jueves, 6 de noviembre de 2014

Van Gogh y la estela de las cosas



Primavera de 1889, Arlés. Tras salir de su primera crisis psicótica, Van Gogh pinta “Frutales en flor”. Unos meses antes, en la famosa trifulca con Gaugin que le precipitó a la soledad y la locura, el que fue su único y efímero compañero le había espetado: “¡nunca escuchas!”. Las palabras del pintor eran ciertas, Van Gogh lo sabía y por eso, en el epicentro de la tormenta emocional que despertaron, se rebanó la oreja. El pintor de Zundert, el holandés pelirrojo de los trazos rápidos, que pintaba lúcidas escenas pero vivía a tientas, no sabía “escuchar”.

Sin embargo, cuando uno recorre las galerías del Museo Van Gogh en Amsterdam, si consigue abstraerse entre la nube de visitantes que llena las salas, siente que el reproche de Gaugin pide una justa matización: Van Gogh sí escuchaba, pero tal vez no como lo hacemos nosotros, más bien percibía el mundo en otra dimensión, una dimensión vetada para el resto de los mortales, desde la que se conecta con un mundo que vibra sin tregua.

El posimpresionista de fama póstuma, que despreciaba el mercado del arte calificándolo de “falso”, murió sin saber que sus pinturas se tasarían en cifras de vértigo. Mientras vivió, pintó durante sólo 10 años unos 900 cuadros, en una lucha desesperada por dar cuenta en sus lienzos de ese mundo donde las cosas no son “cosas”, sino la estela que dejan mientras respiran. Sus sensores no registraban la solidez de un objeto, sino los millones de partículas en movimiento que le dan cuerpo, sucesos que el ojo ordinario agrupa en conjuntos y arponea con palabras que le bastan para detener su vibración enloquecida, como los alfileres de los antiguos naturalistas.

En la mirada de Van Gogh, todas esas mariposas de alas disecadas están cruzando el campo alegre y aleatoriamente.  Un cielo no es esa cúpula homogénea y azul que nos contiene y aquieta la mirada, una montaña no es ese bastidor macizo que ondea en el horizonte y cierra la vista. Cada plano se merece esa pincelada ágil, violenta, libre del tedio y el encorsetamiento que aprendió de Seurat en París, cuando su técnica del “puntillismo” dejó de servirle para reproducir ese universo mutante y bello.

Las partículas también pueden ser onda. Faltaba casi un siglo para que Einstein y el resto de los físicos cuánticos incorporaran esta descripción del mundo material al racionalismo de Occidente. Mientras tanto, Van Gogh sólo podía enloquecer ante las puertas de la percepción abiertas para él en exclusiva, sin necesidad de drogas, sin meditar trascendentalmente, sin estudiar a fondo a los orientales o, quizá, bastándole con intuir un mundo nuevo y cargado de inmediatez en las láminas japonesas que coleccionaba y copiaba con fervor.

Pero volvamos al mes de marzo de 1889. La tormenta ha amainado tras unos meses en el hospital, la naturaleza vuelve a ser un bálsamo y en sus “Frutales en flor”, la primavera despierta ante sus sentidos heridos, los primeros brotes bostezan en las ramas que ha pintado semidesnudas. Le pide a su hermano Theo botes y botes de pintura, debe enviárselos con máxima urgencia, porque la floración no va a durar más de unos días y la lucha de Vincent es la de todo artista herido por la belleza, herido por la mutación permanente, por el dolor del tiempo. Porque toda belleza, todo esplendor contiene tiempo, una dosis letal de tiempo para la mirada del artista.

Y Van Gogh debe pintar esa floración a toda costa, quiere ser ese brote que se aferra a la rama, que renace de ella. Quiere conjurar su propia agonía y los frutales le encuentran en pleno despertar, la hierba que ocupa un amplio primer plano resplandece en un verde puro, como la esperanza que le han infundido los médicos. La vida en los frutales de Arlés emerge de forma fractal, es una brecha en el invierno que pronto quedará arrinconando y disuelto por la pujanza de esos colores primarios esparcidos libremente por el lienzo.

