martes, 29 de diciembre de 2015

Los peligros de ponerse profunda en la peluquería



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Filosofías del Underground (Anagrama, Compactos), es un compendio liviano y diáfano de la tendencias filosóficas que confluyeron en el movimiento underground. En sus páginas se intuye que a Luis Racionero le calaron a fondo en los años sesenta y setenta. Como intelectual de peso que es, pudo discernir entre toda la cacharrería hippy y el punto de hondura que acompañaba la corriente de la contracultura. En su ensayo agrupa las corrientes de pensamiento que escaparon al monopolio del dogma positivista en tres bloques: el individualismo (románticos, anarquistas, Byron, Hesse), el pensamiento oriental (basado en el flujo y la transformación continua) y las posturas nacidas de las experiencias con drogas psicodélicas, que avalaban la existencia de nuevos planos de conciencia. 

Todo ello servido de forma destilada y escueta, lista para consumir como un aperitivo. Un libro más que traigo para leer en la misma peluquería, entre el ronroneo de los secadores y el trajín de las clientas. 

Incauta de mí, desconocía los peligros de desafiar el racionalismo europeo entre potingues y mechas.

En uno de sus capítulos más curiosos, hilvana las conexiones entre el misticismo oriental y la física cuántica nacida en Europa. “Las partículas no existen -nos recuerda el autor- sino que son conjuntos de sucesos agrupados por el observador”. No creo que a Einstein se le ocurriera esta idea en la peluquería (¿alguien sabe si Einstein iba a la peluquería?). 




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Medito sus palabras mientras coloco mi nuca en la pila y me cuesta creer que la peluquera no exista: su cuerpo rollizo como una tanqueta, su casquete rubio teñido, su mandíbula de buey son todo partículas y, como tales, no se puede decir que existan ni que no existan, sólo se tiene cierta probabilidad de que aparezcan en un sitio. Mi peluquera es y no es al mismo tiempo. ¡Qué vértigo! Siento sus manos rotundas sobre mi cuero cabelludo, extendiendo el tinte a las puntas, y no puedo dar crédito. Si ella es y no es, yo me someto a la misma ley de la física cuántica, también soy un conjunto de sucesos agrupable por un observador, qué ingenua he sido pensando que sólo era ella la que se deshace ahora mismo ante mis ojos como un tropezón de píxeles.

Superado el primer mareo, la sensación de no ser empieza a entrar en mí como el frescor de una zambullida en la playa: ¿por qué he venido a teñirme, pues? ¿por qué mi urgencia, mi impostura decirle a la chica que llevo un mes sin teñirme cuando fueron dos? ¿Dónde queda de pronto mi desazón por llegar pronto a casa porque los niños tienen deberes? ¿qué niños? ¿qué desazón? La teoría de la relatividad despoja, alivia, tiene cierto efecto antigravitatorio, como si todo a mi alrededor estuviera a punto de soltar amarras y flotar en una danza suave por el local de la peluquería: los secadores, las sillas giratorias, los muebles cajonera, hasta las peluqueras en sus pijamas blancos, que tanto agradecían a la gravedad la “caída” de sus cortes de pelo. 

Enseguida, el chorro de agua fría me precipita de vuelta al suelo, siento cómo desaparece poco a poco el picor del amoniaco sobre mi cráneo y una inmensa gratitud me trae de vuelta la alegría de ser “cosa”, unívoca e inmutable, deseosa de volver a mi vieja concepción. El placer es tan voluptuoso, que me pregunto si también existirá un yoga del lavado de pelo, si las manos de mi peluquera no estarán pulsando sobre mí “el mágico arco cósmico que puentea el cuerpo individual y la energía del universo”, como los tántricos practican con el sexo. 




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La peluquera masajea con destreza, abstraída y enérgica porque rondan las siete y estará descargando su deseo de terminar la jornada. Cierro los ojos entregada, pero no dará tiempo a que se me despierte el kundalini, “¿qué te vas a hacer?”- se detiene abruptamente y acerca su cara a la mía. Su expresión complaciente no disimula la prisa, así que no encuentro el valor para pedir un planchado de pelo. Pronto paso de nuevo a la butaca y observo lánguida cómo me aplica un poco de espuma con movimientos afectados y definitivos.

El espejo frente a mí me devuelve mi cara, me acerco al cristal para comprobar que mis canas han desaparecido, mis ojeras no, es el mismo rostro distendido y cansado. Pero ahora sé que todo muta, que mis rasgos se transforman tan lentos como la rotación del planeta y mis canas asoman ya ahí aunque no las vea. “Lo que es engendra lo que no es”, nos recuerda Racionero al hilo de Hegel y su Dialéctica, y por primera vez noto una distensión, una no-lucha contra el devenir de las cosas, el inmenso privilegio de cambiar en cada respiración y dejarse ir por el viaje que impone la vida.

“La noche empieza al mediodía” decía Chuang-Tzu.




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