En los Pirineos, a tan poca distancia del país vecino, se hace inevitable sentir la excitación de la frontera. Se trata sólo de una línea roja en el mapa, una abstracción creada por los hombres para ordenar nuestra convivencia, contener nuestro instinto depredador, delimitar identidades, signos de pertenencia.
En Canfranc, a tres kilómetros de Francia, el pueblo entero se nutre de su condición de frontera. Cuesta pensar que el aire sea distinto a uno otro lado del túnel de Somport, el túnel que facilitó el tráfico ferroviario a través de la cordillera. Cuesta pensarlo porque no lo es.
Lo que sí es real es la vida que se aglutina alrededor de este paso fronterizo; en Canfranc, en los albores del siglo XX, dio lugar a una estación emblemática, la Estación Internacional de Canfranc o “Dama de los Pirineos”. La hipérbole de la época la señalaba como “la segunda estación de ferrocarril más grande de Europa” y nadie se molestó en contrastarlo. Interesaba que este edificio de dimensiones titánicas intimidara a los visitantes extranjeros y les invitara a pensar en España como un país moderno, dinámico, pujante.
La España de 1928, nada menos. Sumida en el atraso, la incomunicación y la superchería. Tan pequeña en el mapa que ni siquiera había sido invitada a luchar en la Gran Guerra (contienda de la que sólo acusó nuevos retrasos para la conclusión de las obras ferroviarias). Alfonso XIII, lánguido y un tanto hastiado, posa con expresión meliflua en las fotos de la ceremonia de apertura, casi un siglo después de las primeras conversaciones entre Aragón y Paris.
Nosotros la hemos visitado una mañana luminosa de enero, con los niños divertidos bajo el casco con el que nos obligan a entrar. Las cubiertas aún amenazan con el desplome, las goteras eran la norma hasta hace poco. Se trata de un edificio en semiruina, pendiente de completar una rehabilitación largamente atrasada, y sólo se visita desde el 2013. Nuestros amigos María y Jaume nos han contagiado el entusiasmo por conocerla, promete esplendor decadente y leyendas de espías.
Hemos fotografiado la
fachada del vestíbulo principal, con la cúpula recién rehabilitada. Es una mole
ancha y de poca altura, 241 metros de norte a sur, 156 puertas dobles, 365
ventanas. La montaña que se yergue a su espalda le hace de telón y compite en
elegancia con las molduras art decó y con el brillo de la pizarra que conforma
toda la cubierta. El aire frío de la mañana traía un escozor a la nariz, un
raspado lleno de leña y penumbra congelada. El mismo que sentirían los cinco mil
judíos que dieron aquí esquinazo a la Gestapo gracias a Monsieur Le Lay, el
jefe de la aduana francesa, el “Shindler” de Canfranc. El miedo les imprimiría
con fuerza este paisaje en las retinas, este mismo aroma de montaña les debió
de sofocar. Se dice que Le Lay organizaba incluso apagones para que los nazis
no les vieran escabullirse entre las vías.
El atractivo de conocer
la estación se dobla por el hecho de encontrarse en ruinas. Asistimos al
esqueleto de la estación, a su abandono. Las paredes se nos muestran sin
pulimento, sin florituras, su tiempo se clausuró, su heroísmo también. No hay
opción al engaño. Este enorme buque varado en el valle enseña sus tripas como
si una señorita fin de siècle nos abriera el corsé y nos dejara pasear por
dentro. El túnel para viajeros que se abre al corazón del edificio nos alumbra
con una luz verdosa, una humedad de algas que nos hace un punto ingrávidos. El
pasamanos de mármol que se abre al vestíbulo principal nos ayuda a imaginar que
buceamos por el mismísimo Titanic.
Hay un sentimiento
fúnebre en este armazón al aire, el pasado trágico se resiste a desaparecer y
yace en este ataúd de vigas oxidadas, de escayola rascada, de molduras mordidas
que acunan telarañas.
