jueves, 7 de mayo de 2015

Desgracia. J.M. Coetzee.


“Desgracia”, de J. M. Coetzee


Desgracia no parece literatura, sino un pedazo de la vida misma, implacable y grandiosa a la vez. Cuando uno llega de la mano de Coetzee a la última línea y se toma un minuto reverencial para absorber el impacto, al minuto siguiente habrá abandonado las ganas de escribir, las ganas de abultar el número de páginas superfluas que siembran las librerías. En una novela como ésta está contenido el mundo como en el número áureo de los judíos. Todo está bien. Alrededor reina un equilibrio limpio, sencillo. Como cuando escucho las variaciones Goldberg en el coche y el paisaje en el parabrisas se asienta, se ordena de una forma fácil. La belleza de las obras maestras tiene esa cualidad, serenan el espíritu, le concilian a uno con el dolor y el caos de participar en la vida y pelear día a día para que esta broma cruel tenga sentido. Cuando aún está uno inmerso en ellas, se roza la sensación de verse salvado de la muerte, se confunde uno con la obra, entiende por qué se le llama inmortal a un conjunto de 270 páginas impresas.
Desgracia es una novela sobre el amor o sobre la incapacidad para el amor. No puede haber una buena pieza de literatura sin amor, sobre todo si se trata de una novela, un edificio que calca al milímetro las fortalezas y debilidades de las personas que se mueven por él. Freud decía que la salud mental radica en la capacidad de amar y la capacidad de trabajar. El ejemplo de David Laurie, el protagonista, desmiente esta segunda acepción y la reduce a la primera, porque su incapacidad de amar le hace perder el trabajo. La salud implicaría pues, según Coetzee, la mera capacidad de amar.
Pero Laurie no hace más que trastabillar en el intento. Después de perder su empleo como profesor de literatura por un idilio desafortunado con una universitaria, viaja a la Sudáfrica profunda para tantear el cobijo que le pueda dar la única mujer de su vida a la que no ha devastado con su soberbia y su fogosidad sexual: su hija Lucy.
Lucy, en sus veintipocos años, se ha logrado asentar en una granja en la que vive cultivando flores y acogiendo perros. A pesar de los envites de una vida que no se le adivina fácil a sus espaldas, ha encontrado su lugar en el mundo y se ha forjado un carácter dulce, sólido, capaz de ofrecer mucho más amor del que haya podido recibir de su padre. Está a años luz de él. A pesar del largo periodo en el que no han estado en contacto, le recibe con naturalidad, le escucha de una forma llana, sin aleccionarle, sin afectación tampoco.
El punto de inflexión en la novela se produce cuando unos africanos les asaltan en la granja y dan cuenta de la indefensión de Lucy, de lo arrogante de su proyecto: una mujer blanca y soltera no puede sostenerse sola en el corazón de África, desafía las leyes de la tierra, las normas que los africanos se dieron durante siglos, antes de que el hombre blanco irrumpiera con las suyas y las impusiera a la fuerza. Lucy es como un injerto exótico. Tendrá que pagar una cuota por ello. De momento ha perdido la dignidad, más adelante puede perder incluso la vida.
Es muy interesante asistir a la reacción del padre ante la asunción de que su hija, en tanto que es mujer, está expuesta a la violencia del hombre. Después de haber forzado a muchas de ellas, la última de todas con el uso y abuso de su autoridad, Coetzee le trata a David con su misma medicina. Ahora es él, a través de su hija, el que ha sido violentado. Un revulsivo moral que, contra todo pronóstico, no obra el cambio completo en él.
En una novela convencional, nuestro protagonista hubiera hecho un giro hacia la humildad y el perdón. Coetzee, como un ventrílocuo hábil y despiadado detrás de sus criaturas, nos concede un cambio modesto: Lurie se humanizará, acudirá como voluntario a la protectora de animales e irá a pedir perdón a la familia de la estudiante ultrajada. Pero esta no es una novela convencional, como la vida misma no lo es tampoco. Coetzee se encargará de mostrarnos que la redención nunca es lineal, que una palabra de perdón no repone un mundo hecho trizas, una inocencia rota para siempre. Y que el causante de tanto dolor es también víctima de sí mismo y del deseo que reflota en él como las metástasis de una descomposición interior. Lurie acude a la obra de teatro donde actúa la chica sin saber muy bien qué le mueve, pero su novio es capaz de ver su pelaje de lobo en la oscuridad y de echarle a patadas. Lurie tendrá que aplacar su deseo con una prostituta que hace la calle.
Este es el segundo punto de inflexión que abre la  novela hacia su desenlace. Aquí, el lector alberga ya pocas esperanzas de que el protagonista encuentre su lugar en el mundo, pero le mueve el ánimo tan humano de que la vida sea “otra cosa”, de que Lurie acepte por fin la derrota y compadezca a alguien de forma sincera, a alguien de carne y hueso, más allá de la Teresa, amante de Byron, que se lamenta en los linderos de su imaginación y que es un trasunto de sí mismo, llorándole al advenimiento de la vejez y a la extinción definitiva de su vigor sexual.
Lucy sería la primera candidata. Pero ha hecho una identificación con los violadores para esquivar el dolor inicial, para contener su rabia. Se inhibe de condenarlos y esto enfurece a su padre. Antepone así su deseo de ser adoptada por esa tierra, de dejar de ser una extranjera. Concebirá un hijo de ellos como acto de comunión. Pero David está lejos de aceptar tanto agravio. Su soberbia le alejará de ella.

Sólo le quedan los animales. Esos perros con los que, en un escalón al ras de la inclemencia, puede compadecer y salvar porque, y aquí Coetzee coloca su última banderilla al lector, están ya muertos cuando él les devuelve la dignidad. Se ha convertido en un ser mejor del que era en las primeras páginas. Ahora por fin es capaz de mostrar ternura, pero el requisito es que la criatura esté inerte, incapaz de devolverle una gratitud que pondría en peligro su desapego total hacia el mundo.