martes, 29 de diciembre de 2015

Los peligros de ponerse profunda en la peluquería



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Filosofías del Underground (Anagrama, Compactos), es un compendio liviano y diáfano de la tendencias filosóficas que confluyeron en el movimiento underground. En sus páginas se intuye que a Luis Racionero le calaron a fondo en los años sesenta y setenta. Como intelectual de peso que es, pudo discernir entre toda la cacharrería hippy y el punto de hondura que acompañaba la corriente de la contracultura. En su ensayo agrupa las corrientes de pensamiento que escaparon al monopolio del dogma positivista en tres bloques: el individualismo (románticos, anarquistas, Byron, Hesse), el pensamiento oriental (basado en el flujo y la transformación continua) y las posturas nacidas de las experiencias con drogas psicodélicas, que avalaban la existencia de nuevos planos de conciencia. 

Todo ello servido de forma destilada y escueta, lista para consumir como un aperitivo. Un libro más que traigo para leer en la misma peluquería, entre el ronroneo de los secadores y el trajín de las clientas. 

Incauta de mí, desconocía los peligros de desafiar el racionalismo europeo entre potingues y mechas.

En uno de sus capítulos más curiosos, hilvana las conexiones entre el misticismo oriental y la física cuántica nacida en Europa. “Las partículas no existen -nos recuerda el autor- sino que son conjuntos de sucesos agrupados por el observador”. No creo que a Einstein se le ocurriera esta idea en la peluquería (¿alguien sabe si Einstein iba a la peluquería?). 




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Medito sus palabras mientras coloco mi nuca en la pila y me cuesta creer que la peluquera no exista: su cuerpo rollizo como una tanqueta, su casquete rubio teñido, su mandíbula de buey son todo partículas y, como tales, no se puede decir que existan ni que no existan, sólo se tiene cierta probabilidad de que aparezcan en un sitio. Mi peluquera es y no es al mismo tiempo. ¡Qué vértigo! Siento sus manos rotundas sobre mi cuero cabelludo, extendiendo el tinte a las puntas, y no puedo dar crédito. Si ella es y no es, yo me someto a la misma ley de la física cuántica, también soy un conjunto de sucesos agrupable por un observador, qué ingenua he sido pensando que sólo era ella la que se deshace ahora mismo ante mis ojos como un tropezón de píxeles.

Superado el primer mareo, la sensación de no ser empieza a entrar en mí como el frescor de una zambullida en la playa: ¿por qué he venido a teñirme, pues? ¿por qué mi urgencia, mi impostura decirle a la chica que llevo un mes sin teñirme cuando fueron dos? ¿Dónde queda de pronto mi desazón por llegar pronto a casa porque los niños tienen deberes? ¿qué niños? ¿qué desazón? La teoría de la relatividad despoja, alivia, tiene cierto efecto antigravitatorio, como si todo a mi alrededor estuviera a punto de soltar amarras y flotar en una danza suave por el local de la peluquería: los secadores, las sillas giratorias, los muebles cajonera, hasta las peluqueras en sus pijamas blancos, que tanto agradecían a la gravedad la “caída” de sus cortes de pelo. 

Enseguida, el chorro de agua fría me precipita de vuelta al suelo, siento cómo desaparece poco a poco el picor del amoniaco sobre mi cráneo y una inmensa gratitud me trae de vuelta la alegría de ser “cosa”, unívoca e inmutable, deseosa de volver a mi vieja concepción. El placer es tan voluptuoso, que me pregunto si también existirá un yoga del lavado de pelo, si las manos de mi peluquera no estarán pulsando sobre mí “el mágico arco cósmico que puentea el cuerpo individual y la energía del universo”, como los tántricos practican con el sexo. 




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La peluquera masajea con destreza, abstraída y enérgica porque rondan las siete y estará descargando su deseo de terminar la jornada. Cierro los ojos entregada, pero no dará tiempo a que se me despierte el kundalini, “¿qué te vas a hacer?”- se detiene abruptamente y acerca su cara a la mía. Su expresión complaciente no disimula la prisa, así que no encuentro el valor para pedir un planchado de pelo. Pronto paso de nuevo a la butaca y observo lánguida cómo me aplica un poco de espuma con movimientos afectados y definitivos.

El espejo frente a mí me devuelve mi cara, me acerco al cristal para comprobar que mis canas han desaparecido, mis ojeras no, es el mismo rostro distendido y cansado. Pero ahora sé que todo muta, que mis rasgos se transforman tan lentos como la rotación del planeta y mis canas asoman ya ahí aunque no las vea. “Lo que es engendra lo que no es”, nos recuerda Racionero al hilo de Hegel y su Dialéctica, y por primera vez noto una distensión, una no-lucha contra el devenir de las cosas, el inmenso privilegio de cambiar en cada respiración y dejarse ir por el viaje que impone la vida.

“La noche empieza al mediodía” decía Chuang-Tzu.




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domingo, 29 de noviembre de 2015

Mujer de barro

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Fina tiene la nariz rota. El tabique se desvía hacia la izquierda donde la piel dibuja una antigua cicatriz. Cada vez que hablábamos del asunto, mis ojos se iban siempre a este punto de su cara. Debajo de ese trozo de piel tersa sonaba para mí le estruendo de bártulos cayendo al suelo, estanterías de formica haciéndose pedazos bajo su cuerpo arrojado, puertas resquebrajadas. Un empujón más y no quedaría ni un mueble en pie en esa vivienda de protección social donde intentaba tirar adelante.

“Llora ella. Llora él. Mis padres se han pasado la vida llorando”. Adrián, el mayor, había empezado a darse cuenta a los trece o catorce. Así lo había declarado al Juez en la primera mañana del proceso que sentenció una orden de alejamiento. Ahora tenía veinte años y fuerza para defenderse de su padre cuando estaba bebido, pero ya no le hacía falta, simplemente había huido. “Sí, quiero que mis padres se separen y que él no la busque”, anotaría el sercretario del Juzgado número 4.

Fina tiene los ojos bonitos. Es el segundo lugar donde uno la mira cuando habla, o cuando llora, que es casi un sinónimo para ella. El iris cambia de color con la luz, parecían azules con el neón del hospital, pero en el despacho del centro de acogida han virado a un verde fango con vetas azuladas. Y esa cualidad magnética de la mirada se convertía a menudo en perdición, sentencia, veredicto. Seducir lleva pena mayor, puta rastrera te mato, y mirar se convierte en un gesto de bueyes, en una cosa más que esconder detrás de la barra que atiende en el bar Levante. Pone los ojos bajo sus manos pequeñas, hechas a la pila de fregar y al hábito del temblor.

Mi despacho en el centro de salud mental no tiene barra ni muebles astillados, pero Fina no podía evitar sentarse y plegar los hombros hacia abajo, se quedaba ovillada en la silla como si esa fuera la posición que quedó tras la última paliza. Parecía una gata disimulando la tensión de sus músculos, la crispación controlada en cada uno de sus movimientos. A la tercera visita, desistí de recordarle que nadie sin mi permiso entraría por la puerta: Fina la vigilaba detrás de sus palabras y siempre parecía preparada para huir.

“Sueño con un cuchillo clavado…”, me adelantaba en un susurro, inclinándose hacia delante para que la oyera. Eran los primeros días en el centro y Fina recuperaba el sueño poco a poco, aunque tuviera que volver a casa en sus pesadillas. “…que me despierto dentro de un ataúd”, continuaba mientras yo me inclinaba también para recoger sus frases susurradas, intentaba hacer algo con ellas. Las dos sabíamos que nada era suficiente para protegerla. Su verdugo seguía andando por las galerías de su sueño, ahora que no tenía que dar cabezadas en el baño porque su marido guardara el cuchillo debajo de la almohada. “Pero no quiero que le encierren”, insistía, y en ese momento yo ya me había ido a la primera noche, cuando me llamaron al hospital de urgencia y les vi allí juntos, él atado a la camilla y ella acariciándole en un mar de lágrimas, “tienes que curarte mi vida…”, una ternura tan de veras como su soga echada al cuello, porque eso es lo que siempre las mata.

