurora boreal? ¿Hay que acercarse tanto al Círculo Polar para estar inmerso en la literatura? Es más: ¿tiene la literatura un punto geográfico, una zona física donde obre la acumulación? Yo que ya me jactaba de haber aprendido a escribir en medio del polvo y el ruido, ¿debería aspirar a esta pureza?
Estas preguntas sin respuesta también las colecciono con fruición y las coloco ordenadamente en mi lista.










Brú Ghesthouse.



Hemos dejado atrás los falsos acantilados de la costa sur y pasamos la noche en Brú, en una planicie extensa donde emerge esta fila de módulos de madera con dos habitaciones baño y minicocina.



Es fácil sentirse como una familia Playmóbil, todo está impoluto y de estreno, es tan impersonal como una casa de muñecas. Ikea es la empresa promotora de esta uniformidad, ha terminado de arruinar el folklore, el derecho a sentirse lejos de casa. No obstante, en los estantes encontramos cuatro cuencos, cuatro platos, cuatro juegos de cubiertos y cuatro vasos y yo soy feliz mientras me asalta un déjà vu: todo esto ya lo viví leyendo a Ricitos de Oro.


La cristalera es amplia y deja entrar el verde de la llanura desde cualquier ángulo, es tan extensa que intimida. La mujer de la recepción fue cálida y cercana pero dejó claro que se iría a las diez de la noche y me sobrecoge recordarlo, sólo hay un coche más aparcado al lado del nuestro. A medida que la oscuridad hace opacos los ventanales, la casa adquiere una cualidad flotante, sin asideros. Como la niña se va a dormir enseguida, elegimos una peli de Eastwood en Netflix y dejamos que Harry el Sucio nos devuelva al universo conocido con su rictus indolente y sus famosas sentencias antes de apretar el gatillo.

Geysir y vuelta a Reykjarvik.

Cumplimos con el mandato turístico y visitamos Geysir antes de volver a la capital. Durante el trayecto les instruyo a todos sobre las zonas geotérmicas y las bacterias termofílicas, aunque sé que sólo Rafa me está escuchando mientras conduce y mira la carretera con una sonrisa templada. Sólo consigo robarles la atención a todos cuando les reto a pronunciar el nombre del volcán a nuestra derecha (Eyjafjallajökull). Rafa es una ardilla fonética y lo adapta pronto a su manual de atajos sonoros: “ella-folla-yo-culo” es lo que más se acerca al original. Reímos relajados y cogemos fuerza para resistir los embites de los niños en el centro de visitantes de Geysir: souvenirs, menús y chucherías para un nuevo enjambre de turistas que nos aglutinamos en el parking y en las colas de los baños.
No gastaremos ni una corona más, el país más caro de Europa (y quizá del mundo) ha agotado el presupuesto. Sorprendentemente, la visita al  Gran Geysir no tiene pago obligatorio y caminamos con alivio entre las fumarolas con olor a azufre sin arrugar la nariz. Geysa es el verbo islandés para “emanar o erupcionar” y éste del valle Haukadalur ha dado nombre a todos los del mundo. Un siglo de visitantes ha acabado con él y ya no escupe agua, pero su homólogo Strokkur sí lo hace y salva la visita. Para los incautos que aún tuvieran ganas de arrojar monedas al agua remansada, los carteles rezaban alertas en varios idiomas. También nos recordaban que el agua estaba a 100 grados y el hospital más cercano a 62 km.
Engullo el bocadillo antes de perder la sangre de mis dedos azules e intento disfrutar las vistas del valle. El almuerzo no es lo único que se nos ha enfriado. Parkings, autobuses, colas y selfies arriesgados sobre el vacío han congelado nuestro instinto explorador. La visita obligada a Gullfoss resulta en un desganado vistazo panorámico


y la falla de Pingvellir se lleva una foto rápida (el lugar es emblemático: junta la placa americana con la indoeuropea como si la piel de la tierra se cerrase en cremallera).
Pronto rodaríamos por una autovía de dos carriles, embocando naves industriales y las vallas publicitarias que ya no recordábamos. La publicidad es aquí no sólo escasa sino tímida, casi te pide permiso para que la mires. Reykjarvik estaba cerca y la nostalgia del desierto me asaltaba, quería volver a los montículos pelados, al verde inacabable, al cielo blanco confundido con la cinta del océano. Quería volver para pegar mi nariz al parabrisas e incorporarlo todo. Echaba ya de menos esa sensación de bucle, de falso avance.


La cinta negra de la Ring Road engullida por un horizonte que siempre está más allá. Eso es Islandia. La sensación de que el avance del coche es en vano, un falso devenir, como la vida misma. Esta isla que vive al ras del magma terrestre no se deja engañar por espejismos: caminamos hacia un horizonte que toca sus extremos.




https://milviatges.com/2015/viaje-barato-islandia

https://es.visiticeland.com/

https://mejorepocapara.net/viajar/ver-auroras-boreales/

https://elpais.com/elpais/2018/06/28/eps/1530165884_674043.html

https://elviajero.elpais.com/elviajero/2018/05/10/actualidad/1525949407_721399.html