lunes, 10 de octubre de 2016

POR FAVOR, NO TANTAS RECETAS.


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A lo largo de mi historia como médico psiquiatra, mis historias clínicas han mutado desde lo impersonal hacia la pura vida. He abandonado cada vez más el uso de tecnicismos que describen el sufrimiento de una forma  genérica. Hay palabras como “anhedonia”o “labilidad emocional” que me dejan plana. Cuando leo mis notas clínicas, la lista de síntomas no me pinta en la cabeza el rostro de esa persona que quiero recordar. Si acaso me trae a los popes de la psiquiatría, consensuando “palabros” en sus grandes cumbres del DSM. Pero no me saca del atasco. Llega un momento que todos los esquizofrénicos paranoides se parecen entre ellos. Todos los adolescentes disruptivos se me agrupan en la mente como una legión de clones. Si uno toma olanzapina y otro anfetaminas se me siguen solapando como primos hermanos.
Hoy he escrito “supercabreo” en vez de “disforia” porque era la palabra que ha usado más veces el propio paciente. Era un eslovaco fornido y lleno de tatuajes que necesitaba atajar sus ataques de ira y lo pedía con frases secas, rotundas, no exentas de educación. Uno no acude al psiquiatra porque siente humor “disfórico”, por mucho que la esposa insista. Uno se lanza y visita al loquero cuando el “supercabreo” le hace sentir que “no puede más”.
Los síntomas, pues, me aburren ya. Los eventos estresantes, sin embargo, se me alargan cada vez más en los párrafos. Quiero dar cuenta del camino personal que le llevó a esa persona al mismo colapso al que podemos abocar todos, no me importa ya cómo se llame (ni el viejo rompecabezas sobre si predomina la ansiedad o la depresión, para escoger un ansiolítico/antidepresivo). Para remate, mis historias cada vez cogen más vuelo y se cargan de nombres personales, topónimos, mudanzas, el pueblo donde nació el paciente, el nombre que ha elegido para su mascota, frases con comillas pronunciadas por ellos mismos. A veces con muchos signos de exclamación.
Parecen cada vez menos una historia clínica y más una novela; la novela de su vida. Llena de marcas personales, intransferibles. Un retrato singular.
Cuando yo era residente, delimitar bien la lista de los síntomas o afinar el diagnóstico era la gran tarea, la brújula para elegir el medicamento y no fallar, medicamentos que yo juzgaba trascendentales y específicos; para algo me había esforzado diez años en llenar la cabeza con una nube de datos. Como a todos los del gremio, en una especie de fiebre contagiosa, se me llenaba la boca hablando de la serotonina y de los TAC; estábamos en la cumbre, los neurocientíficos estaban a punto de explicar los entresijos mentales con la misma simplicidad que la del mecanismo de una batidora. Me decidía por una molécula, la recetaba y cruzaba los dedos para que no tardara demasiado en funcionar.
Pero tardaban. O no funcionaban. Pronto descubrí que todos los diagnósticos se parecían entre ellos (siempre me inquietó aquello de la co-morbilidad), y que los medicamentos, combinados de la forma más fiel al protocolo, seguían sin atajar el sufrimiento humano como prometían. Por supuesto, tardé poco en preguntar por alguien que me enseñara psicoterapia. En las primeras sesiones, me sudaban las patitas y no sabía por qué; el talonario de recetas no podía hacer de parapeto, estaba guardado en el cajón y yo me remordía mientras buscaba la frase mágica que curase al paciente como un talismán. 
Quince años después, he asumido que todo era más largo y más complejo de lo que se me dijo. He cambiado la palabra curación por acompañamiento. Curar por controlar. Controlar por aceptar. Nosotros, los escuchólogos, no curamos a nadie, dejamos que nos empapen con las palabras. Y, con las palabras también, les devolvemos el tacto. 
Decir un nombre propio, abrir un silencio, proporcionar la palabra que el paciente está buscando mientras se pierde en la caja de los Kleenex: alivia más que una pastilla. Hay frases que les están abrazando. Tener anotado en la historia el nombre del nieto que recién nació y pronunciarlo detiene el llanto. Rompe la soledad. Abre el círculo.
Y un médico, no lo olvidemos, sigue siendo el viejo gurú de la tribu. El centro de salud es la meca.  A medida que la gente envejece se siente imantada por el ambulatorio y nos reímos de que los abuelos pasen el día en la sala de espera, solemos hacer algún chiste desdeñoso. Pero olvidamos que el germen del miedo ya está en nosotros. Crecerá. El miedo y la soledad que va de la mano cogerán carrerilla. Y, un día, encontraremos alivio en un médico que sonríe con el gesto cansado cuando nos abre la puerta. Le sentiremos pegado a nosotros si quiere saber de nuestro huerto, o de la novela de las cuatro, o del ánimo que tenemos después de que haya perdido el equipo de fútbol local.

La receta, para entonces, ya estará de más. Olvidamos a menudo que es un puro ritual. 

viernes, 2 de septiembre de 2016

Anna Karenina: la primera princesa Disney de la historia

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“Anna Karenina c´est moi”, me decía anoche mientras miraba la cabalgata nocturna en Disneyland París. En el famoso parque infantil, junto a mi hija, descubrí que las princesas de Frozen habían heredado la misma delicadeza que tienen las manos de Anna, unas manos pequeñas y finas, llenas de anillos que ella toquetea para calmar su inquietud (sacrificará lo que más quiere, a su propio hijo, por un hombre que no va a estar a la altura de su deseo).

Este verano la heroína de Tolstoi se ha hecho mi favorita entre las “damas caídas” de la literatura, respira conmigo y me sigue en el e-book allá donde voy. Las mil páginas de su tragedia palpitan en mi bolso por todas partes, en mi Kindel de 240 gramos. Es todo un prodigio. Sea en el trajín de una sala de embarque o en la paz de una cala remota, ella surge con un movimiento sencillo de mis manos y el fru-frú de su vestido de seda vuelve a sonar a mi lado.

Anoche observaba a las damas de Disney saludar con languidez y en sus ojos descubría una alegría apuntalada, hueca. Mi hija se arrebataba, pero yo luchaba por olvidar que eran estudiantes contratadas y que habían mascado chicle hacía un rato mientras se abrochaban el corsé de nylon.

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La pequeña las examinaba muy grave, sin perder un detalle. Las princesas Elsa y Anna saludaban con desmayo y sus sonrisas pálidas se abrían paso en la carroza motorizada, los altavoces atronaban, no pude decirle nada a la pequeña cuando me incliné hacia ella para sujetarle los nuggets. 
Como sucede siempre en los espectáculos infantiles, el verdadero show está en sus caras, en el asombro congelado, en las boquitas abiertas. Luchábamos para mantener nuestro sitio en primera fila y yo no podía evitar preguntarme cómo la protegeré del empacho romántico cuando llegue su primera decepción, cómo estaré junto a ella cuando vea que los príncipes azules siempre destiñen. La banda sonora de Frozen es enfática y almibarada, tiene un estribillo pegadizo en el que la heroína habla superar la represión social, "libre soy..." repite como un jilguero, con unos agudos imposibles que mi hija y sus amigas han ensayado mil veces en el patio del colegio. ¿Libre soy?

Han pasado más de cien años y la búsqueda ciega del príncipe azul sigue estando muy extendida. Normal, es muy golosa a nivel de ventas. Goza de una salud envidiable en las revistas del corazón y en los reclamos publicitarios. En un gran mercado como el que vivimos, todas corremos el mismo peligro que Anna Karenina, a todas nos puede arrollar la pasión carnal cuando gira en vacío, cuando solo es hiperexcitación, ansia obsesiva, avidez de que nos completen y evadan del vacío. Una espiral peligrosa y hueca. 