Hoy he sabido que Fina no está en el centro de acogida. Por la mañana, su habitación estaba vacía y era una ausencia que palpitaba en el aire, un vuelco en el corazón de su compañera cuando ha ido a despertarla y sólo ha visto la cama hecha, las mantas dobladas sobre la mesa con un cuidado que era su delicada despedida, un adiós profundo y triste, como lo son sus ojos de color musgo y color cielo, cambiantes con la luz pero siempre inclinados, un azul claro en el neón del hospital, un verde fango con vetas azuladas en el centro que ahora ha dejado.



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miércoles, 28 de octubre de 2015

FAHRENHEIT 451.La temperatura a la que civilización se inflama y arde.





Hay un pájaro en el canalón del agua, bajo las tejas. Desde mi ventana puedo observarlo sin que se dé cuenta y emprenda el vuelo. Las patas arañan la pintura del metal, veo el plumaje del vientre, que es pálido y tierno y se abomba con su respiración rápida de animal breve. Es marrón y blanco, un pájaro común. Ignoro su nombre como él ignora que le estoy mirando. No es una especie exótica que merezca por ello mi atención. Los hay a cientos en este pueblo de la sierra, como ancianos resabiados y lentos, como niños a la deriva de agosto y sus horas graves, elásticas, espantándose las moscas en la plaza que el mediodía ha dejado desierta. Mi pájaro es tan común como las moscas, no es insólito por este pueblo, lo insólito es que yo me tome el tiempo de observarlo.

Acabo de terminar Fahrenheit 451 y me propongo escribir unas líneas sobre él, me propongo hacer algo con su fábula. Pero sólo me nacen estas líneas: el pájaro anónimo y yo, inhibiendo mi prisa por expresar lo que siento mientras le miro. Desafiando el vértigo de que no ocurra nada.

Y de que haya ocurrido todo.

En la sociedad que imaginó Bradbury, quien miraba un pájaro o descubría el color de las flores era fichado por la policía como “antisocial”. Hablar de ello podía suponer un grave riesgo. Hacerlo por escrito: un suicidio. Enseguida alguien hacía aparecer al cuerpo de bomberos en la puerta de tu casa para carbonizar tu iniciativa. Un extraño cuerpo de bomberos que, lejos de apagar fuegos, los encendían. Un cuerpo de limpieza más bien. Una antorcha eficiente y aséptica como el bisturí de un cirujano. Sobrecogedoramente rápida.

Desocupación, silencio, reflexión, debate, controversia: todo devorado por las llamas.  Las casas habían prescindido de los porches para evitarle a la humanidad el riesgo de no hacer nada. De charlar, de permanecer en silencio si era preciso. De contarse historias banales o imperecederas. De perpetuar la memoria, de comunicarse. De estar

La novela es conocida, es el más célebre de sus textos, junto a las Crónicas Marcianas. Como yo, muchos lectores han oído hablar sobre un relato futurista en el cual unos pocos individuos salvan los libros memorizándolos de forma subrepticia, una biblioteca andante que se oculta al margen de las ciudades y lucha por preservar el conocimiento humano. Una red de amanuenses mentales, morosos y precisos como los monjes que copiaban a los clásicos en la oscuridad de la Edad Media. Recitadores de párrafos amenazados que sobreviven al calor de otro fuego, otra luz, hogueras que no queman sino calientan, el calor del conocimiento. “había un silencio reunido en torno a aquella hoguera, y el silencio estaba en los rostros de los hombres, y el tiempo estaba allí, tiempo suficiente para sentarse junto a la vía enmohecida bajo los árboles, contemplar el mundo y darle vuelta con los ojos” (pág. 156).

Creí que la novela tendría un punto cómico, alguna referencia satírica hacia la barbarie que perpetraron los fascistas en sus albores. Pero no lo tiene. Hiela la sangre comprobar lo preciso de sus vaticinios. No ha habido nuevas hogueras como las de Hitler o Franco, pero la visión que desarrolló Bradbury está ya a las puertas.

El avance tecnológico y la incomunicación a la que nos ha lanzado están descritas con detalle en el matrimonio de Montag, el bombero protagonista. Mildred, su mujer, personifica el adocenamiento mortífero que trae la sociedad de consumo. Ella, como sus vecinas, ha olvidado donde conoció a su marido e incluso a su marido mismo, sólo siente un apego prefabricado por la “familia” que le parlotea sin tregua desde una triple pantalla de tamaño real, un enjambre de personas que nadie se preocupa de comprobar si tienen entidad propia.

“Yo pasé una velada agradable ─dijo ella, desde el cuarto de baño. ¿Haciendo qué? En la sala de estar ¿Qué había? Programas ¿Qué programas? Algunos de los mejores ¿Con quién? Oh, ya sabes, con todo el grupo” Y la contestación hastiada del marido no puede ser más actual: “el grupo, el grupo, el grupo” (pág. 59).

El viaje no es gratuito. A pesar de los argumentos del capitán Beatty, que defiende la tarea de los bomberos como los “Guardianes de la Felicidad” (pág. 71), la gente como Mildred paga un alto precio. Se atiborra de somníferos. Sufren una soledad hiriente y un vacío enfermizo que les abocan al precipicio. “¿Qué queremos en esta nación, por encima de todo?" Le recuerda el capitán Beatty a Montag, su bombero díscolo, en una arenga que resume el espíritu de toda esta fábula. "Quiero ser feliz, dice la gente. Bueno, ¿no lo son? ¿No les mantenemos en acción, no les proporcionamos diversiones? Eso es para lo único que vivimos, ¿no? ¿Para el placer y las emociones? Y tendrás que admitir que nuestra civilización se lo facilita en abundancia” (pág. 71).

Pero los suicidios se suceden cada noche como una plaga y, cuando se trata de su propia mujer, Montag debe asistir al triste espectáculo de una brigada de técnicos que acuden con urgencia a su dormitorio para limpiarle el estómago y ejecutan su danza macabra con indolencia, sin quitarse el cigarrillo de los labios, abrumados por el exceso de llamadas cada noche.

Quien, como yo, integre un equipo hospitalario de salud mental, no podrá dejar de asombrarse de este retrato tan real del futuro que esgrimió Bradbury. Los suicidios son nuestro dramático día a día, no hay noche en que no se haga un lavado en un hospital de la red pública. Todas las noches. 365 días. En la escena que imaginó el autor, nuestra rutina está llevada a un extremo que no tardará en llegar. “Se saca lo viejo, se pone lo nuevo y quedan mejor que nunca” (pág. 25). En la sociedad de Montag, el dolor del alma se rectifica con un artificio técnico. En la de hoy, los laboratorios farmacéuticos difunden la misma idea. Por eso la consulta del psiquiatra se debe resolver en sesiones de quince minutos. “En un caso así no hace falta doctor ─le explican a Montag con cansada solicitud─; lo único que se requiere son dos operarios hábiles y liquidar el problema en media hora. Bueno, hemos de irnos” (pág. 25).



El escenario es claro, no hay salvación para la masa. Ni hay lugar para quien, como Montag, se detenga a mirar el mundo, se haga preguntas, se deje visitar por la duda. Ha conocido a Clarisse, una joven que prueba el sabor de la lluvia, colecciona mariposas y le pregunta si es feliz o si está enamorado. Con ello, la joven (a la que llevan al psiquiatra por ello) ha abierto en él una trampilla por la que ambos resbalarán sin retorno posible. Nuestro bombero protagonista no es un intelectual, ni conoce los libros más allá de alguna lectura religiosa de su infancia. Pero el asombro y la duda son el germen que contiene la creación cultural. De ahí a ser fogueado por dar un paseo nocturno o conducir a sesenta por hora contemplando el paisaje hay un paso. Mejor dicho: el chasqueo de una cerilla.

La imaginación de Bradbury nos ha llevado de la mano por este paisaje arrasado. Nos ha puesto en alerta contra el peligro de degenerar en una legión de muertos vivientes, de los riesgos de tomar la televisión (o internet) como la única factoría de realidad a tener en cuenta. Nos ha querido prevenir de la mordaza mediática, la intromisión de la propaganda, el exhibicionismo indecente que facilitan las redes sociales. Cuando Montag es perseguido por sus infracciones, la cacería es retransmitida como un reality feroz y la acción se hará trepidante. El punto más vertiginoso del relato llegará entonces, cuando él mismo se vea en la pantalla de un vecino y se sienta imantado por la imagen de sí mismo: protagonista voluptuoso de una cacería, olvidará por unos instantes que su vida depende de que siga huyendo. Se habrá convertido así en amo y esclavo, en cazador cazado, seducido por su individualidad hasta un punto que ralla la locura. Es el guiño de Bradbury hacia la alienación a la que nos somete exhibir nuestra vida hasta las mismas tripas, ¡lo pensó antes que los mismos creadores de Facebook!

