miércoles, 28 de octubre de 2015

FAHRENHEIT 451.La temperatura a la que civilización se inflama y arde.





Hay un pájaro en el canalón del agua, bajo las tejas. Desde mi ventana puedo observarlo sin que se dé cuenta y emprenda el vuelo. Las patas arañan la pintura del metal, veo el plumaje del vientre, que es pálido y tierno y se abomba con su respiración rápida de animal breve. Es marrón y blanco, un pájaro común. Ignoro su nombre como él ignora que le estoy mirando. No es una especie exótica que merezca por ello mi atención. Los hay a cientos en este pueblo de la sierra, como ancianos resabiados y lentos, como niños a la deriva de agosto y sus horas graves, elásticas, espantándose las moscas en la plaza que el mediodía ha dejado desierta. Mi pájaro es tan común como las moscas, no es insólito por este pueblo, lo insólito es que yo me tome el tiempo de observarlo.

Acabo de terminar Fahrenheit 451 y me propongo escribir unas líneas sobre él, me propongo hacer algo con su fábula. Pero sólo me nacen estas líneas: el pájaro anónimo y yo, inhibiendo mi prisa por expresar lo que siento mientras le miro. Desafiando el vértigo de que no ocurra nada.

Y de que haya ocurrido todo.

En la sociedad que imaginó Bradbury, quien miraba un pájaro o descubría el color de las flores era fichado por la policía como “antisocial”. Hablar de ello podía suponer un grave riesgo. Hacerlo por escrito: un suicidio. Enseguida alguien hacía aparecer al cuerpo de bomberos en la puerta de tu casa para carbonizar tu iniciativa. Un extraño cuerpo de bomberos que, lejos de apagar fuegos, los encendían. Un cuerpo de limpieza más bien. Una antorcha eficiente y aséptica como el bisturí de un cirujano. Sobrecogedoramente rápida.

Desocupación, silencio, reflexión, debate, controversia: todo devorado por las llamas.  Las casas habían prescindido de los porches para evitarle a la humanidad el riesgo de no hacer nada. De charlar, de permanecer en silencio si era preciso. De contarse historias banales o imperecederas. De perpetuar la memoria, de comunicarse. De estar

La novela es conocida, es el más célebre de sus textos, junto a las Crónicas Marcianas. Como yo, muchos lectores han oído hablar sobre un relato futurista en el cual unos pocos individuos salvan los libros memorizándolos de forma subrepticia, una biblioteca andante que se oculta al margen de las ciudades y lucha por preservar el conocimiento humano. Una red de amanuenses mentales, morosos y precisos como los monjes que copiaban a los clásicos en la oscuridad de la Edad Media. Recitadores de párrafos amenazados que sobreviven al calor de otro fuego, otra luz, hogueras que no queman sino calientan, el calor del conocimiento. “había un silencio reunido en torno a aquella hoguera, y el silencio estaba en los rostros de los hombres, y el tiempo estaba allí, tiempo suficiente para sentarse junto a la vía enmohecida bajo los árboles, contemplar el mundo y darle vuelta con los ojos” (pág. 156).

Creí que la novela tendría un punto cómico, alguna referencia satírica hacia la barbarie que perpetraron los fascistas en sus albores. Pero no lo tiene. Hiela la sangre comprobar lo preciso de sus vaticinios. No ha habido nuevas hogueras como las de Hitler o Franco, pero la visión que desarrolló Bradbury está ya a las puertas.

El avance tecnológico y la incomunicación a la que nos ha lanzado están descritas con detalle en el matrimonio de Montag, el bombero protagonista. Mildred, su mujer, personifica el adocenamiento mortífero que trae la sociedad de consumo. Ella, como sus vecinas, ha olvidado donde conoció a su marido e incluso a su marido mismo, sólo siente un apego prefabricado por la “familia” que le parlotea sin tregua desde una triple pantalla de tamaño real, un enjambre de personas que nadie se preocupa de comprobar si tienen entidad propia.