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Tolstoi, con su bisturí tan lúcido para desenmascarar la conciencia de sus criaturas, avanza con puntería y va por capas. Les ataca como un espadachín diestro y los desnuda para el lector en dos o tres estocadas de pluma. Tuvo la intuición de que había "tantos amores como corazones" y que pronto prevalecería el amor enfermo entre nosotros. No se equivocó demasiado, anunció la sociedad por venir, una humanidad que ha perdido a dios, que ya no sabe querer. Hoy ese cuadro está en su esplendor: una sociedad donde las relaciones de pareja no perduran (a menudo ni siquiera empiezan). Una cultura del “calentón”, del impulso puro, que crea vínculos frívolos y enloquecedores. Pasiones que atropellan más rápido que las famosas locomotoras de su novela. Un mundo que confunde el dinero, la juventud y un tipo de belleza genérica con el puente a la felicidad. Un mundo que se congela a marchas aceleradas, como en la fábula de Disney Frozen.

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Para las lectoras de hoy, una interpretación simple de la novela te hace echarle la culpa a la época. Es tentador sentirse inmune al drama de Karenina, lo necesitamos. Llegamos a identificarnos tanto con ella, a dejar que nos desgarren su soledad y en sus contradicciones, su agudeza y su generosidad, que hay que buscar un culpable fácil e inmediato. “Qué época más mezquina”─apetece decirse─ “Qué bien que ya pasó”. Y es cierto a medias: sólo hemos perdido de vista el machismo impune, el corsé y los postizos de pelo. Quizá también esa ociosidad soporífera que ahoga a las mujeres de la novela, separadas a la fuerza de una maternidad real o de un desarrollo propio. Se las ve languidecer entre la ópera, las carreras de caballos y las largas veladas de chismorreo de salón, cosa de la que hoy se puede escapar si una insiste. En países privilegiados como el nuestro, incluso se nos facilita el divorcio y la custodia de los hijos. 

Sin embargo, hay un sufrimiento moral y una desorientación espiritual que no ha sido salvada. Escucho a menudo a Kareninas descompuestas después de un divorcio exitoso y varios fracasos encadenados después. Perdidas en su búsqueda ciega de un ser perfecto que las mantenga en la exaltación sensual eterna. Mujeres "enamoradas del amor" y de sí mismas, buscando un reflejo narcisista en espectros de hombres que jamás cumplirán sus expectativas. No es sólo la presión social de la aristocracia rusa lo que explica el colapso de la heroína de Tolstoi. No es sólo el siglo XIX lo que pudo con ella.

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Tolstoi pinta en sus páginas dos cuadros superpuestos: el declive social y el psicológico. El primero lo dibuja con trazo preciso y despiadado, asistimos al entorno acomodado de los Karenin y sufrimos su hipocresía y crueldad, incluso con el marido mismo, Alexey, al que no se le perdona que muestre piedad hacia Anna. Pero, sin duda, el dibujo más interesante es el psicológico, una protagonista que se va haciendo más frívola y desapegada según pierde el control, según pierde la oportunidad de querer al conde Vronski de una forma madura y serena. En cuanto él se le presenta con sus torpezas y pequeños egoísmos, con su volumen, su sombra, su aburrimiento: ella se desbarata y no sabe ofrecerle alternativas. Enferma porque ama una proyección de Vronski que se le va a desvanecer como el humo, un holograma del hombre amado que adelgaza frente a sus ojos llenos de pánico. 
Ama al príncipe Disney y no al hombre. No es muy distinta de las niñas que acuden a Disneylandia embelesadas. No está lejos de sus pataletas cuando se les quita la falda de gasa y purpurina para irse a la cama.

Mi hija me tiró de la chaqueta para sacarme del ensimismamiento. Detrás del castillo Disney, la noche se había cerrado y las luces ofrecían una atmósfera romántica. La música se apagaba, la carroza había sido engullida por un río de turistas en bermudas y camiseta. La niña bostezaba con disimulo porque no sabía si pedir que volviéramos a casa. Le apreté la mano con cariño y me acordé de Levin, del trasunto de Tolstoi al que he llegado a querer más que a Karenina. Es un treintañero que se pasea por la novela retratado como terrateniente gruñón y tierno, lleno de contradicciones y preguntas, capaz de querer con profundidad y de no desfallecer en la búsqueda del sentido de la vida. En el fondo, todos los personajes están buscándolo como hace él, unos con más torpeza, otros con menos. Un retrato coral que no se aleja de la vida misma, diseccionado hasta sus últimas capas. El amor de Levin por Kitty, a diferencia del binomio Karenina-Vronsky, sabrá esperar, sabrá frustrarse, sabrá crecer con cada obstáculo. Su amor gana peso a lo largo de las páginas y es un regalo de Tolstoi para que no perdamos la fe en la condición humana. En contraste con la impulsividad de Anna, Kitty avanza con pie firme desde su posición de princesa desairada hacia el nacimiento de una mujer real, capaz del amor que llega despacio y que se llena de pequeños gestos, de compartir espacios, de una generosidad que no es desesperada. Una sensualidad de fuego lento, cocinada sin prisa, que la eleva muy por encima de la protagonista. 

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Como sucede con los buenos clásicos, terminaré la novela y me sentiré expulsada en la última página. Se habrá cerrado para mí la posibilidad de seguir respirando en este mundo de cretonas y seda, bigotes poblados y capotes militares, trineos y coches de alquiler que avanzan por un Moscú y un San Petersburgo que no volverá, donde la nieve amortiguaba el ruido hueco de los cascos sobre el adoquinado. Cuando llegue al último capítulo vacilaré como hace mi hija y me resistiré a que Tolstoi me cierre la puerta, como este parque Disney cuando se franquean las barras metálicas. Se habrá acabado la magia, una magia más hipnótica que cualquier truco de los que se prodigan en este parque comercial. Me sentiré expulsada del encanto, de un hechizo más poderoso que el de los torreones del castillo Disney a contraluz, con todos sus ladrillos dibujados. 
Pero me llevaré un mensaje de esperanza y será gracias a Levin y a Kitty. Y al maestro Tolstoi, por supuesto.  




El síndrome de Anna Karenina: 

La última versión en cine (Joe Wright, 2013):

viernes, 22 de julio de 2016

Dejemos el móvil quieto, por favor

El chico del túnel de lavado me entrega el ticket y me recuerda que puedo salir del coche si lo deseo. Le digo que no, me abriré un paréntesis en vez de irme corriendo al banco mientras lavan mi coche. Me mira sorprendido, “es que hay gente a la que le da miedo”, asegura. No hace mal en advertirme. Yo debería tenerle miedo a mi imaginación escurridiza, que pronto me está llevando por un viaje de riesgo a través del globo sin que yo lo haya pedido.

He decidido dejar el móvil tranquilo mientras la máquina inicia su empuje suave través del túnel. Abro bien los ojos y me estremezco. Desocupar la mente por unos instantes es tan insólito que parece en sí una aventura.


La primera estación es Siberia. El jabón sobre el parabrisas precipita tan rápido que pronto el cristal se ha hecho tupido, hermoso de tan puro, y es un encaje de espuma blanca que apenas deja ver el horizonte de tundra entre los grumos. Debo detener el trineo y esperar, mantener el punto muerto. Me invade un bienestar súbito porque me sé atrapada detrás del cristal, en la temperatura tibia de mi cabina. Y nada se pide de mí más que la contemplación callada de su caída en grumos lentos. La espera. Hace un instante estaba alarmada de que me cerraran el banco, pero ahora no puedo más que arrebujarme en mi abrigo de piel de reno, en mi viaje por la tundra helada, a 99 mil grados de longitud por encima de la sucursal bancaria donde mi pago se demora.
 