Fahrenheit 451 (1966)

Junto a este, hay párrafos tan visionarios que hielan la sangre, el mundo camina hacia su debacle porque ha suprimido la memoria, el pensamiento, la controversia. En el camino que llevó a este extremo, las carreras universitarias se abreviaron, los campus se vaciaron, los profesores y catedráticos acabaron siendo prófugos, la cultura universal se redujo a un folleto, después un párrafo, un pequeño resumen cargado de ilustraciones. "Los años de Universidad se acortan, la disciplina se relaja, la Filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, completamente ignorados. La vida es inmediata, el empleo cuenta, el placer lo domina todo después del trabajo. ¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?" (pág. 65).

En el sumidero por el que desaparecen las huellas de los hombres, se ha perdido también el recuerdo de sus errores, entre ellos: la amenaza nuclear, la crueldad de la guerra. Aquí es donde más se deja notar que el autor ideó su fábula en plena Guerra Fría.

Como Orwell, como Huxley, Bradbury utiliza una ficción futurista para hablar del presente y sus brechas. Son las famosas distopías, un género que se cultivó para alertarnos de los peligros de someterse a sistemas totalitarios, de aceptar fórmulas de vida “feliz” que otros idean por nosotros. Lo que distingue a Fahrenheit, lo que la hace especialmente sobrecogedora, es que Bradbury prescinde de un dictador para hacer viable tanta sumisión. Aunque la sombra del fascismo se moviliza en nuestro imaginario cuando se nos describe la quema de libros, en esta fábula no hay un poder externo que someta al pueblo. Es el mismo pueblo el que se vacía de contenido, se desprende de su raíz, su diversidad, su herencia. Se despide de valores como el esfuerzo, el sacrificio. De aspectos incómodos como la duda, la discrepancia, el escepticismo, la diferencia. Camina de forma complaciente hacia un mundo uniforme y plano donde todo se ingiere de forma bulímica, precocinada. Todo se edulcora, se ofrece para el consumo rápido y fácil. ¿Quién no se ha dado cuenta aún de que todas las ciudades se parecen hoy al mismo aeropuerto?

He vuelto a leer la novela tras fracasar en el intento de que lo hiciera mi hijo de 12 años. La leíamos juntos, pero acabé yo sola. En verano le persigo con los títulos que yo leí a su edad porque me aterroriza ver cómo engulle tecnología, información fatua, vídeos de gatitos, gente que exhibe sus resbalones, sus caídas cómicas. En la escuela no le va mucho mejor: se ha suprimido la filosofía por la economía, los valores por las cifras, las horas de parque por las prisas, los chats, los madrugones, la acumulación atropellada de deberes que le hastían. "Leer no me apetece, mamá", me dice cada noche, y yo apago la luz rendida, sintiéndome en las filas de la resistencia que imaginó Bradbury, calentándome las manos alrededor de la misma hoguera. Asumo que los libros no pueden competir con aquello que le seduce y le narcotiza tras una jornada que parece la de un ministro.

Hoy en día, en pleno siglo XXI, el papel agoniza lentamente sin que concurran las lenguas de fuego que imaginó el genial americano. En su lugar, el soporte digital ha colonizado nuestras “bibliotecas” convirtiéndolas en nubes de datos, intangibles y vastas, abrumadoramente extensas. Se nos dice que están a buen recaudo, pero es difícil creerlo después de leer Fahrenheit 451. Quién puede dejar ahora de imaginar un inmenso “apagón”, ¿por qué no?, un desliz informático podría aniquilarlas con un golpe de tecla.



Enlaces recomendados:

http://cultura.elpais.com/cultura/2013/07/01/actualidad/1372709103_285396.html

http://blogs.elpais.com/amores-imaginarios/2013/10/un-mundo-sin-libros-farenheit-451.html

Edición utilizada para las citas: Debolsillo. Edición de 2009.
174 págs.  http://www.megustaleer.com/editoriales/debolsillo/NB


lunes, 21 de septiembre de 2015

Euskadi, un corazón zurcido.





Día 1. Ametzola a 30 por hora.

Los tópicos son tópicos porque siempre funcionan: la lluvia desde la ventana es una garantía de tranquilidad. Oigo el crepitar de las gotas tímidas sobre el valle de Zeberio, a 30 km de Bilbao, y es todo un imán para los sentidos, que se han precipitado a abrir esta ventana bajo las vigas añejas del caserío y se amansan nada más sentir el aire renovado que invade la habitación.
Acabamos de llegar de Valencia y empezamos las vacaciones en Ametzola, la casa rural de Mikel. Arranca el mes de agosto, pero bajo esta luz tan mullida parece mentira que las pupilas dolieran aún por la mañana de tanto sol mediterráneo. El paisaje del norte dulcifica el gesto, hemos paseado hasta la ermita con el tumulto de nuestros niños hiriendo la respiración del valle y ha sido un lento bucear, como un braceo tranquilo en un mundo de algas donde nuestro verano parecía un sueño abruptamente roto.




Prometimos volver a Ametzola después de una nochevieja en la que la conversación cálida y los pucheros de Mikel nos arrebataron para siempre. Compruebo que todo permanece igual que en aquél diciembre de anoraks abrochados hasta arriba y el camal de los vaqueros arruinado de correr campo abajo. 



Nada ha cambiado, la permanencia actúa como otro bálsamo para la prisa que dejamos atrás, dar con un paisaje inmutable es como una vuelta a los veranos de la infancia. Lo único que ha cambiado son dos tumbonas huérfanas que Mikel ha colocado en el jardín y se oxidan despacio entre los frutales, parecen como un pie de texto gratuito que dijera “se descansa, es verano”.


La casa mantiene su gravitación hacia dentro, te traga sin remedio, como la barriga de la ballena pero libre del desasosiego de Pinocho. La reformaron Mikel y Belén con sus propias manos durante dos décadas y el mimo puesto en cada detalle es un homenaje a la vida de sus primeros dueños, a la inercia lenta de los antepasados, al sacrificio de sus horas con el horno de pan, con la plancha de hierro, con los aperos para los animales. Enseguida se encandila uno en el viaje por los siglos. Recorre uno la escalera de vigas recias y brota el deseo de contagiarse de ese aislamiento, de esa aspereza,  porque prometen una paz que cuesta tanto encontrar en nuestro correteo exhausto. Pero basta con dejar correr la ducha caliente por la piel asombrada y el espejismo de paz enseña su trampa: no estamos dispuestos a renunciar a ese grifo que se abre solícito, al refugio de la calefacción, a la inmediatez de un viaje en coche o una noticia en la tablet. Las horas morosas de nuestros antepasados hay que recuperarlas desde dentro, una tarea que empieza en uno mismo, impulsada por las vacaciones pero sin limitarse a ellas.
He fotografiado con el móvil una señal de 30 por hora que se deja llenar de musgo al borde del jardín: la intentaré recordar en los momentos de vértigo.  




Día 2. Historia de un clavo

Tiene cabeza, cola y una zona de transición que llaman vástago. Los herreros los han hecho de la misma forma desde la Edad de Hierro y éste de El Pobal, a pocos km de Muskiz, nos lo muestra con un cuidado casi voluptuoso, que contradice la brusquedad esperable en el gremio.