“Yo pasé una velada agradable ─dijo ella, desde el cuarto de baño. ¿Haciendo qué? En la sala de estar ¿Qué había? Programas ¿Qué programas? Algunos de los mejores ¿Con quién? Oh, ya sabes, con todo el grupo” Y la contestación hastiada del marido no puede ser más actual: “el grupo, el grupo, el grupo” (pág. 59).

El viaje no es gratuito. A pesar de los argumentos del capitán Beatty, que defiende la tarea de los bomberos como los “Guardianes de la Felicidad” (pág. 71), la gente como Mildred paga un alto precio. Se atiborra de somníferos. Sufren una soledad hiriente y un vacío enfermizo que les abocan al precipicio. “¿Qué queremos en esta nación, por encima de todo?" Le recuerda el capitán Beatty a Montag, su bombero díscolo, en una arenga que resume el espíritu de toda esta fábula. "Quiero ser feliz, dice la gente. Bueno, ¿no lo son? ¿No les mantenemos en acción, no les proporcionamos diversiones? Eso es para lo único que vivimos, ¿no? ¿Para el placer y las emociones? Y tendrás que admitir que nuestra civilización se lo facilita en abundancia” (pág. 71).

Pero los suicidios se suceden cada noche como una plaga y, cuando se trata de su propia mujer, Montag debe asistir al triste espectáculo de una brigada de técnicos que acuden con urgencia a su dormitorio para limpiarle el estómago y ejecutan su danza macabra con indolencia, sin quitarse el cigarrillo de los labios, abrumados por el exceso de llamadas cada noche.

Quien, como yo, integre un equipo hospitalario de salud mental, no podrá dejar de asombrarse de este retrato tan real del futuro que esgrimió Bradbury. Los suicidios son nuestro dramático día a día, no hay noche en que no se haga un lavado en un hospital de la red pública. Todas las noches. 365 días. En la escena que imaginó el autor, nuestra rutina está llevada a un extremo que no tardará en llegar. “Se saca lo viejo, se pone lo nuevo y quedan mejor que nunca” (pág. 25). En la sociedad de Montag, el dolor del alma se rectifica con un artificio técnico. En la de hoy, los laboratorios farmacéuticos difunden la misma idea. Por eso la consulta del psiquiatra se debe resolver en sesiones de quince minutos. “En un caso así no hace falta doctor ─le explican a Montag con cansada solicitud─; lo único que se requiere son dos operarios hábiles y liquidar el problema en media hora. Bueno, hemos de irnos” (pág. 25).



El escenario es claro, no hay salvación para la masa. Ni hay lugar para quien, como Montag, se detenga a mirar el mundo, se haga preguntas, se deje visitar por la duda. Ha conocido a Clarisse, una joven que prueba el sabor de la lluvia, colecciona mariposas y le pregunta si es feliz o si está enamorado. Con ello, la joven (a la que llevan al psiquiatra por ello) ha abierto en él una trampilla por la que ambos resbalarán sin retorno posible. Nuestro bombero protagonista no es un intelectual, ni conoce los libros más allá de alguna lectura religiosa de su infancia. Pero el asombro y la duda son el germen que contiene la creación cultural. De ahí a ser fogueado por dar un paseo nocturno o conducir a sesenta por hora contemplando el paisaje hay un paso. Mejor dicho: el chasqueo de una cerilla.

La imaginación de Bradbury nos ha llevado de la mano por este paisaje arrasado. Nos ha puesto en alerta contra el peligro de degenerar en una legión de muertos vivientes, de los riesgos de tomar la televisión (o internet) como la única factoría de realidad a tener en cuenta. Nos ha querido prevenir de la mordaza mediática, la intromisión de la propaganda, el exhibicionismo indecente que facilitan las redes sociales. Cuando Montag es perseguido por sus infracciones, la cacería es retransmitida como un reality feroz y la acción se hará trepidante. El punto más vertiginoso del relato llegará entonces, cuando él mismo se vea en la pantalla de un vecino y se sienta imantado por la imagen de sí mismo: protagonista voluptuoso de una cacería, olvidará por unos instantes que su vida depende de que siga huyendo. Se habrá convertido así en amo y esclavo, en cazador cazado, seducido por su individualidad hasta un punto que ralla la locura. Es el guiño de Bradbury hacia la alienación a la que nos somete exhibir nuestra vida hasta las mismas tripas, ¡lo pensó antes que los mismos creadores de Facebook!