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El volante corrige solo la dirección, en giros imperceptibles y secos, y yo me recreo de haber soltado las manos y comprobar que no me necesita. Enseguida la espuma se deshace en columnas de algodón, resbalan dulcemente y me dan su despedida. Antes de que el cristal recobre del todo su transparencia, dos cilindros retumban en los laterales y se acercan intimidantes y oscuros. Me sobrecoge su volumen y su giro enloquecido, apenas puedo adivinar dónde empiezan y dónde acaban pero ya están encima de mí, precipitando sobre el parabrisas una lluvia de monzón asiático que amenaza con anegarlo todo.

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El cielo se ha cerrado por completo aquí en Kerala y la lluvia es tan apretada que entorno los ojos y encojo los hombros sin querer. La gente atraviesa delante de mí envuelta en telas de colores vivos, caminan encorvados con una mano en la capucha y otra en el manillar de sus endebles bicicletas, tan frágiles frente al empuje del torrente, absurdas sobre el camino borrado por el agua.
De pronto, la lluvia se debilita y se hace finísima sobre el cristal, las gotas hacen dibujos tenues con su impronta diminuta. Me fascina su delicadeza. La gabardina inglesa se me está calando sin que me dé cuenta y la gente cruza las calles de este Londres gris con el gesto grave, sin reparar demasiado en la lluvia que les pega el pelo a la cara. Es agradable avanzar despacio entre la niebla que no deja adivinar del todo la silueta de las cosas, que te palpa la cara y te invita a imaginar una distancia mullida y húmeda entre las personas, un mundo emborronado y amable.
 
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Finalmente es el turno de una cima perdida en la cordillera del Himalaya. El viento comienza a sonar como una exhalación rotunda en el Annapurna, es la respiración grandiosa de la cumbre. Retumba en la cabina y esparce las últimas gotas sobre el parabrisas, recordándome lo pequeña que soy frente a este viento que afila la roca desde hace millones de años. Me sobrecoge saberme a ocho mil metros sobre el nivel del mar, en esta nada resonante, sin un solo ser vivo a mi alrededor. Mis respiraciones están contadas y mi vida resulta efímera delante de esta dorsal de roca que se formó hace millones de años y seguirá silbando cuando yo desaparezca.
 
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Mientras lo pienso, las últimas gotas del cristal se han hecho ya tan pequeñas y frágiles como mis pupilas, que tiemblan al salir de nuevo a la luz.
Han resistido un viaje alrededor del mundo en dos minutos.

El chico del lavadero aparece de nuevo en su mono amarillo y me da indicaciones para que aparque a un lado. Mientras me ayuda a poner de nuevo la antena de la radio, yo me muerdo el labio y me digo si no le compraré otro ticket. Resulta sorprendente que solo cueste seis euros. Eso sí: hay que resistir la tentación de estar toqueteando el móvil.
Olvidamos a menudo que el señor Google lo creó uno de nosotros, los humanos: tenemos un portal de búsqueda en nuestra imaginación, solo hay que acordarse de usarlo de vez en cuando. 

 

jueves, 30 de junio de 2016

La vida después de las Elecciones Generales

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“Sí, allí es, en la calle sin salida”
La mujer amodorrada que atiende el bar me dice que sí, el Centro Ocupacional para discapacitados está cerca, en la calle que no tiene salida, justo en el punto donde he girado el volante hace un minuto sin convicción. He salido de la consulta de salud mental para reunirme con la psicóloga que lo dirige pero el edificio se encuentra donde no se mira. Lo levantaron al borde de un descampado marchito en el barrio de vivienda social, entre las matas secas que se alternan con los plásticos orillados por el viento, donde el asfalto pierde la nitidez y se imbrinca con el patio deshidratado, la sombra enclenque de un par de eucaliptos y la silueta del edificio chato color café que me trae a la memoria mi colegio público de los ochenta.
La brisa de Levante ya se ha levantado y seca las placas de cartón que los enfermos han pintado. Las han extendido en la cuneta, es el papel que han reciclado en el taller de manualidades y enseñan su esplendor como flores planas sobre la hierba. A unos cien metros de allí, los gritos de un hombre salen de algún bloque de viviendas y llegan mezclados con el rumor de los chavales que bullen y fuman reunidos en la entrada. El barrio social está en un extrarradio deprimido y los gritos del vecino que puede estar borracho, o cabreado, o matando a su mujer por puro hartazgo, pasan desapercibidos a sus oídos indiferentes, a su gesto abstraído y dócil. Los gritos son barridos por el Levante como un elemento más de su paisaje diario, no menos corrientes que las placas de papel reciclado que tiemblan bajo el mediodía de junio. El tiempo se remansa en los escalones y ellos enseñan una sonrisa destartalada mientras caminan ufanos, entran y salen del pasillo con un trote que parece ligero, aunque muchos arrastren los pies, parecen moverse en zapatillas de estar por casa.
Están en su casa.
La psicóloga, Isabel, ha salido a esperarme a la puerta y me disculpa el retraso, tiene una precisión de relojero a la hora de mostrarse agradecida con mi visita. Sin gran ceremonia me enseña el patio trasero y todas las estancias, pero sus palabras delatan un matiz de orgullo, “fíjate cuánto espacio tenemos”, se adivina que trabaja justo donde quería trabajar. Los chicos la respetan sin un asomo de intimidación, conoce todos sus nombres y se les hace cercana sin empalagos, les incluye con naturalidad. Desde el comedor me llega el aroma del rancho escolar que humea y se mezcla con el olor del serrín esparcido por el suelo. Entre la reverberación de la loza que choca, veo al segundo turno de comida apilar las bandejas con diligencia. Mientras tanto discurren, ríen o se empujan entre ellos, estallan en enfados breves, enfados con sordina.
Patricia, la chica que atiendo en mi consulta y nunca me ha visto venir aquí, se entusiasma cuando me descubre salir del despacho y quiere presentarme a su novio enseguida. La psicóloga tiene su misma edad y ha crecido cerca de Patricia desde niña. Compartían aula en el colegio de las monjas, a pesar de que la epilepsia de Patricia se empeñara en llevársela entre la clase de gimnasia y la de religión. Ahora parece más claro el dibujo de su mundo: Isabel a un lado, Patricia al otro lado de las cosas, pero cuando miro a esta psicóloga austera que se mueve en zapatillas y camiseta, sé que lleva más tiempo que yo sin sorprenderse de la suerte que hemos tenido, los de este lado.
 A Susana, que también es paciente mía, la descubro en el aula de manualidades. Al principio no me identifica, pero luego me da dos besos húmedos en la mejilla y no me suelta de la mano hasta que fuerzo una despedida. Para entonces ya me ha enseñado el vidrio pintado, las botellitas rellenas de arena, las piedras de colores y la serpiente de cartón, “témperas, témperas” es todo su vocabulario. Antes me ha dirigido a una esquina donde ella sonríe junto a los compañeros del centro en una foto montada sobre un marco reciclado. “Mira”, repite, “¡mira!” y tengo que sonreirle a los ojos para que se crea que sí, que me he dado cuenta, ella es una más entre los 45 amigos que ha encontrado en el centro. Y ese calor, esa presión de su palma contra la mía, será lo más auténtico que me regalen hoy, tiene más verdad que la caída del Ibex, el resultado electoral, el Brexit, la última reunión de la troika o las cifras de la última encuesta de población activa.
Un minuto antes, Isabel me explicaba que les cuesta cobrar las ayudas de Bienestar Social y que los bancos, esta parte la mencionaba sin dramatismo, parece que no quieran darles crédito porque recelan del gobierno. Hablaba secamente y no perdía la sobriedad del gesto, como todos los que se empapan cada día al otro lado de las cosas.
Al final de la calle sin salida. 


lunes, 28 de marzo de 2016

Al final de todo...sigo siendo Alejandra Soler


La expresión que congela el tiempo en nosotros tiene mucho que ver con la emoción que más prevalece en nuestra vida. Los 103 años de Alejandra Soler no arrojan dudas: parece llena de gratitud, de amor entregado y recibido. Cuesta admitirlo cuando uno conoce las dos guerras que tuvo que superar y la decepción con el orden comunista que ella soñó y sigue soñando.