Hemos venido con nuestros nueve niños a esta herrería-museo que se mantiene con energía hidráulica y aún abren la mirada asombrados por el estruendo del martillo pilón o la barra de metal incandescente. Les han repartido unas gafas de protección que entusiasman sus ojos redondos pero no evitarán que pronto pierdan la atención. De momento, mantienen la mirada fresca como las chispas de luz que surgen del fuego y llenan la penumbra de mariposas eléctricas. El herrero extiende su explicación, apoya sus frases fluidas con el bullicio de sus brazos, que manipulan con destreza las brasas, las pinzas y el martillo. El cilindro incandescente que será un clavo aún no es más que una barra de “plastilina” naranja y la comparación ha hecho sonreír a los pequeños, que también se han sentido dioses cuando la han hecho rodar por el pupitre antes de darle la forma de su capricho. Mientras golpea el metal atrapado contra el yunque, se nos recuerda la extensa vida del clavo desde las sandalias de los romanos a las carabelas de Colón, pasando por los barriles de aceite de los balleneros vascos en Terranova y por las puertas de todas las casas. Insospechadamente, el pequeño engarce de metal se nos ha impuesto como sostén de la Historia, ha apuntalado todas las empresas de la humanidad, desde las más banales a las más paradigmáticas. En mi recuento personal, incorporo los clavos de Cristo, ¿también partirían de una fragua vasca?
Cuando la explicación termina y los niños se liberan alegres de sus filas, me acerco al herrero y le insisto a Manuel en que coja el clavo. Quiero que lo palpe, lo sienta, que perciba el frío del metal y el tirón de sus 200 gramos. Sin la historia de las cosas, el apego por ellas desaparece, la revolución industrial nos ha convertido en una legión de bulímicos que engullimos lo que nos rodea sin apenas reparar en su origen ni en su función, sin ni siquiera necesitar lo que devoramos. Enseguida reclamamos un rápido recambio. Y quien, nostálgico, desarrolle un vínculo con las cosas e intente retenerlas, enfermará porque son tantas que forman una monstruosa avalancha.
El clavo que sostiene Manuel no es bonito ni sofisticado, pero ya tiene alma porque hemos asistido a su nacimiento, aspiro a que mi hijo la encuentre en su tacto, en su peso específico, en su temperatura. “Vámonos, mamá, ¡que ya se van todos!” Y lo único que le convencerá es que aguante un minuto más para sacarle una foto.


Nos despedimos del herrero en un agradecimiento seco, sin ceremonias, y el guía del museo toma el relevo. Seguiré pensando en él mientras la visita se extienda hasta el agotamiento, cuando los niños empiecen a sentarse por los rincones o a estallar en pequeñas disputas por las salas del museo. Me ha embelesado la destreza de sus manos, la precisión de unos movimientos mil veces hechos, afinados en cada repetición, como los de un bailarín experto. La era en que vivimos nos ha vuelto desdeñosos hacia el trabajo manual, pero hemos perdido algo muy valioso en ello. No puedo imaginar a un herrero tradicional robándole horas a la jornada en un almuerzo ocioso o en un viaje clandestino por internet, jugando al gato y el ratón con su jefe. Un trabajo artesano prescinde del horario y del jefe, prescinde incluso de los honorarios. He visto en las manos del herrero una suerte de meditación a través de la tarea, una abstracción tan limpia que prescinde del tiempo y del resultado. Qué reliquia, y qué privilegio. Como las seis horas de Mikel anoche con la carrillada de la cena. Los niños, que no saben ponerle palabras a lo bueno pero sí emociones, ya se me cuelgan del brazo “¿qué hay hoy para cenar, mamá?”

Día 3. Guggenheim y el vértigo del siglo. Del acero al titanio.

Elegimos el domingo para desembarcar en Bilbao con nuestro pequeño rebaño, les dejamos trotar por los márgenes de la ría hasta el museo. En la pasarela de Calatrava, le robamos una foto de grupo a la cerrazón del cielo, que iba variando desde el picor de los 30 grados hasta los chaparrones imprevistos, que nos hacían correr con la boca del jersey en la cabeza.
El titanio del Guggenheim resplandecía como reclamo desde la distancia y atraía la marea de visitantes hacia sus imponentes aristas, que flameaban como las velas de un bote encallado en ría. Frank Ghery se inspiró en las sacudidas de los peces que habitaron su infancia, esbozó las líneas del edificio sin despertarse del todo de esa franja intermedia entre el sueño y la memoria. Los milagros de la tecnología hicieron el resto.




Todos hemos recorrido las tripas del edificio con el audioguía colgado al cuello y la mirada concentrada, incluso algún curioso, como Miquel, confesaría luego que acarició el recubrimiento de la pared obedeciendo las instrucciones de la máquina. Hay un movimiento incesante en las paredes del atrio que te atrapa nada más entrar, silenció a los pequeños y nos hizo caminar a todos estirando el cuello y palpando el metal y el cristal, como sonámbulos perplejos, caminantes en duermevela.




La exposición de Richard Serra alargó la estela sinuosa de nuestros pasos, fue lo que más encandiló a los niños, que completaban las parábolas del acero con la viveza de sus carreras. En la primera planta, una retrospectiva de George Braque que invitaba a recorrer el vértigo de las vanguardias en el filo del siglo XX. Los cuadros eran bellos, inquietantes, pero la extrañeza que causaron en su día no se capta bien en zapatillas, debería exigirse corsé y sombrilla para visitar la exposición, reloj de cadena y un buen bigote fin-de-siècle. La retina de nuestra generación ha incorporado ya sin sorpresa esas geometrías esquemáticas, planas, esa ruptura de perspectiva, esos trazos bastos y violentos, de manera tan natural que hasta te encuentran en la taza del desayuno, en el motivo de una camiseta o de la cortina de la ducha. Todos los caminos de la representación parecen ya expoliados, la indagación vetada, como una mina de carbón sellada tras el expolio.
En la planta baja, una video instalación donde un autor finlandés ponía en marcha la multi-perspectiva simultánea de varios músicos tocando una melodía común. Hacían sonar una especie de mantra lacónico que casaba bien con las estancias decadentes de la mansión abandonada donde actuaban. La ocurrencia era ingeniosa, sugerente, pero no pude evitar preguntarme qué hubiera hecho George Braque con tanta tecnología en sus manos, cuál hubiera sido el salto cualitativo que nosotros no sabemos dar.
Para no hastiar a los niños y a sus estómagos ansiosos, abandonamos el museo de camino a unas pizzas rápidas que devoraron a la orilla de la ría. Un sector privilegiado nos permitimos unos pinchos en el casco viejo, antes de emprender un trayecto en metro hasta Neguri que prometía playa y villas residenciales. No nos hartamos de criticar el capitalismo y sus lacras, pero acudimos fascinados a recorrer el halo de privilegio que se abre en el barrio de la primera burguesía industrial, a respirar la exclusividad de sus jardines, sus macizos de hortensias, el silencio intuido entre sus muros de piedra húmeda. De nuevo la nostalgia por el corsé que no oprime, por los botines que no rozan, un vuelco al pasado que se instalaría con más fuerza en Donosti al día siguiente.
El paseo marítimo dejó caer helados y granizados y los pequeños mitigaron la frustración de no subir a la feria instalada junto a la arena. Conocimos las callejuelas del Puerto Viejo y una taberna añeja que nos tuvo imantados un largo rato junto a los escalones, paladeando la panorámica de la ría al completo. Manolo se despidió con ganas de haber probado un bacalao en las mesas de madera, respirando el yodo de la ría y la última brisa del sol poniente, pero eso forma parte de otra crónica que ya llegará. Como él mismo dijo con acierto, lo que importa en los viajes es dejar una estela de experiencias por completar, que siempre lanza el anzuelo de la vuelta.

Día 4. Donosti, una playa de película.

En la memoria de los niños, San Sebastián será un arenal vasto, templado, sembrado de pequeñas charcas de agua abandonada por la marea en su retracción y donde los pies descalzos no captan aún el frío del Cantábrico. Un rectángulo en la arena que los chicos dibujaron con los talones antes de echarle el pulso a un puñado de vascos fibrosos, con tanta ansia de fútbol como nuestro gran equipo. Un difícil empate que dejó a la vista un rectángulo oscuro de arena batida durante horas, una irritación efímera por no seguir el partido y un par de lesiones no confesadas, sobre todo en los tobillos de los padres.
Rocío y yo improvisamos un baño entre las olas suaves de la bahía y desistimos del trayecto a nado hasta la plataforma de los toboganes. La ducha helada que hubo que enfrentar después quedará sellada también en el fondo del recuerdo, porque les hizo brincar y gritar estremecidos.
No olvidarán la playa despellejada por la marea ni tampoco la frustración de las atracciones en Igeldo, donde subieron con cuentagotas. Un trenecito rancio al ras del acantilado, unas casetas de tiro con el mostrador despintado y unos cuantos caballitos pony para coronar tanta melancolía. El cobro por acceder al esplendor perdido de esta feria enclenque era tan abusivo, que tomamos las fotos panorámicas con una sonrisa ajada y nos alejamos medio espantados. Los niños tenían una hora de coche por delante para decidir si era cierto que subirían a todo, incluso al laberinto, pero a la “vuelta”.   

