Hay un pájaro en el canalón del agua, bajo las tejas. Desde
mi ventana puedo observarlo sin que se dé cuenta y emprenda el vuelo. Las patas
arañan la pintura del metal, veo el plumaje del vientre, que es pálido y tierno
y se abomba con su respiración rápida de animal breve. Es marrón y blanco, un
pájaro común. Ignoro su nombre como él ignora que le estoy mirando. No es una
especie exótica que merezca por ello mi atención. Los hay a cientos en este
pueblo de la sierra, como ancianos resabiados y lentos, como niños a la deriva
de agosto y sus horas graves, elásticas, espantándose las moscas en la plaza
que el mediodía ha dejado desierta. Mi pájaro es tan común como las moscas, no
es insólito por este pueblo, lo insólito es que yo me tome el tiempo de
observarlo.
Acabo de terminar Fahrenheit 451 y me propongo escribir unas
líneas sobre él, me propongo hacer algo
con su fábula. Pero sólo me nacen estas líneas: el pájaro anónimo y yo,
inhibiendo mi prisa por expresar lo que siento mientras le miro. Desafiando el
vértigo de que no ocurra nada.
Y de que haya ocurrido todo.
En la sociedad que imaginó Bradbury, quien miraba un pájaro
o descubría el color de las flores era fichado por la policía como
“antisocial”. Hablar de ello podía suponer un grave riesgo. Hacerlo por
escrito: un suicidio. Enseguida alguien hacía aparecer al cuerpo de bomberos en
la puerta de tu casa para carbonizar tu iniciativa. Un extraño cuerpo de
bomberos que, lejos de apagar fuegos, los encendían. Un cuerpo de limpieza más
bien. Una antorcha eficiente y aséptica como el bisturí de un cirujano.
Sobrecogedoramente rápida.
Desocupación, silencio, reflexión, debate, controversia: todo
devorado por las llamas. Las casas habían
prescindido de los porches para evitarle a la humanidad el riesgo de no hacer nada. De charlar, de permanecer
en silencio si era preciso. De contarse historias banales o imperecederas. De
perpetuar la memoria, de comunicarse. De estar.
La novela es conocida, es el más célebre de sus textos,
junto a las Crónicas Marcianas. Como yo, muchos lectores han oído hablar sobre
un relato futurista en el cual unos pocos individuos salvan los libros
memorizándolos de forma subrepticia, una biblioteca andante que se oculta al
margen de las ciudades y lucha por preservar el conocimiento humano. Una red de
amanuenses mentales, morosos y precisos como los monjes que copiaban a los
clásicos en la oscuridad de la Edad Media. Recitadores de párrafos amenazados
que sobreviven al calor de otro fuego, otra luz, hogueras que no queman sino
calientan, el calor del conocimiento. “había un silencio reunido en torno a
aquella hoguera, y el silencio estaba en los rostros de los hombres, y el
tiempo estaba allí, tiempo suficiente para sentarse junto a la vía enmohecida
bajo los árboles, contemplar el mundo y darle vuelta con los ojos” (pág. 156).
Creí que la novela tendría un punto cómico, alguna
referencia satírica hacia la barbarie que perpetraron los fascistas en sus albores.
Pero no lo tiene. Hiela la sangre comprobar lo preciso de sus vaticinios. No ha
habido nuevas hogueras como las de Hitler o Franco, pero la visión que desarrolló Bradbury
está ya a las puertas.
El avance tecnológico y la incomunicación a la que nos ha
lanzado están descritas con detalle en el matrimonio de Montag, el bombero
protagonista. Mildred, su mujer, personifica el adocenamiento mortífero que
trae la sociedad de consumo. Ella, como sus vecinas, ha olvidado donde conoció
a su marido e incluso a su marido mismo, sólo siente un apego prefabricado por
la “familia” que le parlotea sin tregua desde una triple pantalla de tamaño
real, un enjambre de personas que nadie se preocupa de comprobar si tienen
entidad propia.
“Yo pasé una velada agradable ─dijo ella, desde el cuarto de baño. ¿Haciendo qué? En la sala de estar ¿Qué había? Programas ¿Qué programas? Algunos de los mejores ¿Con quién? Oh, ya sabes, con todo el grupo” Y la contestación hastiada del marido no puede ser más actual: “el grupo, el grupo, el grupo” (pág. 59).
“Yo pasé una velada agradable ─dijo ella, desde el cuarto de baño. ¿Haciendo qué? En la sala de estar ¿Qué había? Programas ¿Qué programas? Algunos de los mejores ¿Con quién? Oh, ya sabes, con todo el grupo” Y la contestación hastiada del marido no puede ser más actual: “el grupo, el grupo, el grupo” (pág. 59).