Sin embargo, las ramas se retuercen en ángulos violentos como una exclamación lanzada al cielo y aún hay un tronco en primer plano que parece rezagado, desnudo, con óvalos de pintura naranja que son las ramas tronchadas por el último vendaval: Van Gogh mismo tiembla con él, sus heridas sangran aún en un naranja encendido. ¿Conseguirá sanar? ¿puede creer las promesas de los médicos? ¿logrará ser uno más entre los hombres? Quiere ser como los campesinos de Arlés, como los vecinos de la Casa Amarilla (cada vez más hoscos y esquivos desde el incidente de la oreja), o como su hermano Theo, que parece navegar con facilidad entre todos ellos para conseguirle a él un poco de oxígeno cada vez que boquea.

En mayo del 89 ingresa voluntariamente en Saint-Rémy, abriendo así la espiral de crisis e ingresos psiquiátricos que le arrastrará a la muerte en poco más de un año, pero también a una producción frenética. La paleta de colores se restringe y las pinceladas se hacen más flamígeras: un incendio se ha desatado en su cabeza. “Si no pudiera pintar, me volvería loco”, le asegura a los doctores, mientras sus lienzos se multiplican a razón de casi uno al día. Crea la técnica de “húmedo sobre húmedo” que prescinde de la espera y aplica la segunda capa de óleo sin que se seque la primera. Es la forma de pintar de un hombre que necesita darle esquinazo a la brecha que le divide por dentro. Sus cuadros se llenan de cipreses que flamean hacia un cielo lleno de espirales, retorcido de dolor, y la textura de sus pinceladas se hace más gruesa que nunca, material, casi escultórica, tanto que invita a pasar los dedos por ese relieve tosco, grumoso. Parece como si Van Gogh hubiera necesitado también tocar lo que pintaba, crear un asidero al que agarrarse mientras asistía al colapso de todo a su alrededor. En “Campo de trigo con cuervos”, resulta fácil encontrar un presagio de muerte en esos pájaros negros que manchan el amarillo puro del campo, es la interpretación clásica, genérica.
Sin embargo, “Campo de trigo con segador”, pintado en los mismos meses, expresa mejor la impotencia de Van Gogh frente a su tragedia.
El cereal ocupa el centro de la mirada sin obstáculos, en una ondulación limpia, un despilfarro de amarillo azafrán, se balancea como una marea imparable que arrincona la figura del segador a la izquierda. Al hombre se le ve armado con una pequeña hoz, impotente contra la violencia de ese sol que lo funde todo sobre su cabeza, que impone un escenario derretido, inhabitable.

Ya tiene un lenguaje propio, una expresión y un dramatismo difíciles de imitar. Sin embargo, esto no logra calmarle y le pide a Theo láminas de autores clásicos en el deseo de un nuevo comienzo, de hacer pie al amparo de sus maestros. Copiará a sus autores favoritos, a Millet, a Rembrandt. En el museo de Amsterdam se encuentra una insólita Piedad donde emula a Delacroix. Los brazos de la virgen no apuntalan el cuerpo vencido de Jesús, más bien lo dejan caer con naturalidad, no hay gravidez ni hay dolor. Jesús es un semidios pelirojo que parece flotar en una atmósfera serena de amarillos y azules, ¿se trataría de sí mismo, imaginando una entrada suave en la muerte?


Sus palabras en esos días no son graves ni proféticas, “en la naturaleza siempre encuentro consuelo”. Lo ha escrito antes varias veces, no parece anunciar ningún cambio. Pero no olvidemos que Van Gogh no se expresaba con palabras, así como no “escuchaba” por la vía tradicional. ¿A qué naturaleza se refiere en esos días del “Campo de trigo con cuervos”? Posiblemente, a la naturaleza en su versión libre, vibrante, ondulatoria, y a su propia incorporación a ella, a ese escenario que él pintaba desde sus ojos heridos de lucidez y del que por fin pasó a formar parte un 29 de julio del 1990, tras dispararse un tiro en el pecho.

Emile Bernard, uno de los pocos amigos que acudió a su entierro, hizo mención a los incipientes elogios que su obra provocaba ya en un crítico parisino, tras darse a conocer en el Salón de los Independientes de ese mismo año.

“Yo arriesgué mi vida por mi obra, y mi razón destruida a medias”, dejará escrito en su última carta. Más de un siglo después, el mundo sigue vibrando, pero no ha habido quien lo sufra y lo recoja como supo hacer él.