La guía empieza su
explicación y nos agrupamos en círculo en torno a ella. Yo la escucho con la
mano en el casco mientras repaso los altos ventanales, su voz se desliza pronto
a las anécdotas de la Guerra Mundial y los niños enmudecen con los ojos
redondos.
La Estación Internacional
tenía un andén francés y un andén español, una isla de la Francia ocupada en
territorio español, no fue difícil que se convirtiera en rendija para la
libertad de miles de judíos, aviadores aliados e incluso alemanes perdedores al
final de la contienda. La comparación con la conocida Casablanca, que tanta
mitología generó, no tarda en aflorar en la charla de la guía. La Estación
Internacional funcionaba como una encrucijada ambigua, abierta al espionaje, al
doble rasero, una visagra eficaz para la Resistencia francesa. En la Fonda
Marraco (ya desaparecida) llegaban a confluir oficiales de la Wehrmacht con
judíos escondidos a manos de resistentes, que se repartían entre funcionarios
del país vecino y paisanos aragoneses.
Sus voces se apagaron
hace décadas, pero la guía nos incita a resucitarlas con nuestra imaginación.
Unos paneles recién instalados en el vestíbulo nos facilitan el viaje, excitan
nuestra carencia de riesgo y aventura. Monsieur Le Lay sonríe en una
instantánea en blanco y negro, mira hacia algún punto ajeno al objetivo de la
cámara y está despreocupado. Para nosotros, sin embargo, es ya un perfil tan
heroico como el cuño de una moneda. La guía nos habla de su labor y se le
iluminan los ojos, todavía no lleva tanto tiempo contándoselo a los visitantes,
no se le filtra el tedio de los guías veteranos.
En el reportaje que nos
pasa a continuación (han instalado una pantalla en un ángulo del vestíbulo),
Lola Pardo habla con indolencia sobre su colaboración con los aliados. Era una
joven de diecinueve cuando empezó sus viajes de alto riesgo hasta Zaragoza,
pasaba documentos clave en el refajo de la falda. En la pantalla es una abuela
de sonrisa fatua que responde al periodista con la misma indolencia con la que
contaría una receta de cocina. Su vida está anclada en el corazón de Canfranc,
su padre fue vigilante en el túnel que facilitaba la vida de la estación.
Participó en los nudos de espionaje de forma natural, como el mismo deshielo
que se sucede cada invierno en estos picos que rodearon su vida. “Yo pensé que tó salía bien…”, responde sin vacilar.
“Me senté en el lao de los guardias
civiles para hacerles enterar que mis viajes no tenían tres ni revés”. No
parece un farol. Desconocía el riesgo que suponía el viaje, damos crédito al
instante. Asimismo, su sonrisa delata un punto de desdén por nuestras ganas de
convertirla en heroína de Hollywood. En su acento maño resuena el mismo rigor,
la misma aspereza de los inviernos que ha pasado en este paisaje abrupto. En
Zaragoza, un cura recibía los documentos y los empujaba en su viaje hasta la
embajada británica en San Sebastián. Lola actuaba por instinto, la Gestapo
nunca la descubrió. Durante las seis décadas siguientes, jamás le dijo a su marido que había sido espía.
Monsieur Le Lay, sin embargo, fue delatado en el 43, su importancia en la zona había acuñado el apodo de “El rey de Canfranc”. A cambio del oro nazi que dejaba pasar hacia territorio español (Franco lo recibía en pago del wolframio que enviaba a Hitler para la construcción de blindados), filtraba personas y documentación vital de la Resistencia. Huyó hasta Argel con su mujer y su hijo, un hijo que da cuenta hoy en la red de cómo su padre volvió a la vida contemplativa, la que él había deseado siempre para sí mismo.