El pasado día 4 de marzo la volví a saludar después de seis años de conocerla. Recibía, junto con otras 22 valencianas destacadas del último siglo, el homenaje preparado por la Comisión de Igualdad de Les Corts por el día de la mujer. Un acto de reparación, no el primero en su caso. Alejandra es “Hija predilecta de la Ciudad de Valencia” desde el pasado 2015.



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Su gesto no había cambiado. Nada cambia nunca en ella. La modestia con la que recibe los premios obedece en cierto modo a ello, le debe de asombrar que se la premie por llevar años en el mismo sitio. Mientras el siglo XX giraba alrededor suyo, ella no cedía al vértigo. Parece un mérito un tanto fútil, sin fundamento, pero no deja de impresionarnos. Los aplausos resonaban en el hemiciclo y ella sostenía su ramo de flores con naturalidad, desde su silla de ruedas. Los pies, enfundados en unos calcetines de paño, plegados e inútiles tras el último ictus, eran el contrapeso de su sonrisa. Puede que, pasada la centena, el coraje se empiece a perder por los pies. La sonrisa, valiente y directa, era la misma, la que hace pocos años lucía en la prensa como la “abuela del 15-M”. Ella también había tenido su “primavera valenciana” cuando integraba la FUE en los años previos a la República y corría delante de la Guardia Civil en el Instituto Luís Vives, antes de cumplir los 18. “Desde la clase de Física y Química les tirábamos reactivos con olor a huevo, y no nos cogían porque corríamos como gamos” me había contado entonces.


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Después del homenaje me acerqué para pedirle a sus acompañantes que me dejaran robarle un minuto. Traía para ella un ejemplar de Si me llegas a olvidar, la novela que ella me ayudó a documentar años atrás, cuando su memoria era un museo viviente del siglo XX. De La Jabalina, homenajeada también en el acto de les Corts y protagonista de mi novela, aseguraba haber oído hablar en Rusia, en el árido exilio que le tocó vivir. Las Jabalinas se conocen entre ellas, me dije. Y no me fue difícil dotarla en mi imaginación de las palabras de Alejandra, de su timbre de voz, de la misma viveza en las manos. Y una gratitud igual por la vida que la que  hubiera tenido María Pérez La Jabalina si hubiera escapado del paredón en el 42.







En les Corts me besó efusiva y aseguró acordarse de mí, cuestión que mi pudor no quiso contrastar. Me saludaron sus ojos empañados. Quizá fuera la emoción del homenaje, quizá fuera la edad. Quién dice que lo que han visto sus 103 años no pueda derretir la conjuntiva para siempre. La vida de esta valenciana aguerrida y lúcida es un “Río caudaloso lleno de peligrosos rápidos”. Así tituló su biografía (publicada por la Universidad de Valencia en 2005 y con redición en 2009).

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“Por fin, Alejandra, un reconocimiento como éste. Cuánto cariño recibe Usted” Acudí al cumplido sin querer, yo también estaba aturdida por los empujones y las prisas. Sufría, además, un pudor difícil de vencer delante de sus 103 y el miedo a cansarla entre tantos (tantas, más bien) admiradores y admiradoras. Grité, en la asunción de que estaría sorda, y ella contestó casi ofendida “Cariño tengo mucho, mucho, siempre”. Entonces me acordé de la cantidad de amigos que pululan por su libro y ella enumera obsesivamente. Una red sólida y mullida como un colchón, apellidos que huelen a pólvora en la retaguardia de nuestra guerra civil o a nostalgia en el invierno de Moscú. Concha Bello, Carmen Solero, Peregrín Pérez. Nombres españoles cuya sola pronunciación suena a salvavidas en el naufragio que duraría décadas.

De niña, su instinto para la amistad ya le valdría las primeras reprimendas. Encariñada con las hijas de la portera, su madre, de quien describe “resabios de clase”, solo le permitía jugar con ellas bajo los techos altos de su casa noble y opresiva. Le estaba prohibido dejarse ver con ellas en la calle o regalarles muñecas. Cuánto debió encenderla ya la hipocresía y la injusticia percibida en una casa donde los padres, sin hablarse desde que ella tenía cuatro años, cultivaban el odio y el fingimiento. Hija única de padre republicano y madre conservadora ultramontana, en la casa que vio crecer ya chocaban las dos Españas que, con la República, se separarían definitivamente. “Mi padre obtuvo el divorcio en esos años y yo decidí irme con él”. Para entonces era ya una adolescente formada en los valores y las prácticas de la Institución Libre de Enseñanza (en un colegio para la “Enseñanza de la Mujer” situado en la Alameda) y había leído el primer tomo de El Capital. Tenía las ideas tan claras como mantiene hoy, un siglo después, fiel al subtítulo de su biografía que reza Al final de todo… sigo siendo comunista. “Sin una masa educada no hay líderes, porque los líderes son producto de una masa educada. Lo he aprendido en la vida, con los ojos abiertos, y la República se gastó el dinero en eso, 25 mil escuelas para empezar, ¡eso era bestial! Todo el mundo se sintió comprometido con el país, nos decíamos: ya tenemos la República, ahora hay que ayudar”


Arnaldo Azzati en los años 40. De su libro "La vida es un río caudaloso...". PUV. 2009.

Estudiaba su carrera de letras en la Universidad y poco a poco dejaba que la compañía de Arnaldo Azzati, habitual entre otros de su pandilla, se ganara su afecto. Juntos pasaban las noches fabricando octavillas con un ciclostil o alargando las horas con el grupo de amigos en reuniones de intenso debate político que “acababan como un gallinero”. El grupo era insólito por juntar chicos y chicas, “éramos el escándalo de Valencia”. Ellos “reaccionaban contra el machismo duro, éramos amigos y nada más. Si por la calle alguno les decía ¡tenéis un harén! le querían matar, pero si al final de un debate una de nosotras tenía razón, se quedaban cariacontecidos”. Se permitían ir a la Dehesa del Saler antes de clase en un viaje al que bautizaron “las siete perras”, porque éste era el billete que podían costear. “A la playa aun en invierno, a correr, a la saltacabrilla, a jugar al fútbol. Llevábamos un bañador con faldilla para poder saltar”. Me emocioné al imaginar que yo podría haberme subido a los mismos pinos que se subía ella sesenta años antes. Su madre la había llamado siempre “chicote” por esta afición suya a trepar muros y árboles. En un tiempo en que una mujer no podía andar sola por la calle, ella ya tenía llave de casa y llegaba de noche. Pero no todo se explica por el carácter indómito de Alejandra; su padre, Emilio Soler, tenía una actitud adelantada con su única hija y le facilitaba toda la libertad y el respeto que necesitaba.

                                 De su libro "La vida es un río caudaloso...". PUV. 2009.


“Yo era joven y más loca que un cencerro, pensé que la FUE (aconfesional y apolítica) era poco para protestar contra las bestialidades que se estaban haciendo”. Desde el 34, tras la intensa represión ejercida en Asturias, estuvo afiliada al Partido Comunista, igual que Arnaldo. Juntos participarían en los mítines del Frente Popular. “Una mujer era más convincente, porque era extraordinario que una mujer razonase de tal forma”. Esos fueron los meses en los que dejaría a un novio formal (que le “regalaba cartas y flores, me  esperaba a la salida del Lyon D´Or para invitarme a un pastel”) por el que aún no adivinaba que sería pronto su marido. Arnaldo era hijo del célebre periodista Félix Azzati, sucesor de Blasco Ibáñez. En adelante sería el rostro omnipresente y callado en todas sus fotos, con su fisonomía lánguida y elegante y todo el recogimiento que ella no tiene en la mirada.