Truco, trato y morirse de mentira



Termina el empacho de Halloween y guardo los disfraces de mis hijos con el pensamiento puesto en la muerte con la que está creciendo esta generación, una muerte edulcorada, bufa, representación pura. Me pregunto por el calado en sus pequeños espíritus de tanta gota de pintura roja. La muerte es un guiño que dura un día al año y se puede guardar en el altillo hasta el año siguiente. Una sabia bufonada desarrollada por los impulsores del mercado, un truco-trato para creerse inmortal, para desdeñar la decrepitud, negarla, para alimentar la insatisfacción de envejecer y lanzarnos con avidez a por nuevas piezas de recambio.  
El verano pasado, en un pueblo perdido de la sierra de Albarracín, asimilé lo lejos que vivimos ya de la muerte que respiraron nuestros abuelos.
Era una tarde ociosa como los son todas en Moscardón, la aldea donde llevamos a los niños para que aprendan a aburrirse, otra dimensión castrada para ellos. Un par de madres llevamos a las niñas al corral de la abuela Araceli, la única que aún cría animales en un establo desvencijado que abre la entrada al pueblo.
Araceli tiene la espalda doblada como un cartabón y cuando cruza la carretera de madrugada casi no se la ve, oculta bajo un montón de paja o de bártulos más grandes que ella.
Los ochenta y pico no le han robado la vitalidad ni la coquetería, trepaba los escalones del gallinero sin vacilar y cuando le pedimos una foto junto a las niñas, se quitó el mandil sucio que descubrió otro nuevo mandil de flores, un vértigo de faldones y trapos que ahuyentan el frío de la sierra y la fragilidad de sus miembros. Se cubría los rizos blancos con un pañuelo y arqueaba las cejas para subir la mirada, éramos un plano forzado para ella, el trato con sus animales la ha acostumbrado a comunicarse a ras de suelo.
No ha conocido otra vida que esta y contagiaba el entusiasmo de quien sabe cuál es su sitio en el mundo, sin un asomo de duda. “Me dicen que por qué sigo trabajando, pero es que yo quiero a mis animalicos, si tengo que quitarme de comer me quito antes que ellos”.
Las niñas ya llenaban el corral de risas y de carreras en ráfaga como las mismas gallinas, en un juego de espejos donde se hacía imposible el contacto. “¿Dónde está el gallo?”, preguntaba Rocío, y entonces supimos que gallo no había porque “las mundea y se las lleva a los piazos”.
Ovejas tuvo hasta quinientas, pero ya quedaban menos de treinta. En el corral mantenía encerrada a una con el “cerebro seco que se me quedó ciega”, y ese posesivo delataba que nos estaba hablando de su familia extensa. Cuando tocaba conocer a los corderos, nos abrió el portalón del establo grande y un revuelo de palomas recibió nuestras pupilas ciegas. Al rato, cuando nos habíamos hecho a la penumbra y al olor del sulfato, alguien descubrió un huevo de paloma caído del nido “con su criatura dentro”. Las niñas abrieron mucho los ojos, Rocío se atrevió a cogerlo pero disimulaba mal su turbación, “ahora no podrá pensar, ni hablar…”, dijo. En ese momento anticipé la colisión que iban a sufrir pronto las pequeñas, había cuatro corderos tiernos que correteaban ya bajo la luz enclenque de una bombilla y las niñas se embelesaban detrás de un somier viejo donde las había colocado la abuela Araceli, “no entréis porque se encienden y dan mala carne, en una semana tengo que matar a éste que me lo ha encargado la Encarna”.
El revuelo de las niñas cesó, todas callaron con sus manitas agarradas al metal oxidado, una madre irrumpió con el flash de su cámara e intentó arrancarles una sonrisa, todos deseábamos cambiar de tema. Sin embargo, la charla de Araceli continuaba con la naturalidad de un arroyo, “tenemos que comer, mi hijica, o nosotros o ellos”. Y en ese instante pude palpar el abismo entre los cinco de mi hija y los ochenta y pico de esta mujer: convive desde niña con la muerte, la está esperando entre los muros de adobe, bajo las capas de su mandil, como quisiéramos esperarla todos, embriagada por el revuelo de un rebaño manso alrededor de ella. Adiviné que su mirada viva no se dejaría empañar ni un instante, menos aún con la muerte.

Su últimos ojos serán idénticos a los que nos reciben cada año, translúcidos, serenos, satisfechos.