Monsieur Le Lay, sin embargo, fue delatado en el 43, su importancia en la zona había acuñado el apodo de “El rey de Canfranc”. A cambio del oro nazi que dejaba pasar hacia territorio español (Franco lo recibía en pago del wolframio que enviaba a Hitler para la construcción de blindados), filtraba personas y documentación vital de la Resistencia. Huyó hasta Argel con su mujer y su hijo, un hijo que da cuenta hoy en la red de cómo su padre volvió a la vida contemplativa, la que él había deseado siempre para sí mismo.
El documental culmina, la
visita pronto lo hará también. La guía explica la vida caduca de la estación
después de la guerra, el tráfico exiguo, el misterioso accidente en los años 70
que arruinó el puente cercano en territorio francés y que detuvo el flujo de
los trenes como un infarto fatal. La Compañía de Midi se despreocupó de ese
puente en Francia. Tampoco a este lado de la frontera se hizo lo propio. La
erosión del clima se introdujo en las cubiertas, tomó las vías, agrietó el
pavimento. La “dama de los Pirineos” se incorporaba de vuelta al paisaje que la
había alumbrado. Hoy está cercada y arranca por fin su rehabilitación, pero en
la década del 2000 todavía se podía pasear en libertad entre los andenes
ganados por las matas, arrancar los paneles del restaurante, llevarse a casa un
aplique art decó. Un internauta mochilero asegura haber dormido incluso en el
viejo hotel internacional.
Los documentos de la aduana, con la tinta de los sellos emborronada por la humedad, alfombraban aún el suelo del muelle postal cuando Jonathan Díaz, un joven conductor de autobús, los encontró en el 2000. Daban cuenta de 86 toneladas de oro nazi que circuló en el 42 hacia la península desde su incautación a los judíos europeos. El Heraldo de Aragón publicó la noticia, pronto los funcionarios de Renfe acudirían a recoger hasta 24 sacos de documentación reveladora. Oro ilícito, recién blanqueado en la Suiza neutral, seguía su viaje hacia Madrid y Lisboa para alimentar la debacle fascista. La mirada condescendiente de Monsieur Le Lay lo dejaba circular con seriedad de funcionario, en un tiempo en el que un gesto sencillo podía contener un mundo, enderezar o arruinar vidas, hacer saltar la realidad en pedazos o salvarla.
La visita concluye y nos
sabe a poco, miramos el andén oxidado enfermos de añoranza, ansiosos por
conocer las viviendas de los funcionarios, la aduana, el hotel. El pasamanos de
mármol nos despide del vestíbulo y los niños recobran la libertad por los escalones
gastados. Pronto sus voces rebotan en el alicatado del túnel, se persiguen
entre los abetos, en seguida están pidiendo permiso para bajar al riachuelo y
estremecer sus deditos en el agua que baja helada desde las cumbres.
El viaje al pasado no les
conmueve, la muerte de un edificio no les abruma. La nostalgia por el pasado no
les puede visitar porque carecen de pasado, son inmortales todavía. Disfrutan
del presente que personas como Lola Pardo o Monsieur Le Lay labraron para
ellos. Quién les convence de que hace falta mirar atrás.
Links de interés.
Visitas guiadas en:
http://www.canfranc.es/agenda_ficha.php?id_fich=695
Lola Pardo, entrevista en El País:
http://elpais.com/diario/2008/09/04/ultima/1220479202_850215.html
El rey de Canfranc (2013) (trailer) de José Antonio Blanco y Manuel Priede-González.
http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-223531/trailer-19534474/
Documental Juego de espías:
http://www.rtve.es/alacarta/videos/la-noche-tematica/noche-tematica-juego-espias/2609364/
Visitas guiadas en:
http://www.canfranc.es/agenda_ficha.php?id_fich=695
Lola Pardo, entrevista en El País:
http://elpais.com/diario/2008/09/04/ultima/1220479202_850215.html
El rey de Canfranc (2013) (trailer) de José Antonio Blanco y Manuel Priede-González.
http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-223531/trailer-19534474/
Documental Juego de espías:
http://www.rtve.es/alacarta/videos/la-noche-tematica/noche-tematica-juego-espias/2609364/