Asumirían juntos todo lo que el Partido les encomendase, desde animar la campaña electoral del 36 hasta asediar Unión Radio en los días previos al golpe, el 13 de julio, cuando un grupo de falangistas asaltó los micrófonos y empezó a radiar “una proclama tremenda” que encendió la ira de la izquierda. Enseguida acudió “un mar de gente indignada. No se veía el suelo de Juan de Austria, les entró pánico y salieron con las manos en alto, a pesar de que ellos iban armados”.

Era ya licenciada en Filosofía y Letras (la tercera de las valencianas que obtuvo un título) y aspiraba a completar su doctorado en Historia y unas oposiciones a cátedra de instituto de las que hizo los primeros ejercicios. Desgraciadamente, el 18 de julio enterró todos sus planes como una avalancha de nieve. “En Valencia no querían darnos armas, cuando por fin conseguí una pasé la noche apostada frente al Cuartel de la Alameda, que era de caballería, los militares habían salido al mediodía y se habían vuelto a replegar”. No es difícil imaginarla allí tumbada entre un tropel de muchachos en la noche templada de julio, junto a un fusil que alguien le había cargado y ella no sabía disparar, acechando con más rabia que pericia el edificio que representaba la amenaza contra su sueño de libertad y justicia. Estaba dispuesta a entregar su vida por él, sus escasos 22 años. “Extrañeza sí, miedo no, estaba sobrexcitada, nerviosa, no pensaba en lo que me podía pasar. Sentía coraje, rabia, desesperación por que se terminara ya. No veíamos el riesgo, cuando eres joven y hay baile: tú bailas”.

No serviría de nada. Ni su coraje ni todo el baile estirado en tres dolorosos años. La guerra se consolidaría y traería también su implicación en el Auxilio Femenino al Frente y una boda en la Judicatura que estaba reñida con su inclinación por el amor libre. “Arnaldo y yo no queríamos casarnos, después de lo que había vivido yo con mis padres, la única alianza válida para mí era el amor”. Pero la guerra “se ponía fea” y amenazaba con separarles. “Mi padre y dos testigos del Partido y dos amigas. El banquete: en el Ideal Room de la calle la Paz, que ahora es corsetería”.

En el 37 ya estarían en Barcelona, alejados para largo de su ciudad y de su padre. “Como la guerra se había tragado a muchos profesores, tuve la suerte de ser nombrada profesora en Tarrasa”. La credencial como profesora la exhibe en su libro y es un milagro que pudiera conservarla. En las hojas mecanografiadas y roídas conviven las firmas ilustres, el cuño del Estado y el papel celo que impide su desmorone definitivo. Es un objeto espectral que parece rescatado del mismo Titanic. Sobrecoge intuir la conmoción de Alejandra atesorando el documento en sus largos años de huida y de destierro, como si fuera la llave que podría devolverle algún día su lugar en el mundo.

                                   De su libro "La vida es un río caudaloso...". PUV. 2009.


En Barcelona seguirían cumpliendo todas las tareas que el Partido exigía hasta el último minuto. Saldrían de la ciudad en volandas, con los nacionales disparando ya a la vuelta de la esquina. “Nuestros soldados retrocedían desordenadamente y los franquistas acribillaban a todo ser que se moviese”. Un camión de guardias de asalto que huía les cogió sin apenas frenar la marcha, “no sabíamos a dónde se dirigían pero la situación no estaba para preguntas”. En Mataró, el Comité Central hizo bajar a todos los camaradas de los camiones con la disparatada idea de organizarse y resistir, pero en menos de un día se preparó ya la huida final. Encontró un sitio vacante para Arnaldo en los coches del Partido y le aseguró que ella disponía de otro. Mentía. Le vio empequeñecerse en aquél camión renqueante y se dejó engullir por la marea de vencidos que alcanzarían a pie la frontera como un tropel de espectros vivientes.


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 “Comenzaron a bombardear la carretera, no sé si el Canarias o el Baleares o los dos juntos”. Alcanzó Gerona por el interior y, tras un efímero encuentro con él, volvieron a perderse la pista. En Figueras, Arnaldo hundiría, junto con otros camaradas, los últimos barcos republicanos para cruzar luego los Pirineos con su máquina de escribir al brazo. Mientras tanto ella seguiría sola hacia el norte, ignorante de que tardaría medio año en rencontrarle. Alejandra, inasequible a la humillación, se indignaría al comprobar cómo unos franceses “correctamente vestidos y acicalados” contemplaban “nuestras terribles miserias y tremenda derrota desde unos altozanos”. La rabia la dominó de tal manera que retrocedió hasta territorio español dispuesta a anteponer su amor propio al peligro de las balas. “Cuando vi las tropas franquistas aproximarse reaccioné: pasé a Francia y corrí la suerte de mi pueblo vencido”. 

El gobierno francés temía demasiado a Hitler para mostrarse amistoso, pero ella nunca olvidará “la gente que en las estaciones se agolpaba y nos aplaudía y nos echaba pan y chocolate”. En el caserón antiguo donde fue alojada entre mujeres, ancianos y niños, escribió incansables cartas a todos los campos de refugiados hasta dar con Arnaldo y reunirse con él en Rusia. Su ficha de refugiada, que también ha guardado hasta hoy, adopta y altera la norma anglosajona y reza: Soler-Azzati, Alejandra. El guión que une ambos apellidos acaba de nacer y es lo único que tiene para salvarse. Imaginamos su voz emocionada dictándole el nombre compuesto a un funcionario francés hastiado e indolente en el retén de la policía. Por mediación de su cuñado, instalado con el gobierno de la República en París, podrían haber marchado a Méjico, pero la URSS les reclamaba y “la llamábamos nuestra casa, no lo pensamos más”.

                                   De su libro "La vida es un río caudaloso...". PUV. 2009.


La II Guerra Mundial les acechaba ya en la habitación donde lograron acomodarse en la capital rusa. Su empleo como profesora de niños españoles (los niños evacuados de Asturias y Euskadi en plena guerra) y el de Arnaldo en Radio Moscú les garantizarían un magro jornal. Podían ir tirando mientras ampliaban vocabulario ruso a la carrera, se defendían con el pan, gracias y camarada. “La prensa del país en ruso, la radio en ruso y nosotros sin enterarnos de lo que pasaba en el mundo”. Dado que Arnaldo trabajaba como periodista en las emisiones para Latinoamérica, “alguna prensa extranjera caía en sus manos” y podían ir lidiando con la incertidumbre y la angustia. En el verano del 41, la irrupción de la “guerra relámpago” de Hitler contra Rusia supuso una nueva separación para ellos. La población se militarizó “y con ellos, nosotros, que nos sentíamos rusos. ¡Otra vez el fascismo, viejo conocido nuestro, ahora el más duro, negro y horroroso!”. Sus obligaciones profesionales marcaban la ruta, Arnaldo iría con su empleo a los Urales y ella, con su Casa de Niños número 12, sería evacuada por el Volga hacia el Sur, a las inmediaciones de Stalingrado. Allí se instalaría junto con varias Casas de Niños españoles y sus maestros, todos expatriados, y conocería a Raquel, la niña que se le “metió en el corazón”. Desde entonces la ha “considerado y querido como si fuera mi hija” y fue la primera visita que hicieron cuando volvieron del exilio en los 70, dado que Raquel se instalaría en Bilbao con las primeras repatriaciones de los años 50 (para entonces ya convertida en médico y casada con otro “niño de la guerra”).