El viaje no es gratuito. A pesar de los argumentos del capitán
Beatty, que defiende la tarea de los bomberos como los “Guardianes de la
Felicidad” (pág. 71), la gente como Mildred paga un alto precio. Se atiborra de
somníferos. Sufren una soledad hiriente y un vacío enfermizo que les abocan al
precipicio. “¿Qué queremos en esta nación, por encima de todo?" Le recuerda el
capitán Beatty a Montag, su bombero díscolo, en una arenga que resume el
espíritu de toda esta fábula. "Quiero ser feliz, dice la gente. Bueno, ¿no lo
son? ¿No les mantenemos en acción, no les proporcionamos diversiones? Eso es
para lo único que vivimos, ¿no? ¿Para el placer y las emociones? Y tendrás que
admitir que nuestra civilización se lo facilita en abundancia” (pág. 71).
Pero los suicidios se suceden cada noche como una plaga y, cuando se trata de su propia mujer, Montag debe asistir al triste espectáculo de una brigada de técnicos que acuden con urgencia a su dormitorio para limpiarle el estómago y ejecutan su danza macabra con indolencia, sin quitarse el cigarrillo de los labios, abrumados por el exceso de llamadas cada noche.
Quien, como yo, integre un equipo hospitalario de salud mental, no podrá dejar de asombrarse de este retrato tan real del futuro que esgrimió Bradbury. Los suicidios son nuestro dramático día a día, no hay noche en que no se haga un lavado en un hospital de la red pública. Todas las noches. 365 días. En la escena que imaginó el autor, nuestra rutina está llevada a un extremo que no tardará en llegar. “Se saca lo viejo, se pone lo nuevo y quedan mejor que nunca” (pág. 25). En la sociedad de Montag, el dolor del alma se rectifica con un artificio técnico. En la de hoy, los laboratorios farmacéuticos difunden la misma idea. Por eso la consulta del psiquiatra se debe resolver en sesiones de quince minutos. “En un caso así no hace falta doctor ─le explican a Montag con cansada solicitud─; lo único que se requiere son dos operarios hábiles y liquidar el problema en media hora. Bueno, hemos de irnos” (pág. 25).
Pero los suicidios se suceden cada noche como una plaga y, cuando se trata de su propia mujer, Montag debe asistir al triste espectáculo de una brigada de técnicos que acuden con urgencia a su dormitorio para limpiarle el estómago y ejecutan su danza macabra con indolencia, sin quitarse el cigarrillo de los labios, abrumados por el exceso de llamadas cada noche.
Quien, como yo, integre un equipo hospitalario de salud mental, no podrá dejar de asombrarse de este retrato tan real del futuro que esgrimió Bradbury. Los suicidios son nuestro dramático día a día, no hay noche en que no se haga un lavado en un hospital de la red pública. Todas las noches. 365 días. En la escena que imaginó el autor, nuestra rutina está llevada a un extremo que no tardará en llegar. “Se saca lo viejo, se pone lo nuevo y quedan mejor que nunca” (pág. 25). En la sociedad de Montag, el dolor del alma se rectifica con un artificio técnico. En la de hoy, los laboratorios farmacéuticos difunden la misma idea. Por eso la consulta del psiquiatra se debe resolver en sesiones de quince minutos. “En un caso así no hace falta doctor ─le explican a Montag con cansada solicitud─; lo único que se requiere son dos operarios hábiles y liquidar el problema en media hora. Bueno, hemos de irnos” (pág. 25).
El escenario es claro, no hay salvación para la masa. Ni hay
lugar para quien, como Montag, se detenga a mirar el mundo, se haga preguntas,
se deje visitar por la duda. Ha conocido a Clarisse, una joven que prueba el
sabor de la lluvia, colecciona mariposas y le pregunta si es feliz o si está
enamorado. Con ello, la joven (a la que llevan al psiquiatra por ello) ha
abierto en él una trampilla por la que ambos resbalarán sin retorno posible. Nuestro
bombero protagonista no es un intelectual, ni conoce los libros más allá de
alguna lectura religiosa de su infancia. Pero el asombro y la duda son el
germen que contiene la creación cultural. De ahí a ser fogueado por dar un paseo
nocturno o conducir a sesenta por hora contemplando el paisaje hay un paso.
Mejor dicho: el chasqueo de una cerilla.