Día 5. Despedida.



El valle de Zeberio es una estampa de postal. Cuando deslizamos los coches carretera abajo, hay que abrir las ventanillas para que la frescura de los helechos nos roce la cara, nos incluya en el resplandor verdoso. Examino las hileras de troncos en la esperanza de entender lo que ofrece el bosque, tan frondoso como un interrogante sin contestar. La altura de las copas es como la cúpula de una catedral, te achica y te sobrecoge igual que el abrazo de Mikel, recio e inmenso como sus árboles. Un hombre que abraza como un tronco, una casa como un sendero en el bosque, tramada de vigas que te encuentran como el ramaje mismo, el calor de Belén y el olor de su caserío, impregnado de pucheros lentos como la lluvia tenue y permanente. La vida se contagia de vida en Bizcaia, bajo el susurro de la lluvia, que es como un habitante silencioso, todo se aúna y se cierra en sí. No es difícil entender su deseo de independencia, su identidad cápsula, su amor por hablar una lengua que es un puro jeroglífico. Su antiguo celo y su violencia, que ahora parece por fin aplacada, pasto para la Historia.



Hemos llegado al corazón de esta tierra en tiempos de reconciliación, de abrir la cabeza y entenderse, de dejarse calar por lo que nos hace iguales, y todos hacemos el esfuerzo por abrir bien los poros. En la tertulia distendida de la cena, después de que Mikel exponga su visión descorazonadora de la economía global, Rafa y él derivan al nacionalismo vasco y acaban en un duelo de espadas que es pura esgrima, cortés y ágil, bienintencionada. Sin embargo, el espíritu de la vieja discordia no está tan lejos en el tiempo y yo me acuesto con el recelo de haber herido la sensibilidad de nuestro anfitrión. “¡Egunon!”, nos saludará a la mañana siguiente, desprendido por completo del debate de la noche anterior, con su limpia hospitalidad de siempre. Conoceré, incluso, que el debate sobre la soberanía de los vascos se repite con cada huésped, incluso con aquellos “españolistas de Valladolid, a los que convencí de lo nuestro”. 



Me enternece su candidez, su apasionamiento. Si hubiera sido detective, hubiera sido Wallander, el cincuentón sentimental que mal cuida su diabetes y se repone a trompicones de sus brechas personales, pero se nos hace encantador con su lealtad, su romanticismo y su brillante intuición. Como un adolescente tardío, Mikel no ha tenido empacho al confesar que se enamoró de Belén “como un crío, pero a los cuarenta” o que lloró abrazado al “gitano” que le había dejado a deber una fortuna durante cinco años. Y qué decir de su vanidad nacionalista, ese afán por que le alabes su comida única, sus bosques inacabables, su idioma singular e irrepetible. Ese orgullo tan rígido que al guía que nos enseñó la fragua le hacía resbalar hacia extremos patéticos. Estos vascos enseñan un corazón tan recio, tan verde, tan sin gastar que no le faltan sus riesgos, la historia de este país los ha sufrido. Pero Mikel es de los que supo quedarse en la frontera donde sólo brotan las palabras, vuelca su furia en la pasión de las consignas, las dispara como una nube de flechas sin más carga que la terquedad de un niño, un niño inmenso.




Ese es el interrogante que se cierra, el misterio del bosque desvelado. Cuando le escucho, siento que acabo de clavar un alfiler para siempre en el mapa: en el corazón de Zeberio, donde está Ametzola, en el corazón del caserío, donde está Mikel, y en su corazón zurcido, donde palpita la respuesta que yo estaba buscando. Su latido, remendado por el prodigio de la Uci y la sinvastatina a megadosis, parece la materia prima de este empedernido pueblo vasco. 




jueves, 7 de mayo de 2015

Desgracia. J.M. Coetzee.


“Desgracia”, de J. M. Coetzee


Desgracia no parece literatura, sino un pedazo de la vida misma, implacable y grandiosa a la vez. Cuando uno llega de la mano de Coetzee a la última línea y se toma un minuto reverencial para absorber el impacto, al minuto siguiente habrá abandonado las ganas de escribir, las ganas de abultar el número de páginas superfluas que siembran las librerías. En una novela como ésta está contenido el mundo como en el número áureo de los judíos. Todo está bien. Alrededor reina un equilibrio limpio, sencillo. Como cuando escucho las variaciones Goldberg en el coche y el paisaje en el parabrisas se asienta, se ordena de una forma fácil. La belleza de las obras maestras tiene esa cualidad, serenan el espíritu, le concilian a uno con el dolor y el caos de participar en la vida y pelear día a día para que esta broma cruel tenga sentido. Cuando aún está uno inmerso en ellas, se roza la sensación de verse salvado de la muerte, se confunde uno con la obra, entiende por qué se le llama inmortal a un conjunto de 270 páginas impresas.
Desgracia es una novela sobre el amor o sobre la incapacidad para el amor. No puede haber una buena pieza de literatura sin amor, sobre todo si se trata de una novela, un edificio que calca al milímetro las fortalezas y debilidades de las personas que se mueven por él. Freud decía que la salud mental radica en la capacidad de amar y la capacidad de trabajar. El ejemplo de David Laurie, el protagonista, desmiente esta segunda acepción y la reduce a la primera, porque su incapacidad de amar le hace perder el trabajo. La salud implicaría pues, según Coetzee, la mera capacidad de amar.
Pero Laurie no hace más que trastabillar en el intento. Después de perder su empleo como profesor de literatura por un idilio desafortunado con una universitaria, viaja a la Sudáfrica profunda para tantear el cobijo que le pueda dar la única mujer de su vida a la que no ha devastado con su soberbia y su fogosidad sexual: su hija Lucy.
Lucy, en sus veintipocos años, se ha logrado asentar en una granja en la que vive cultivando flores y acogiendo perros. A pesar de los envites de una vida que no se le adivina fácil a sus espaldas, ha encontrado su lugar en el mundo y se ha forjado un carácter dulce, sólido, capaz de ofrecer mucho más amor del que haya podido recibir de su padre. Está a años luz de él. A pesar del largo periodo en el que no han estado en contacto, le recibe con naturalidad, le escucha de una forma llana, sin aleccionarle, sin afectación tampoco.
El punto de inflexión en la novela se produce cuando unos africanos les asaltan en la granja y dan cuenta de la indefensión de Lucy, de lo arrogante de su proyecto: una mujer blanca y soltera no puede sostenerse sola en el corazón de África, desafía las leyes de la tierra, las normas que los africanos se dieron durante siglos, antes de que el hombre blanco irrumpiera con las suyas y las impusiera a la fuerza. Lucy es como un injerto exótico. Tendrá que pagar una cuota por ello. De momento ha perdido la dignidad, más adelante puede perder incluso la vida.
Es muy interesante asistir a la reacción del padre ante la asunción de que su hija, en tanto que es mujer, está expuesta a la violencia del hombre. Después de haber forzado a muchas de ellas, la última de todas con el uso y abuso de su autoridad, Coetzee le trata a David con su misma medicina. Ahora es él, a través de su hija, el que ha sido violentado. Un revulsivo moral que, contra todo pronóstico, no obra el cambio completo en él.
En una novela convencional, nuestro protagonista hubiera hecho un giro hacia la humildad y el perdón. Coetzee, como un ventrílocuo hábil y despiadado detrás de sus criaturas, nos concede un cambio modesto: Lurie se humanizará, acudirá como voluntario a la protectora de animales e irá a pedir perdón a la familia de la estudiante ultrajada. Pero esta no es una novela convencional, como la vida misma no lo es tampoco. Coetzee se encargará de mostrarnos que la redención nunca es lineal, que una palabra de perdón no repone un mundo hecho trizas, una inocencia rota para siempre. Y que el causante de tanto dolor es también víctima de sí mismo y del deseo que reflota en él como las metástasis de una descomposición interior. Lurie acude a la obra de teatro donde actúa la chica sin saber muy bien qué le mueve, pero su novio es capaz de ver su pelaje de lobo en la oscuridad y de echarle a patadas. Lurie tendrá que aplacar su deseo con una prostituta que hace la calle.
Este es el segundo punto de inflexión que abre la  novela hacia su desenlace. Aquí, el lector alberga ya pocas esperanzas de que el protagonista encuentre su lugar en el mundo, pero le mueve el ánimo tan humano de que la vida sea “otra cosa”, de que Lurie acepte por fin la derrota y compadezca a alguien de forma sincera, a alguien de carne y hueso, más allá de la Teresa, amante de Byron, que se lamenta en los linderos de su imaginación y que es un trasunto de sí mismo, llorándole al advenimiento de la vejez y a la extinción definitiva de su vigor sexual.
Lucy sería la primera candidata. Pero ha hecho una identificación con los violadores para esquivar el dolor inicial, para contener su rabia. Se inhibe de condenarlos y esto enfurece a su padre. Antepone así su deseo de ser adoptada por esa tierra, de dejar de ser una extranjera. Concebirá un hijo de ellos como acto de comunión. Pero David está lejos de aceptar tanto agravio. Su soberbia le alejará de ella.