En el verano del 43, con los alemanes pisándoles los talones, tendría que evacuar a catorce de sus muchachos a través de la ciudad sitiada hacia la orilla segura del Volga. Primero irían bajo la protección del ejército, en un tren acribillado por la aviación enemiga. Viajaban en un vagón “que tuvo suerte, porque algún que otro salió despanzurrado”. A las puertas de la Stalingrado los militares les dejarían a su suerte, “no podían convertirse en niñeras de nuestro grupo”. Otra expedición similar, supieron enseguida, con Félix Allende como maestro, había sucumbido a una bomba sin que sobreviviera ninguno. La ciudad era “un fortín, sin ningún organismo civil al que dirigirse” y Alejandra usaría su insistencia y su ya buen ruso para convencer a los soldados de que les dejaran cruzar en el pontón que transportaba material de guerra a la orilla segura del Volga. “Después de grandes ruegos pude convencerlos”. De nuevo la excitación y el “coraje, rabia, no piensas lo que te puede pasar”. Ya la vamos conociendo. Alejandra se crece en momentos como ese, se obceca, se blinda, desoye un “no” y dobla la voluntad del que tenga enfrente. No es tanto una cuestión de valentía como de cegazón, de arañar mejor y arañar la última, la más terca. Suponemos que el miedo afloraría luego, abrazada a sus muchachos y girándoles la cabeza contra su pecho en esa travesía que nunca olvidará, “bajo una lluvia de bombas y una nube de aviones alemanes mientras nuestro pontón iba a paso de tortuga”.


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Les sonrió la suerte. Cuando el miedo se había disipado, otra vez el aguijoneo de Arnaldo y su ausencia. El último telegrama que tenía de él rezaba “Estoy casado con una maestra ¿o con una tanquista?”. La broma no la reblandeció: meses después se colaría en un convoy militar para cruzar miles de kilómetros hasta el este de los Urales, donde él convalecía de un ataque de malaria. “Aprovechando la oscuridad me encaramé a una plataforma, me camuflé detrás de unos cajones y esperé la salida del tren”. Cuando, catorce horas después, llegó a su destino, las rodillas no le obedecieron y cayó de bruces en la vía. No obstante, pudieron llevarle donde convalecía Arnaldo; “muy desmejorado, pálido y muy flaco, me miraba y no podía creerse que yo estaba allí con él”.

Cada escena de su peripecia rusa parece ectópica. Resulta fácil imaginar los trenes del “Doctor Zhivago” o el Volga bajo las bombas porque Hollywood nos ha acostumbrado a ver sus actores estrella tiznados de pintura y con el ceño fruncido, emulando las batallas clave de la Guerra Mundial. Lo que no resulta fácil es que nuestra imaginación inserte en el fuego cruzado a una maestra valenciana, con todo el Mediterráneo metido en los ojos y las manos, junto a un grupo de chicos mellados y temblorosos, que la confunden con su propia madre a falta de otra y solo saben contar los minutos que faltan para volver a casa, donde quiera que ésta se encuentre.

No es, sin embargo, el momento más heroico de Alejandra, pero sí es el más lucido. El escenario pone sus luces de artificio y lo eleva a la categoría de mito. Pero esa Alejandra es la misma que le plantaba cara a su madre y sus “resabios de clase”, que le tiraba reactivos a la Guardia Civil o que pasó la noche en la Alameda junto a un fusil al que miraría con el mismo recelo que al enemigo, porque podía disparase a sí misma si intentaba usarlo. Las escenas se seguirían encadenando en los días grises y opresivos de la posguerra soviética, en el momento en que Arnaldo perdiera el trabajo en Radio Moscú por negarse a denunciar a un amigo, en los días en que, como muchos otros intelectuales, fueron acusados de haberse “aburguesado y haber perdido el sentido revolucionario” antes incluso de mostrarse críticos con la “Primavera de Praga”.

                                   De su libro "La vida es un río caudaloso...". PUV. 2009.

Su misma vuelta a España, en el 71, era un nuevo acto de valor. Con más libros que dinero en la maleta (los ahorros de tres décadas de trabajo quedarían en manos de una amiga a la que se los regalaron), volarían a Barajas con la congoja de quien soporta una acusación criminal: debían presentarse en Dirección General de Seguridad en menos de 24 horas. Sin embargo, en la misma escalerilla del avión se le disiparían las dudas; sus compañeros del exilio ruso les esperaban para dejarles claro dónde tenían su casa. Al verles “se me encogió el corazón y me llenó los ojos de lágrimas”. La historia empezaba por el mismo punto donde se había congelado treinta años antes: “había que vencer todas las dificultades y aún peligros, pero ¡no estábamos solos!”. Con un DNI marcado y obtenido tras días de interrogatorios, su brillante currículum no le sirvió para encontrar trabajo alguno mientras viviera Franco y su larga sombra. De nuevo son los amigos los que prestan dinero, facilitan vivienda, devuelven favores y emplean a Arnaldo como traductor en una gran editorial. “Con discreción, pues nos sentíamos vigilados, nos pusimos en contacto con el Partido”.


                                    De su libro "La vida es un río caudaloso...". PUV. 2009.


Con la democracia llegaría una oleada de homenajes, pero también la muerte de Arnaldo, al que había sido fiel toda su vida. En el hospital, tras el tercer derrame cerebral de su marido, le “rogaría” a los médicos que le hicieran una intervención quirúrgica que no podía hacerse. Por última vez esa Alejandra viva y obcecada, esta vez más desesperada que nunca. Pero los médicos no eran militares rusos ni funcionarios franceses desquiciados por la guerra. Su batalla era de otro rango. Y por primera vez en su relato se la oye vencida, rozando el desaliento. Su misma hija adoptiva, Raquel, no la reconoció en el entierro. Empezaría un duelo sonámbulo de cinco largos años en los que viviría “como un zombi” y haría viajes kilométricos en busca de su huella: a Moscú, en el 70 aniversario de la Revolución, o a China y Méjico donde él había deseado ir. Finalmente, el fantasma de Arnaldo lo encontraría en el punto de partida: le enseñaría a los jóvenes lo que representó la II República, “la alegría por la sensación de ser útil todavía”. 

Se implicó en todos los eventos organizados por la izquierda, el otro gran cimiento al que agarrarse era el Partido y Alejandra no es una mujer dada a romper con sus lazos de lealtad. Sabemos que los comunistas sienten su filiación como un brazo o una pierna, les configura, y uno no lo tiene fácil para renunciar al orden que le ha sostenido frente al vértigo o el dolor sordo del exilio. A menudo, la rigidez de una norma es un cortafuegos contra el miedo. “Al final de todo…sigo siendo comunista”, y en esos puntos suspensivos parece estar pidiéndonos perdón por seguir creyendo en un sistema cuya puesta en práctica fracasó, caducó a ojos de tantos, incluso de los que militaron con fiereza en sus filas. Ella no es una intelectual espesa ni un Santiago Carrillo haciendo un discurso sesudo, no se aferra a sus ideas por la dificultad de admitir un error o defender su ego. Es puro sentimiento: “el comunismo es útil, pero lo que hizo Stalin es intolerable” La tecnología le permite aún hoy repasar “sus periódicos” en internet, entre ellos el Pravda soviético. Además, ya lo hemos visto, Alejandra es una mujer terca, el último de sus empeños está siendo el de seguir viva. “No me quiero morir, hubo una época en que no me importaba tanto, pero ahora soy feliz”.