La imaginación de Bradbury nos ha llevado de la mano por
este paisaje arrasado. Nos ha puesto en alerta contra el peligro de degenerar
en una legión de muertos vivientes, de los riesgos de tomar la televisión (o
internet) como la única factoría de realidad a tener en cuenta. Nos ha querido
prevenir de la mordaza mediática, la intromisión de la propaganda, el
exhibicionismo indecente que facilitan las redes sociales. Cuando Montag es
perseguido por sus infracciones, la cacería es retransmitida como un reality feroz y la acción se hará
trepidante. El punto más vertiginoso del relato llegará entonces, cuando él
mismo se vea en la pantalla de un vecino y se sienta imantado por la imagen de
sí mismo: protagonista voluptuoso de una cacería, olvidará por unos instantes
que su vida depende de que siga huyendo. Se habrá convertido así en amo y
esclavo, en cazador cazado, seducido por su individualidad hasta un punto que
ralla la locura. Es el guiño de Bradbury hacia la alienación a la que nos
somete exhibir nuestra vida hasta las mismas tripas, ¡lo pensó antes que los mismos
creadores de Facebook!
Junto a este, hay párrafos tan visionarios que hielan la
sangre, el mundo camina hacia su debacle porque ha suprimido la memoria, el
pensamiento, la controversia. En el camino que llevó a este extremo, las
carreras universitarias se abreviaron, los campus se vaciaron, los profesores y
catedráticos acabaron siendo prófugos, la cultura universal se redujo a un
folleto, después un párrafo, un pequeño resumen cargado de ilustraciones. "Los años de Universidad se acortan, la disciplina se relaja, la Filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, completamente ignorados. La vida es inmediata, el empleo cuenta, el placer lo domina todo después del trabajo. ¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?" (pág. 65).
En el sumidero por el que desaparecen las huellas de los hombres, se ha perdido también el recuerdo de sus errores, entre ellos: la amenaza nuclear, la crueldad de la guerra. Aquí es donde más se deja notar que el autor ideó su fábula en plena Guerra Fría.
En el sumidero por el que desaparecen las huellas de los hombres, se ha perdido también el recuerdo de sus errores, entre ellos: la amenaza nuclear, la crueldad de la guerra. Aquí es donde más se deja notar que el autor ideó su fábula en plena Guerra Fría.
Como Orwell, como Huxley, Bradbury utiliza una ficción
futurista para hablar del presente y sus brechas. Son las famosas distopías, un
género que se cultivó para alertarnos de los peligros de someterse a sistemas
totalitarios, de aceptar fórmulas de vida “feliz” que otros idean por nosotros.
Lo que distingue a Fahrenheit, lo que la hace especialmente sobrecogedora, es
que Bradbury prescinde de un dictador para hacer viable tanta sumisión. Aunque
la sombra del fascismo se moviliza en nuestro imaginario cuando se nos describe
la quema de libros, en esta fábula no hay un poder externo que someta al
pueblo. Es el mismo pueblo el que se vacía de contenido, se desprende de su raíz, su diversidad, su herencia. Se despide de valores como el esfuerzo, el sacrificio. De aspectos
incómodos como la duda, la discrepancia, el escepticismo, la diferencia. Camina
de forma complaciente hacia un mundo uniforme y plano donde todo se ingiere de
forma bulímica, precocinada. Todo se edulcora, se ofrece para el consumo rápido
y fácil. ¿Quién no se ha dado cuenta aún de que todas las ciudades se parecen
hoy al mismo aeropuerto?
He vuelto a leer la novela tras fracasar en el intento de que lo hiciera mi hijo de 12 años. La leíamos juntos, pero acabé yo sola. En verano le persigo con los títulos que yo leí a su edad porque me aterroriza ver cómo engulle tecnología, información fatua, vídeos de gatitos, gente que exhibe sus resbalones, sus caídas cómicas. En la escuela no le va mucho mejor: se ha suprimido la filosofía por la economía, los valores por las cifras, las horas de parque por las prisas, los chats, los madrugones, la acumulación atropellada de deberes que le hastían. "Leer no me apetece, mamá", me dice cada noche, y yo apago la luz rendida, sintiéndome en las filas de la resistencia que imaginó Bradbury, calentándome las manos alrededor de la misma hoguera. Asumo que los libros no pueden competir con aquello que le seduce y le narcotiza tras una jornada que parece la de un ministro.
Hoy en día, en pleno siglo XXI, el papel agoniza lentamente
sin que concurran las lenguas de fuego que imaginó el genial americano. En su lugar, el
soporte digital ha colonizado nuestras “bibliotecas” convirtiéndolas en nubes
de datos, intangibles y vastas, abrumadoramente extensas. Se nos dice que están
a buen recaudo, pero es difícil creerlo después de leer Fahrenheit 451. Quién
puede dejar ahora de imaginar un inmenso “apagón”, ¿por qué no?, un desliz
informático podría aniquilarlas con un golpe de tecla.
Enlaces recomendados:
http://cultura.elpais.com/cultura/2013/07/01/actualidad/1372709103_285396.html
Enlaces recomendados:
http://cultura.elpais.com/cultura/2013/07/01/actualidad/1372709103_285396.html
Edición utilizada para las citas: Debolsillo. Edición de 2009.
174 págs. http://www.megustaleer.com/editoriales/debolsillo/NB