Sólo le quedan los animales. Esos perros con los que, en un escalón al ras de la inclemencia, puede compadecer y salvar porque, y aquí Coetzee coloca su última banderilla al lector, están ya muertos cuando él les devuelve la dignidad. Se ha convertido en un ser mejor del que era en las primeras páginas. Ahora por fin es capaz de mostrar ternura, pero el requisito es que la criatura esté inerte, incapaz de devolverle una gratitud que pondría en peligro su desapego total hacia el mundo.

jueves, 9 de abril de 2015

Formentera, balcón desnudo sobre el Mediterráneo

Faro de Barbaria o el vértigo de la muerte




La primavera nos había desembarcado en Formentera dominados por una mezcla de pereza y avidez de excitación, el día salió frío y dejamos el Bahari amarrado para explorar tierra adentro. 
El límite de la isla se abarcaba en un viaje breve, en media hora escasa de carreteras modestas a una velocidad antigua, rodeadas de campos cercados en piedra e higueras de brazos torcidos que los payeses apuntalan con estalons, sus ramas buscan así la horizontal y el ganado puede aglutinarse a su sombra. 

higuera de Formentera

El cap de Barbaria era una excursión obligada en semana santa. No había estos días una atracción que compitiera con el faro. Sin el trajín desbocado del verano, tan sólo nos cruzábamos con la rutina de los pocos autóctonos mezclada con la expresión tostada de los jubilados europeos y unos cuantos hippies desnatados. Los pocos turistas que merodeábamos por la isla habíamos aprendido pronto a reconocernos las caras en cada polo de la isla.
El coche alquilado rodaba suave por el asfalto y comprobamos los colores de abril a ambos lados de la carretera. La naturaleza emitía un acorde lento e invariable de flores silvestres que convertían los campos en un tamiz amarillo. El camino a Barbaría se estrechó hasta obligarnos a adoptar la velocidad de los ciclistas, un solo carril que se anunciaba como último, sin encrucijadas posibles, despojado, definitivo.



Pronto la vista perdió también el bosque y el sotobosque, el terreno se hacía árido a los lados a medida que el faro, solitario y grave, ganaba protagonismo en el parabrisas. Se hizo inevitable mencionar a Paz Vega en “Lucía y el sexo”, el fotograma de la joven que se imbrinca en el paisaje de la Formentera y acaba asimilada a su luz y su voluptuosidad.







  • Lucía y el sexo : foto Julio Medem, Paz Vega


El cielo era una retícula de nubes que reproducía la misma huella del oleaje en el fondo, el mar se removía bajo las rocas como una insinuación de fuerza contenida. El día era inestable y la luz se nos ofrecía a fogonazos. 






Fotografiamos la silueta del faro en contrapicado y a alguna gaviota que galanteaba por el murito con movimientos precisos, arrogantes. Cuando tomaban el vacío con las patas recogidas como un tren de aterrizaje parecían planear por un riel invisible en el aire, nos arrojaban a la cara nuestra condición terrestre. Como las sargantanas azules, como las matas agarradas a la roca, carecían del vértigo. Nosotros, esclavos de la gravedad y dominados por la fascinación del acantilado, bajamos hasta su mundo como torpes intrusos.
Manuel se entusiasmó con la cueva. Descendimos a través de un poro oscuro abierto en la roca caliza y la penumbra nos derivó a un mirador natural donde pudimos sentir más de cerca la succión del vacío a nuestros pies. 



Entonces lo supe. Entendí por qué todos los faros nos aglutinan a su alrededor como sonámbulos, nos despiertan esa extraña excitación que nos retiene junto a la roca vertical y nos vacía la mente, nos abre un interrogante que siempre requerirá una nueva visita.
El faro, las torres de vigilancia, con sus leyendas de naufragios y amenazas barberiscas, representa nuestra torpe maniobra para conjurar la muerte, para desafiar a la naturaleza en su versión implacable. Es lucha pero también es la estación final, el momento en que la carretera se acabará y sólo quedará el último paso adelante. Esa gravitación, esa llamada, nos recuerda que la vida se corta a tajo contra un mar que se remueve incansable bajo los pies.
El filo de la roca es el límite donde la naturaleza nos reclamará tarde o temprano. Donde volveremos a ser gaviota, sargantana, aire cargado de salitre, mata que respira el garbí y que se mece incansable sobre la pared, la calma y el temporal erosionando despacio un balcón vertical sobre el Mediterráneo. 








Es Palmador

Es Palmador no hay que contarlo desde los ojos, se cuenta con las plantas de los pies. Apenas bajamos de la barca hinchable, mis plantas se estremecieron con el agua fría de esta primavera que lucía radiante, pero días atrás había deshecho nubes negras sobre la arena, remolona, caprichosa, ida.
“Mamá, es como si fuéramos ricos” dijo mi hijo nada más parar el motor del Bahari y escuchar el campanilleo de la brisa agitando los obenques . El tiempo se detenía en Es Palmador y Manuel lo captaba con estas palabras. 
La sensación hizo la isla adictiva al instante. 




Se trata de un pequeño arenal, inmaculado y claro, con los extremos festoneados de roca y arrecife. Más que isla islote, breve e intacto, eslabón que se alarga entre Ibiza y Formentera como un capricho en el trazo, un punto suspensivo.
Hacía tan buena mañana que los barcos fueron llegando desde San Antonio o la Sabina para clavarse en el agua turquesa como banderines alegres, con aire dominguero. Hinchamos la barca y el fueraborda ronroneó solícito el camino a la orilla que ya sabía a ojos cerrados, como los pies de mi 
hermano. Cada vez que navego con él, me invade la convicción de que él y su barco son un mismo cuerpo y una misma memoria, un ente común extendido en diversas sucursales.




El agua tomaba la orilla con un desmayo transparente, incitante, como un fino encaje blanco que emitía destellos sobre la arena. Un reclamo difícil de resistir para mis plantas secas, que no esperaban el agua fría. Enseguida huyeron con un requiebro de pececillos para buscar la arena tibia. La agitación del invierno aún se escondía bajo esta estampa de calma estival, de vida regalada, de tregua para siempre.
Después fue el tacto de la arena tersa hasta las dunas, con el rumor del agua llevándonos aturdidos más y más lejos, impelidos a dibujar todo el perímetro de la isla. Las plantas, acostumbradas ya al agua cortante, podían ya coquetear con la arena mojada y alternarla con el crujido sutil de las costras que precipita la marea. Nuestras huellas, tan ajenas al trazado de las gaviotas o a la estela sutil de las sargantanas, eran un sello violento en el dibujo intacto del viento y la sal. Manuel buscaba acoplar sus pies de doce años a la oquedad que abría su tío en cada paso, medía con excitación la distancia que media entre su dedo gordo y el de él, incluso  le hizo una foto a su huella. Sin saberlo, se asomaba embriagado a las formas del adulto que ya germinan en su esqueleto adolescente, como si calculara el hombre en quien desea convertirse y meditara el vértigo de dejar atrás su infancia para siempre.