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En su piso de la calle Beltrán Bigorra, con la luz de Levante filtrándose entre estanterías abarrotadas de recuerdos, esta mujer obstinada y radiante me regaló detalles minuciosos de su vida. Cultivaba unos geranios coquetos en el balcón y abría su casa a quien quisiera conocerla. Ahora, seis años después, sigue sonriendo sin un asomo de jactancia ni rencor a los que la aplaudimos. Cuando le hice la última foto, a las puertas de Les Corts, me pregunté si estaba cansada de homenajes, si después de tanto ramo de flores habría perdido el hábito de acordarse de Arnaldo, si se puede llegar a perder ese hábito. Seguro que le habla en silencio, le siente cerca.




Antes de abandonar el palacio de Benicarló, con el eco de los flashes y los discursos aún en la cabeza, merodeé por el jardín interior donde se levanta un ficus gigante de más de cien años. Quería sedimentar la experiencia, saborearla, dejarme calar por ella. “Si Alejandra fuera un árbol ─me dije─ sería como este ficus”. Elegante, recio, cimentado con dignidad en medio de un patio íntimo, con sus raíces hermosas cayendo hacia el suelo como gotas de cera sólida. Un árbol fiel a sí mismo a pesar del desfile de los hombres y de las épocas, de los requiebros e intrigas de la política, de los ecos de sus palabras llenas o huecas. Recordé las manos de Alejandra mientras sostenían mi libro: nudosas y tranquilas como las raíces al aire de este ficus centenario.




“Yo estoy segura ─concluye en su biografía─ de que los desequilibrios de la sociedad capitalista, cada vez más tremendos y más dolorosos, las contradicciones cada vez más flagrantes y universales, tienen que desembocar ineludiblemente en un movimiento de liberación y dignificación de la Humanidad”. Ella asume que no tendrá vida para verlo, ¿o quizá sí?

El testimonio y el legado de personas como ella le hacen sentirse a uno pequeño y adocenado, lleno de dudas miserables. Suelen avivar en uno el sentimiento de inferioridad que acompaña una vida carente de dramatismo. Sin embargo, bajo el estruendo de la guerra o de la depredación stalinista, entre los estragos del hambre, la derrota y la renuncia, Alejandra lanza un mensaje tenue que es casi un hilo invisible, una propuesta de vida atemporal y válida para seguir también en tiempos de paz y de complacencia. Se oye como un latido de fondo en el relato de todas sus peripecias: la convicción de que cualquiera, si lo desea de veras, puede soñar un mundo más justo y pelearlo sin cortapisas, igual en una manifestación, en un aula, un hospital o un encuentro banal con un vecino que necesita una mano tendida. Se puede ser un héroe en tiempos heroicos y en tiempos que no lo son. No hace falta que resuene la artillería nazi de Stalingrado para hacernos tan grandes como ella.  

“Hay gente con miedo a pensar ─me dijo al final de la entrevista─, es más cómodo no analizar, no buscar la verdad o por lo menos la tuya propia”. Alejandra nos enseña la suya para que vayamos pensando si tomar algo prestado o seguir dándole vueltas. Es nuestra libertad, ella ha contribuido a que la disfrutemos, ahora hay que ser valiente y ejercerla. 


Enlaces de interés: 




domingo, 28 de febrero de 2016

Goya y las Pinturas Negras: el primer alarido moderno.

En el museo de El Prado, las Pinturas Negras provocan una sacudida. Son catorce cuadros que el artista pintó en los muros de la Quinta del Sordo, a orillas del Manzanares, justo antes de exiliarse de España para siempre. Los tiempos eran turbios por dentro y por fuera, en el agitado Trienio Liberal que abarcó desde 1820 al 1823.


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Entro en el silencio de la sala con la guía del museo en la mano y mis pupilas reciben agradecidas la penumbra del sótano.  La Romería de San Isidro enseña una columna inacabable de seres grotescos, el esperpento que no acaba. La vista se deja atrapar por los seres apiñados en el primer plano, que dejan a la vista sus expresiones forzadas, libres en su angustia o hilaridad, penetrantes como la mirada de una gárgola gótica en contrapicado. 

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La imaginería medieval del infierno es aquí ya punto de transición hacia el Siglo XX, el siglo que descubriría cómo el infierno estaba a pie de calle, entre nosotros, en la violencia que habita dentro de uno mismo. Es el siglo XIX, el enfermo mental convive ya entre los muros de la urbe moderna y en nuestra propia cabeza. Goya actuaría como visagra entre el mundo estilizado y luminoso del que provenía, de compartimentos estancos y nitidez tranquilizadora, y la caja abierta de Pandora. Su desesperación fue la del primer artista moderno que no podría franquear ambos mundos sin retorcerse de dolor.

Antes de llegar a él, he dedicado toda la mañana a las galerías del nivel principal, donde he podido comprobar cómo los grandes maestros pintaban complacidos entre los halagos de monarcas y poderosos, estilizando sus iconos de poder, amordazados por ellos.
Rubens se ha extasiado entre oropeles cortesanos y se ha evadido al mundo aséptico y lejano de la mitología clásica o al erotismo alegre de sus Tres Gracias. Tiziano y Velázquez han sido alabados por la corte más poderosa de Europa (asombra comprobar cómo los Austrias hacían desfilar por Madrid a los artistas más cotizados y los convertían en artífices de su propaganda política). Ellos han llevado cada vez más lejos el testigo de los avances técnicos en la ejecución de una pintura tan fiel a la realidad como una fotografía. Se han dejado mimar mientras perseguían un virtuosismo al servicio de lo que el ojo traía a sus retinas. Si alguna vez han franqueado ese límite y han mirado hacia dentro, y no afuera, no lo han vertido con libertad en sus telas. Por algo Las Meninas nos entusiasman, son una rendija abierta a la Modernidad, al Velázquez subjetivo y juguetón de la última etapa que, como Cervantes, reflexionaba en voz alta sobre su lugar entre tanta infamia y lucha de egos, pensando la representación y pensándose a sí mismo con los pinceles.

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Alivia comprobar que Velázquez aquí se libra por fin a sí mismo y no se conforma con la denuncia sutil que ha volcado en la expresión vulgar de los monarcas que le subvencionaban. Tan solo El Greco, en su rapto místico, ha dejado fluir sin cortapisas su mirada interior, que era una mirada flameante y hacía aletear la realidad delante de sus ojos.

Suavemente, con el avance del tiempo y las galerías, he llegado a Goya. Al maestro de Fuendetodos le hemos visto seguir los pasos de los que le enseñaron el dominio del oficio y conviven con él en la planta baja, en la majestuosa sala del Arte Clásico. Ha pintado a la Familia Real y ha hecho todas las genuflexiones necesarias. Se ganó su entrada en la Academia con un Cristo etéreo y carente de dolor, le proporcionó a Godoy un retrato idealizado de su amante (la Maja desnuda) para decorar su gabinete personal y éste lo colgó junto a la Venus de Velázquez, como un obrero lujurioso que se empapelara la garita de fotos eróticas. 
Sin embargo, para conocer la brecha que abre Goya en su historia personal y en la Historia del Arte hay que hacer un descenso: hay que bajar al sótano del museo. Como Freud enseñaría poco después, los monstruos que produce el sueño de la razón están en el subsuelo. Allí Goya enseña las huellas de su última etapa vital y creativa, los grandes encargos como Los fusilamientos del 2 de mayo y La lucha de los mamelucos, estremecedores en su gran formato.


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En La lucha con los mamelucos son los ojos de los caballos los únicos que nos miran espantados, los hombres están demasiado absortos en aniquilarse mutuamente. Es un primer indicio de la sinrazón por llegar.
La guerra ha tensado ya sus fibras hasta desatar la angustia: el artista contemporáneo ha brotado. La distorsión de la realidad obedecerá a partir de ahora al mandato de las emociones, Munch palpita en estos aquelarres (solo 70 años les separan de su famoso Grito), y con él Valle-Inclán, y el Guernika de Picasso, entre tantos otros.


