domingo, 30 de diciembre de 2018

RESIGNACIÓN INSTITUCIONALIZADA


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La calle que suele lucir desierta se ha poblado de microbuses y le confiere una alegría insólita al CRIS. Los acordes ya me llegan cuando quito el contacto del coche porque hoy es su día festivo. Es el día de Encuentro Intercentros y los usuarios de varios como éste (centros de rehabilitación e inserción social) se reúnen para conocerse e intercambiar ideas. Los enfermos mentales acuden desde Valencia (Mentalia, Velluters, Sant Pau), Bétera y varias asociaciones de enfermos (Acova, Ambit). Patrocina el ayuntamiento de Puzol y la empresa Eulen, cuyo logo reza “Estamos por ti”. Habrá mercadillo y concierto de rock, un grupo de enfermos ha ensayado a conciencia este bolo y se llaman Guitar Heroes.

Camino unos minutos hasta la entrada y me doy cuenta de que el edificio del CRIS es coqueto y nuevo, pero ocupa un solar desangelado en tierra de nadie, a las afueras del pueblo. Lo rodea una planicie donde se mezclan campos de cultivo, motores y masías abandonadas con supermercados, puticlubs y un colegio de élite, ¿qué lugar ocupa el enfermo mental en medio de esta hibridación tan loca? Si estuvieran dentro de algún núcleo urbano, muchos más enfermos podrían acudir porque no se les puede pedir que cojan un tren y hagan trasbordos. No se debería abusar tampoco del coche de algún padre jubilado al que se le encadenan falsas promesas del servicio que nunca llega. Pero se abusa. Las familias han montado una nueva asociación, pero de momento sólo han recogido sonrisas y apretones de manos en los altos despachos.

Pienso esto mientras oigo el zumbido de la autopista por detrás de los naranjos, miro al este y veo la cinta plateada del mar con la silueta de las grúas de El Puerto. Hay tanta actividad en el mundo, tantos mundos en este mundo, lugares donde podrían caber estos chicos, me digo. Sin embargo los voy a encontrar en esta isla, cercados entre los mil metros cuadrados del CRIS, escuchando los acordes de sus compañeros y cabeceando sin alegría, sin una cerveza en la mano, sin garitos ni noche estrellada; sin un futuro fácil, que es lo que tiene la juventud cuando va a un concierto de rock y no sufre esquizofrenia ni trastorno bipolar.

El equipo del CRIS ha trabajado sin tregua para remedar la alegría que a menudo no brota de forma natural. Todo tiene que acercarse a un encuentro social entre personas que no saben o no pueden con lo social. Julián, Regina y los demás se han movido de aquí para allá desde las ocho. Han arreglado las mesas para la paella, han colgado globos, han colocado los paneles que los enfermos han pintado durante meses. “¡Somos cien personas para comer!” me dice Toña la educadora social, y el cansancio no se le nota en la voz porque es su gran día. Es pequeña y fornida, enfática, siempre que la veo me digo que le sobra energía, que sólo con estar cerca de ella sucede el contagio. Con una quinta parte de su empuje los enfermos se empapan y acaban sonriendo de una forma nueva. Como Luís, al que ha acompañado a varias inmobiliarias hasta conseguir el mejor apartamento de El Puerto. Los propietarios arrugaban la nariz cuando le escuchaban al otro lado del teléfono y Toña ha sido su aval, su negociadora.

Luís es huérfano y cuando su esquizofrenia arrecia se empeña en cambiar de pueblo como si el mal estuviera fuera, en algún lugar de su perímetro inmediato. El equipo de Salud Mental se desgañita detrás de sus eternas mudanzas. El logro más reciente es que no se aleje del área donde le conocemos y tratamos entre todos.

Lo encuentro en la última fila y me saluda cálido y entusiasta. Está muy bien ahora, lo noto porque querría inundarme con los detalles de su nuevo piso y no lo hace. Si estuviera descompensado no se despegaría de mí, pero lo veo ir y venir con el pitillo que se acaba de liar y sus eternos cascos colgados del cuello. Dejó Sagunto porque le tenían “manía”, pero desconoce que todos los vecinos lo quieren bien. Cuando bebe sólo se pone empalagoso,  siempre acaba siendo traído a la consulta por algún vecino al que al que le inspira más ternura que lástima.

No es el caso de la mayoría. El miedo acaba fácilmente con la buena educación del enfermo. Cuando la paranoia se inflama y crece, la sensación de amenaza deja de ser imaginaria porque se mezcla con el ruido de todas las puertas que se cierran a su paso. Puertas imaginarias y puertas de verdad: todavía hago visitas a domicilio y oigo algún cierre de cerrojo cuando toco al timbre. No todos los enfermos tienen el encanto de Luís para sobrellevar tanta soledad.

El vocalista de los Guitar Heroes se presenta antes de abordar el segundo tema. Agarra el micro con desenfado y nos da permiso para darles “de hostias” si no nos gusta su número. A Luís le hace muchísima gracia la salida y me gusta verle reír. Me sienta bien formar parte de todo esto, me digo. Recalo en el cielo que nos regala un típico azul mediterráneo, el huerto y el jardín acicalados para la ocasión por los usuarios. La música arranca y el batería renquea como lo haría una banda de adolescentes en la tarima de un patio escolar. Luego se coge y la cosa no fluye mal. Hay un violinista que se defiende y el desparpajo del solista cubre todas las grietas. Enseguida estoy pensando cómo conseguirles un bolo en algún garito de verdad y me pregunto si debería decir que son enfermos mentales.

El público está sentado y apenas mueve la cabeza al compás, más de uno ni mira hacia el escenario. Amparo, que está sentada junto a la pared, se ha vuelto mansa con el inyectable mensual y deja la mirada muerta en el vacío. Sus ciento y pico kilos se desparraman sobre la sillita plegable y me recuerdan la quietud de los rebaños en el mediodía del campo. Un enfermo calvo al que no conozco está sentado enfrente y no se ha quitado la mochila infantil de la espalda, quizá se haya comido ya el bocadillo y haya hecho una bola con el papel de plata. Debe de rondar los cincuenta.

De pronto me cruzo con Jose y me saluda muy correcto. La conversación es mínima y tensa, se nota que está sobreponiéndose a su necesidad de irse corriendo. No lo retengo. Cuando se aleja de nuevo hacia el vestíbulo desierto chupando su cigarrillo, me digo que con él no bastan los simulacros. No podemos incrustarle una vida de relaciones. Le sigo de reojo y me recuerda a una criatura en el zoo, dibujando círculos en el cemento de su jaula con sus carreras. Estaba tan contenta de haberle conseguido una plaza aquí, misión cumplida, me dije, estación final. Sin embargo ahora veo que el trabajo con él no ha hecho más que empezar. Las familias y los terapeutas solemos descansar cuando les convencemos para que vengan al CRIS, pero a veces tan sólo estamos cambiándoles de escenario. 

No puedo evitar acordarme de la postura de algunos compañeros críticos con lugares como este. Los CRIS no dejan de ser una nueva “reserva de locos”, argumentan, al margen de la vida ordinaria, real.

Resignación institucionalizada.

Dar la partida por terminada cuando ni siquiera ha comenzado. ¿Será todo lo que podemos hacer?