Cuando tomamos la cima de las dunas, el silbido del viento cortaba los oídos y la vista se empachaba despacio de la panorámica completa sobre la isla, pero las plantas de los pies pedían ya su rodaje voluptuoso duna abajo. El Rey de la Duna, que implica luchar por el dominio de la cima, fue el juego que embelesó a Manuel y que nos ha estado llenando de arena los bajos del pantalón a dos generaciones. Desatendí mis plantas mientras la gravedad me hacía rebozarme duna abajo con la arena impregnando el pelo y los ojos, hicimos carreras, gritaba con la aceleración hasta llenarme la boca de arena. Hubo que repetirlo varias veces, ¿qué otra cosa había que hacer en todo el día? No podíamos parar de reír.
De vuelta al barco, planificamos un arroz con verduras y algas y una nueva excursión al torreón de vigilancia. Caminé hacia la orilla con pasos largos y basculantes que se hundían en la falda de la duna y sentí la raíz del arenal reclamándome, sujetándome los tobillos, reteniendo el paso. Masticaba arena entre los dientes.





 Es Palmador ya me había englobado en sí.





Links:

Formentera

 http://www.formenteraisla.es/higueras-en-formentera/

Lucía y el sexo. Película de Julio Medem, 2000.

http://www.traveler.es/viajes/rankings/galerias/100-peliculas-que-dan-ganas-de-viajar/358/image/16675

http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-41116/fotos/detalle/?cmediafile=18820592

viernes, 27 de febrero de 2015




El laberinto de Capote

                                                           Soy alcohólico. Soy homosexual. Soy un genio.

                                                                                                          Truman Capote



A sangre fría es una novela-suctor que te devora a lo largo de más de 400 páginas. Cuando terminas, el libro te escupe de nuevo al mundo como los túneles de lavado: transformado y perplejo. Es difícil imaginar entonces cómo entró uno en la primera página, cómo lo haría Capote en el 59, liviano y lleno de excitación, un suceso a cubrir para el New Yorker y la intuición de una buena novela detrás de todo el revuelo levantado por un crimen. Herb Clutter, el buen granjero, asesinado junto a toda su familia de una forma inesperada, cobarde, absurda. Capote empezó a seguirle el rastro a esa escena e ignoraba aún lo que iba a encontrar de sí mismo en la anatomía minuciosa del asesinato. Capote famoso, Capote genial, no sospechaba el encuentro con Perry y sus pies.
Unos pies diminutos, mestizos, que le perseguirían para siempre en el recuerdo.
Los verá colgando en la silla del interrogatorio o en sus últimos veinte minutos de el Rincón, cruzando las fronteras de todos los Estados, plantados frente a su padre que le apunta y dispara con una escopeta descargada y luego rompe a llorar tapándose la cara, años antes de no estar junto a su hijo en la soledad de los trece escalones. Perry, el niño díscolo, sufriendo la brutalidad y la ignorancia de una cherokee bella pero borracha y un irlandés botarate e imprevisible. Se entregaría al caos con su inocencia de cinco años, dejando mensajes de auxilio en la cama mojada de un reformatorio brutal, creciendo sin criterio. Un niño que se obliga a sí mismo a mezclar lo real con lo irreal (una forma más de esquivar los golpes), a confundir los tesoros hundidos con las autopistas del desierto, la sonrisa de su enfermera con la sonrisa traidora de Dick, el pájaro amarillo y la cara de Nancy antes de volverse hacia la pared para esquivar el cañón de la escopeta, “¡no!, ¡no!, ¡se lo ruego!, ¡no lo haga!”.
Como residuo de todo este naufragio (“No sirve de nada que pida perdón por lo que hice. Hasta está fuera de lugar. Pero lo hago. Pido perdón”), las cajas de cartón con sus pocas cosas atadas dentro, un nudo que no es doble, flotando en la soledad de las oficinas de correos, un box numerado en las Vegas como único centro donde volver.
Y el dolor de Perry por una guitarra Gypson perdida en Méjico será la última despedida importante de veras, su consternación por unas cajas con fotos y libros sin sentido aparente será más profunda que sus últimas palabras frente a la horca.
Capote lo entiende muy bien. El cojín con las letras “Hawai” ha sido el único tesoro. Lo ha encontrado en el fondo de un mar que no es el de los mapas, pero que tampoco perdona al que no sabe bucear en él.
Cuando la Ley haya silenciado a Perry, será Capote quien estire su voz, el escritor que tampoco bucea bien pero sabe bracear un poco con sus palabras. Ha pasado seis años dejándose desarmar por el relato disgregado y veloz de Perry, por el pequeño Truman de acento sureño resucitado en sí mismo y amenazando con borrar todas las capas de pintura superpuestas. ¿Quién le dice a él por qué cogió la pluma y no una escopeta?, ¿tienen los desheredados una escala dentro de la desgracia?, ¿ o es simple cuestión de azar el que uno de ellos apunte con un cañón recortado y el otro con una retórica mordaz? Sin duda, Capote está protestando contra la ignorancia y la brutalidad sufrida también por él en un lugar perdido del Sur, demasiado parecido a Holcomb, cuando sus padres iban y venían de él y su falta de cariño, y de criterio, y de realidad. Una época en la que él también hizo de lo irreal una revelación, un refugio, y sus historias empezaron a crecer por encima de él y su dolor profundo, Capote cogería fuerza frente al pequeño Truman y casi parecería que el mundo fuera buceable para él, un niño pequeño que moja la cama en un lugar olvidado del Sur y está muerto de miedo, y de añoranza y de soledad.
Seis años que se demoraron hasta la ejecución de los asesinos y que debieron de enloquecer a Capote-Truman, girar sin rumbo definido. La horca era la única forma de empezar el duelo, de cerrar (si es que ya era posible) esa trampilla indómita que habría abierto hacia el infierno de sí mismo.
Y, ¿después qué?
Solo con su gran mentira, construida palmo a palmo por él mismo, una lluvia de halagos y de privilegios, una marea de gente poderosa y casi inmortal haciéndole llamar ( no a él, sino a su creación), una familia adoptiva quizá, efímera pero familia al fin. En definitiva, un niño grande y triste con una obra maestra entre las manos, un juguete espléndido y deseado pero nadie para compartirlo.
Una nueva forma de soledad.
El resto del camino sin nadie otra vez, solo hacia un destino que se acerca al de otra madre bella y borracha de final trágico, una madre a la que habrá que dejar de esperar porque el alcohol y los somníferos se la habrán llevado definitivamente a un lugar imposible, allí donde quedó engullida la infancia, junto a un gran pájaro amarillo que tiene las alas rotas y ya no vuela hacia el paraíso. 

lunes, 12 de enero de 2015

Canfranc, el Titanic de los Pirineos


En los Pirineos, a tan poca distancia del país vecino, se hace inevitable sentir la excitación de la frontera. Se trata sólo de una línea roja en el mapa, una abstracción creada por los hombres  para ordenar nuestra convivencia, contener nuestro instinto depredador, delimitar identidades, signos de pertenencia.

En Canfranc, a tres kilómetros de Francia, el pueblo entero se nutre de su condición de frontera. Cuesta pensar que el aire sea distinto a uno otro lado del túnel de Somport, el túnel que facilitó el tráfico ferroviario a través de la cordillera. Cuesta pensarlo porque no lo es.

Lo que sí es real es la vida que se aglutina alrededor de este paso fronterizo; en Canfranc, en los albores del siglo XX, dio lugar a una estación emblemática, la Estación Internacional de Canfranc o “Dama de los Pirineos”. La hipérbole de la época la señalaba como “la segunda estación de ferrocarril más grande de Europa” y nadie se molestó en contrastarlo. Interesaba que este edificio de dimensiones titánicas intimidara a los visitantes extranjeros y les invitara a pensar en España como un país moderno, dinámico, pujante.

La España de 1928, nada menos. Sumida en el atraso, la incomunicación y la superchería. Tan pequeña en el mapa que ni siquiera había sido invitada a luchar en la Gran Guerra (contienda de la que sólo acusó nuevos retrasos para la conclusión de las obras ferroviarias). Alfonso XIII, lánguido y un tanto hastiado, posa con expresión meliflua en las fotos de la ceremonia de apertura, casi un siglo después de las primeras conversaciones entre Aragón y Paris.

Nosotros la hemos visitado una mañana luminosa de enero, con los niños divertidos bajo el casco con el que nos obligan a entrar. Las cubiertas aún amenazan con el desplome, las goteras eran la norma hasta hace poco. Se trata de un edificio en semiruina, pendiente de completar una rehabilitación largamente atrasada, y sólo se visita desde el 2013. Nuestros amigos María y Jaume nos han contagiado el entusiasmo por conocerla, promete esplendor decadente y leyendas de espías.

