martes, 10 de octubre de 2017

¿Por qué no hemos puesto una bandera, papá?

Llegó a su despacho antes que el primer cliente como tenía costumbre, le gustaba ventilar, correr las cortinas, abrir las ventanas de la galería y echarle un vistazo a las plantas. Se sentía bien, ¿por qué no sentirse bien? Habían pasado un fin de semana largo sin grandes planes ni grandes choques familiares. Simplemente el pijama, la perra, la bicicleta, la película después de la cena que siempre tenían que contarle en el desayuno porque se dormía.

El callejón de atrás era estrecho y siempre le llegaba el olor del aceite, el ajo frito, las pequeñas disputas, conversaciones al móvil que deberían ser privadas, el rumor de la calle comercial tan cerca y el televisor del tercero.

El televisor. Hoy era el día de la independencia, ¿pasaría bien la jornada? Mientras había acompañado a los niños a la parada, se había preguntado si le llamarían del colegio para recogerlos. Una pregunta rápida, clandestina, como una estrella fugaz, tan rápida que se queda uno dudando si de verdad ha pasado. Ahora, mientras forcejeaba para abrir la ventana del fondo, otra vez esa pequeña congoja salida de no se sabía dónde: el noticiario del tercero le llegaba con un tono intimidatorio, atropellado, duro. Se vio a sí misma abriendo su negocio en Siria, o Palestina. Gente que no tenía normalidad, pero se la pintaba en medio del caos, ¿cómo se las apañaban para seguir ganándose la vida? ¿Cuánto tiempo le lleva a una persona llamar normal a lo anormal? La ventana cedió por fin con un chasquido y se asomó a la pantalla plana del vecino: no eran las noticias, sino una simple retransmisión de fútbol. Se mordió el labio, avergonzada, ¿qué estaba pasando en su cabeza?

Una semana atrás, cuando las banderas españolas habían empezado a colgar de todos los balcones, ella sintió la misma perturbación, una incomodidad perezosa que ganaría fuerza, la mera asunción de que no podía seguir mirando a otro lado. Las banderas no formaban parte de su mobiliario común, no había sido educada entre ellas (ella era del Mediterráneo y de la Meseta, demasiada mezcla). Ahora las veía en las fachadas de su barrio y le parecían una mera contestación, un signo arrojadizo que decía guerra. ¿Guerra?

“¿Por qué no hemos puesto una bandera, papá?” ─había preguntado ayer su pequeña─ Y su marido, sin cambiar la marcha del coche, había perorado sobre la cantidad de banderas que tendrían que poner llegado el caso: la española, la valenciana, la vasca, la europea, ¡la del planeta tierra! Los niños se habían reído de pensar que no tenían balcón para tantas. Una bandera blanca, dijo ella, pero las risas tapaban ya el comentario y ella estaba demasiado cansada para dar una explicación con la que se quedara satisfecha. ¿Cuál era esa explicación? Ni ella misma sabía.

Todo era confuso en la calle y en los medios, voces entremezcladas, noticias contradictorias y juicios rápidos. Y lo peor, lo más nuevo: un recelo creciente de hablar según con quién.

“Artur Mas ha dicho que los bancos se pelearán por quedarse en Cataluña”, había disparado con sorna la noche anterior, cuando los niños ya estaban en la cama. Estaba muy satisfecha de sí misma, quería demostrar que ella también podía estar al día. Él no había levantado ni los ojos del móvil y ella había seguido repasando la vitro en silencio, mirando de reojo su gesto ceñudo. “Estás muy desfasada, cariño ─soltó al fin─, la cosa se calienta de hora en hora, se lo cuentas a alguien que siga la prensa y te dirá que hace mucho de eso…”. Había apretado la bayeta contra una pequeña huella de la sartén y había rascado con la uña a pesar de saber que dejaría marca. “Ha habido hostias en la manifestación del 9 octubre, por eso oíamos el helicóptero de la policía”. 

Ella le había dado la espalda para escurrir la balleta, la niña pedía agua y no había dudado en llevársela para tumbarse junto a ella. Cuando metió la nariz en la raíz de su pelo le inundó el olor áspero y penetrante, ¿estaba ahí la explicación? Estaba ahí, claro que sí, en lo que le había enseñado su hija: el amor y la tolerancia, la voluntad de aceptar a un otro que es igual y distinto a la vez, que se parece y no se parece, que habla por sí mismo y por tu boca.


“Mañana declaran la independencia”, le había dicho su marido cuando se metió en la cama. Ella se había girado hacia su mesilla para ajustar el despertador. Poco antes de cerrar los ojos, sólo quedaba la luz azulada del móvil que él tardaría en apagar. Las esquinas del armario hacían sombras profundas en la pared, tan largas como el interrogante con el que lucharía para quedarse dormida.