Fahrenheit 451 (1966)

Junto a este, hay párrafos tan visionarios que hielan la sangre, el mundo camina hacia su debacle porque ha suprimido la memoria, el pensamiento, la controversia. En el camino que llevó a este extremo, las carreras universitarias se abreviaron, los campus se vaciaron, los profesores y catedráticos acabaron siendo prófugos, la cultura universal se redujo a un folleto, después un párrafo, un pequeño resumen cargado de ilustraciones. "Los años de Universidad se acortan, la disciplina se relaja, la Filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, completamente ignorados. La vida es inmediata, el empleo cuenta, el placer lo domina todo después del trabajo. ¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?" (pág. 65).

En el sumidero por el que desaparecen las huellas de los hombres, se ha perdido también el recuerdo de sus errores, entre ellos: la amenaza nuclear, la crueldad de la guerra. Aquí es donde más se deja notar que el autor ideó su fábula en plena Guerra Fría.

Como Orwell, como Huxley, Bradbury utiliza una ficción futurista para hablar del presente y sus brechas. Son las famosas distopías, un género que se cultivó para alertarnos de los peligros de someterse a sistemas totalitarios, de aceptar fórmulas de vida “feliz” que otros idean por nosotros. Lo que distingue a Fahrenheit, lo que la hace especialmente sobrecogedora, es que Bradbury prescinde de un dictador para hacer viable tanta sumisión. Aunque la sombra del fascismo se moviliza en nuestro imaginario cuando se nos describe la quema de libros, en esta fábula no hay un poder externo que someta al pueblo. Es el mismo pueblo el que se vacía de contenido, se desprende de su raíz, su diversidad, su herencia. Se despide de valores como el esfuerzo, el sacrificio. De aspectos incómodos como la duda, la discrepancia, el escepticismo, la diferencia. Camina de forma complaciente hacia un mundo uniforme y plano donde todo se ingiere de forma bulímica, precocinada. Todo se edulcora, se ofrece para el consumo rápido y fácil. ¿Quién no se ha dado cuenta aún de que todas las ciudades se parecen hoy al mismo aeropuerto?

He vuelto a leer la novela tras fracasar en el intento de que lo hiciera mi hijo de 12 años. La leíamos juntos, pero acabé yo sola. En verano le persigo con los títulos que yo leí a su edad porque me aterroriza ver cómo engulle tecnología, información fatua, vídeos de gatitos, gente que exhibe sus resbalones, sus caídas cómicas. En la escuela no le va mucho mejor: se ha suprimido la filosofía por la economía, los valores por las cifras, las horas de parque por las prisas, los chats, los madrugones, la acumulación atropellada de deberes que le hastían. "Leer no me apetece, mamá", me dice cada noche, y yo apago la luz rendida, sintiéndome en las filas de la resistencia que imaginó Bradbury, calentándome las manos alrededor de la misma hoguera. Asumo que los libros no pueden competir con aquello que le seduce y le narcotiza tras una jornada que parece la de un ministro.

Hoy en día, en pleno siglo XXI, el papel agoniza lentamente sin que concurran las lenguas de fuego que imaginó el genial americano. En su lugar, el soporte digital ha colonizado nuestras “bibliotecas” convirtiéndolas en nubes de datos, intangibles y vastas, abrumadoramente extensas. Se nos dice que están a buen recaudo, pero es difícil creerlo después de leer Fahrenheit 451. Quién puede dejar ahora de imaginar un inmenso “apagón”, ¿por qué no?, un desliz informático podría aniquilarlas con un golpe de tecla.



Enlaces recomendados:

http://cultura.elpais.com/cultura/2013/07/01/actualidad/1372709103_285396.html

http://blogs.elpais.com/amores-imaginarios/2013/10/un-mundo-sin-libros-farenheit-451.html

Edición utilizada para las citas: Debolsillo. Edición de 2009.
174 págs.  http://www.megustaleer.com/editoriales/debolsillo/NB