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Delante de las Pinturas Negras ojeo la guía del museo y leo surrealismo, impresionismo. Habla también de un lirismo hondo en su enigmático Perro semihundido, que aparece sepultado bajo una avalancha de luz mortecina que lo aplasta. Podría ser una tormenta de arena, toda la arena misma del Sáhara al completo. El hombre del siglo XX asoma semienterrado a los albores de la barbarie por venir. Es el más bello y nihilista de sus cuadros, tan enigmático y desnudo como un heiku. La indefensión en los ojos del perro es proverbial, es la pregunta de un perro extraviado, un testigo mudo e impotente.
Al espectador, que es Goya, que somos todos, solo le queda ladrar el mundo que está vislumbrando. Después de él, muchos más lo harían con sus pinceles y sus ideas. Igual que el pintor aragonés hizo en estos frescos cargados de ocres y negros. Poco antes de abandonar la Quinta del Sordo y dejar el país para siempre (solo le distaban 5 años de su muerte en Burdeos).
Le imagino en su exilio: vacío, aislado, entre el rumor que solo él producía ya desde un adentro exhausto y afónico. 





domingo, 31 de enero de 2016

Pina Bausch y el ascetismo en la danza





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Allí donde no llegan las palabras, decía Pina, allí se abre un espacio que sus bailarines descifran con el cuerpo. Un espacio que es como una negrura sibilante, el filo de un rascacielos o un acantilado sin fin, un lugar donde ya no es hablar sino ver cruzar una mujer con un árbol nacido de las últimas lumbares,



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 o una bailarina que espera el amor en la mediana de la autopista,


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o un idilio irreal con un hipopótamo.



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Tanzt, sonst sind wir verloren (bailad, o estaremos perdidos)Pina, la película en la que Wim Wenders atrapa la poesía de esta coreógrafa alemana, es un compendio de su delicada belleza, de sus piezas breves y palpitantes como un heiku. Wenders, que tiene el mismo instinto para la fotografía y para la mística, deja desfilar en sus 99 minutos de metraje relatos sobre el amor, la culpa, el perdón, la entrega ciega, la dependencia, el mercadeo humano, la ira, la atadura invisible y cruel del destino, de las relaciones viciadas, huecas, de la ternura y del abandono.



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Entre sus obsesiones también figuran los límites de la comunicación, hace moverse a los bailarines en la búsqueda de una conexión que nunca llega, como el calor de una llama que tiembla y se apaga, los hace chocar o acompañarse en un silencio estéril e inacabable.



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Rescata también la risa, el humor como salvación, para conjurar la soledad y el absurdo.


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La película desgrana todo el material coreográfico como un testamento último de la autora y llora su muerte reciente, en los albores del rodaje mismo, en 2009. Por eso las palabras de sus principales bailarines, escuchadas a boca cerrada, golpean con más verdad, con más contundencia. Uno a uno van formando el retrato de Pina desde la cercanía, dan cuenta de cuán Pina son cada uno de ellos, y cuánto de ellos habitaba en Pina. Sois como mis ángeles, solía decirles cuando el entusiasmo por un buen ensayo o una frase ejecutada con limpieza la sacaba de su silencio. En ocasiones, Wenders también nos la muestra a ella misma en pleno trabajo, enjuta y concentrada, siempre moviéndose con un cigarrillo en la mano, fumándose su avidez de belleza y de vida. La cámara atrapa con facilidad un brillo de búsqueda en sus ojos, una expresión enigmática, escueta.
Tanzt, sonst sind wir verloren, y la confesión es breve como lo era su cuerpo, sus ojos menguados, su expresión falsamente cohibida, siempre incompleta, menos acabada que sus propias piezas. Llama la atención el contraste entre esta mujer casi muda y reconcentrada, y la transgresión que volcaba en sus coreografías.  



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La mujer metrono.

Una de mis escenas favoritas la llenan dos amantes que se reclaman y duelen. Ella cae con la limpieza de una aguja y él la rescata a unos centímetros del suelo, en una frase repetitiva e idéntica como una oración.



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Es una danza que pendula alrededor de un eje invisible en el espacio, un cuerpo que se columpia con simetría perfecta hacia la derecha y la izquierda y la derecha, siempre con la fe en unos brazos que la esperan invariables, locos de entrega, y loco sigue avanzando el bucle de su colapso ordenado y lento. El cuerpo maquinal se desarticula y cede como una columna clásica y hay tanta belleza en ello que es inútil intentar sentir la desesperación del amante, porque los ojos desean ya una nueva caída, un nuevo arco perfecto en el aire, trazado a compás, con punto de fuga.


Vollmond




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Esta coreografía es como una ola rompiendo en el acantilado, enseña su impacto y su frescura. Pina era conocida por hacer bailar a sus bailarines hasta la extenuación, experimentaba con los límites del cuerpo enfrentados a la determinación de la danza. En Vollmond, sin embargo, no hay sufrimiento, sino un jolgorio de patio escolar. Les vemos bailar hasta las yemas, hasta las tripas, empleando los cinco sentidos. Sus dedos amasan la tierra voluptuosos, animados por la primera curiosidad que aún late en las uñas del niño, chop-chop la música de las palmas en el charco, cris-cris las hojas amarillas del otoño volando en desorden sobre la cabeza, chaaaas la estela del patinaje sobre un agua nueva y fresca.



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Y la risa brota inocente, igual a aquella que se nos escapó en los parques, detrás de una exploración primera por la textura del otoño, por el alivio de la lluvia y la libertad del barro en los caminos. Impulsos que parecían lejanos, inasequibles ya, para el cuerpo disciplinado y sólido del bailarín, la inercia ordenada que se trasladó a vivir sobre los miembros rebeldes del niño. Pina consigue que los bailarines burbujeen bajo un chorro de agua y la primera energía no haya perdido la memoria, se desata otra vez, no corre sino corretea, no salta sino chapotea, y una alegría elemental, última, contagia la mirada y abre una sonrisa involuntaria, de lluvia grata chorreando despacio por la cara.

Café Müller


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En su pieza más conocida (que Almodóvar utilizó como arranque en su película Hable con ella), Pina desfila entre sillas como una figura flamígera de mirada oculta. Camina con una ceguera impostada y sus ojos se han trasladado a los brazos levantados, el cuerpo casi levita. Su rostro es un grito de Munch a ojos cerrados. Hay un aire que circula entre sus costillas, por su cintura, por debajo de los pliegues de la tela exigua, un camisón tan tenue que no puede desmentir el agujero negro en el vientre, un cuerpo horadado e ingrávido que sabe gritar en un silencio de brazos extendidos.



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Sin tregua, los acordes barrocos de Purcell empujan un aire grave que lo traspasa todo, más grave que los cuerpos de los bailarines, sin apego ya por el suelo que rozan en el café Müller, bailarines que orbitan alrededor de esa figura doliente que es Pina, la llama fría que avanza a ciegas entre las sillas y que ve más allá que los demás, con esas pupilas vivas detrás de los párpados cerrados.

Acaba la película, bailad, o estaremos perdidos. Y la mujer lánguida y estilizada como una lámina japonesa ha dicho todo lo que debía decir, Pina da un paso atrás y se sabe salvada, ha descubierto la fórmula contra la desolación y la compartirá contigo si trabajas a su lado y si no haces preguntas. Básicamente hay que cerrar los ojos y escuchar al cuerpo, que quiere avanzar un pie hacia delante para soltar el otro, flexionar la rodilla, esperar, escuchar un poco más, mover quizá una mano ahora, hacia fuera, como un péndulo, respirar, un, dos, tres y… Sigue buscando, decía siempre. Eterna.  



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Enlaces de interés:


http://www.pina-bausch.de/en/schedule/index.php

http://www.pina-film.de/en/

https://www.filmaffinity.com/es/film780724.html