Hemos fotografiado la fachada del vestíbulo principal, con la cúpula recién rehabilitada. Es una mole ancha y de poca altura, 241 metros de norte a sur, 156 puertas dobles, 365 ventanas. La montaña que se yergue a su espalda le hace de telón y compite en elegancia con las molduras art decó y con el brillo de la pizarra que conforma toda la cubierta. El aire frío de la mañana traía un escozor a la nariz, un raspado lleno de leña y penumbra congelada. El mismo que sentirían los cinco mil judíos que dieron aquí esquinazo a la Gestapo gracias a Monsieur Le Lay, el jefe de la aduana francesa, el “Shindler” de Canfranc. El miedo les imprimiría con fuerza este paisaje en las retinas, este mismo aroma de montaña les debió de sofocar. Se dice que Le Lay organizaba incluso apagones para que los nazis no les vieran escabullirse entre las vías.




El atractivo de conocer la estación se dobla por el hecho de encontrarse en ruinas. Asistimos al esqueleto de la estación, a su abandono. Las paredes se nos muestran sin pulimento, sin florituras, su tiempo se clausuró, su heroísmo también. No hay opción al engaño. Este enorme buque varado en el valle enseña sus tripas como si una señorita fin de siècle nos abriera el corsé y nos dejara pasear por dentro. El túnel para viajeros que se abre al corazón del edificio nos alumbra con una luz verdosa, una humedad de algas que nos hace un punto ingrávidos. El pasamanos de mármol que se abre al vestíbulo principal nos ayuda a imaginar que buceamos por el mismísimo Titanic. 




Hay un sentimiento fúnebre en este armazón al aire, el pasado trágico se resiste a desaparecer y yace en este ataúd de vigas oxidadas, de escayola rascada, de molduras mordidas que acunan telarañas.




La guía empieza su explicación y nos agrupamos en círculo en torno a ella. Yo la escucho con la mano en el casco mientras repaso los altos ventanales, su voz se desliza pronto a las anécdotas de la Guerra Mundial y los niños enmudecen con los ojos redondos.




La Estación Internacional tenía un andén francés y un andén español, una isla de la Francia ocupada en territorio español, no fue difícil que se convirtiera en rendija para la libertad de miles de judíos, aviadores aliados e incluso alemanes perdedores al final de la contienda. La comparación con la conocida Casablanca, que tanta mitología generó, no tarda en aflorar en la charla de la guía. La Estación Internacional funcionaba como una encrucijada ambigua, abierta al espionaje, al doble rasero, una visagra eficaz para la Resistencia francesa. En la Fonda Marraco (ya desaparecida) llegaban a confluir oficiales de la Wehrmacht con judíos escondidos a manos de resistentes, que se repartían entre funcionarios del país vecino y paisanos aragoneses.

Sus voces se apagaron hace décadas, pero la guía nos incita a resucitarlas con nuestra imaginación. Unos paneles recién instalados en el vestíbulo nos facilitan el viaje, excitan nuestra carencia de riesgo y aventura. Monsieur Le Lay sonríe en una instantánea en blanco y negro, mira hacia algún punto ajeno al objetivo de la cámara y está despreocupado. Para nosotros, sin embargo, es ya un perfil tan heroico como el cuño de una moneda. La guía nos habla de su labor y se le iluminan los ojos, todavía no lleva tanto tiempo contándoselo a los visitantes, no se le filtra el tedio de los guías veteranos.



En el reportaje que nos pasa a continuación (han instalado una pantalla en un ángulo del vestíbulo), Lola Pardo habla con indolencia sobre su colaboración con los aliados. Era una joven de diecinueve cuando empezó sus viajes de alto riesgo hasta Zaragoza, pasaba documentos clave en el refajo de la falda. En la pantalla es una abuela de sonrisa fatua que responde al periodista con la misma indolencia con la que contaría una receta de cocina. Su vida está anclada en el corazón de Canfranc, su padre fue vigilante en el túnel que facilitaba la vida de la estación. Participó en los nudos de espionaje de forma natural, como el mismo deshielo que se sucede cada invierno en estos picos que rodearon su vida. “Yo pensé que salía bien…”, responde sin vacilar. “Me senté en el lao de los guardias civiles para hacerles enterar que mis viajes no tenían tres ni revés”. No parece un farol. Desconocía el riesgo que suponía el viaje, damos crédito al instante. Asimismo, su sonrisa delata un punto de desdén por nuestras ganas de convertirla en heroína de Hollywood. En su acento maño resuena el mismo rigor, la misma aspereza de los inviernos que ha pasado en este paisaje abrupto. En Zaragoza, un cura recibía los documentos y los empujaba en su viaje hasta la embajada británica en San Sebastián. Lola actuaba por instinto, la Gestapo nunca la descubrió. Durante las seis décadas siguientes, jamás le dijo a su marido que había sido espía.

Monsieur Le Lay, sin embargo, fue delatado en el 43, su importancia en la zona había acuñado el apodo de “El rey de Canfranc”. A cambio del oro nazi que dejaba pasar hacia territorio español (Franco lo recibía en pago del wolframio que enviaba a Hitler para la construcción de blindados), filtraba personas y documentación vital de la Resistencia. Huyó hasta Argel con su mujer y su hijo, un hijo que da cuenta hoy en la red de cómo su padre volvió a la vida contemplativa, la que él había deseado siempre para sí mismo.

El documental culmina, la visita pronto lo hará también. La guía explica la vida caduca de la estación después de la guerra, el tráfico exiguo, el misterioso accidente en los años 70 que arruinó el puente cercano en territorio francés y que detuvo el flujo de los trenes como un infarto fatal. La Compañía de Midi se despreocupó de ese puente en Francia. Tampoco a este lado de la frontera se hizo lo propio. La erosión del clima se introdujo en las cubiertas, tomó las vías, agrietó el pavimento. La “dama de los Pirineos” se incorporaba de vuelta al paisaje que la había alumbrado. Hoy está cercada y arranca por fin su rehabilitación, pero en la década del 2000 todavía se podía pasear en libertad entre los andenes ganados por las matas, arrancar los paneles del restaurante, llevarse a casa un aplique art decó. Un internauta mochilero asegura haber dormido incluso en el viejo hotel internacional.



Los documentos de la aduana, con la tinta de los sellos emborronada por la humedad, alfombraban aún el suelo del muelle postal cuando Jonathan Díaz, un joven conductor de autobús, los encontró en el 2000. Daban cuenta de 86 toneladas de oro nazi que circuló en el 42 hacia la península desde su incautación a los judíos europeos. El Heraldo de Aragón publicó la noticia, pronto los funcionarios de Renfe acudirían a recoger hasta 24 sacos de documentación reveladora. Oro ilícito, recién blanqueado en la Suiza neutral, seguía su viaje hacia Madrid y Lisboa para alimentar la debacle fascista. La mirada condescendiente de Monsieur Le Lay lo dejaba circular con seriedad de funcionario, en un tiempo en el que un gesto sencillo podía contener un mundo, enderezar o arruinar vidas, hacer saltar la realidad en pedazos o salvarla.



La visita concluye y nos sabe a poco, miramos el andén oxidado enfermos de añoranza, ansiosos por conocer las viviendas de los funcionarios, la aduana, el hotel. El pasamanos de mármol nos despide del vestíbulo y los niños recobran la libertad por los escalones gastados. Pronto sus voces rebotan en el alicatado del túnel, se persiguen entre los abetos, en seguida están pidiendo permiso para bajar al riachuelo y estremecer sus deditos en el agua que baja helada desde las cumbres.

El viaje al pasado no les conmueve, la muerte de un edificio no les abruma. La nostalgia por el pasado no les puede visitar porque carecen de pasado, son inmortales todavía. Disfrutan del presente que personas como Lola Pardo o Monsieur Le Lay labraron para ellos. Quién les convence de que hace falta mirar atrás.



Links de interés. 

Visitas guiadas en:

http://www.canfranc.es/agenda_ficha.php?id_fich=695

Lola Pardo, entrevista en El País:

http://elpais.com/diario/2008/09/04/ultima/1220479202_850215.html

El rey de Canfranc (2013) (trailer) de José Antonio Blanco y Manuel Priede-González.

http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-223531/trailer-19534474/

Documental Juego de espías:

http://www.rtve.es/alacarta/videos/la-noche-tematica/noche-tematica-juego-espias/2609364/