jueves, 6 de noviembre de 2014

Truco, trato y morirse de mentira



Termina el empacho de Halloween y guardo los disfraces de mis hijos con el pensamiento puesto en la muerte con la que está creciendo esta generación, una muerte edulcorada, bufa, representación pura. Me pregunto por el calado en sus pequeños espíritus de tanta gota de pintura roja. La muerte es un guiño que dura un día al año y se puede guardar en el altillo hasta el año siguiente. Una sabia bufonada desarrollada por los impulsores del mercado, un truco-trato para creerse inmortal, para desdeñar la decrepitud, negarla, para alimentar la insatisfacción de envejecer y lanzarnos con avidez a por nuevas piezas de recambio.  
El verano pasado, en un pueblo perdido de la sierra de Albarracín, asimilé lo lejos que vivimos ya de la muerte que respiraron nuestros abuelos.
Era una tarde ociosa como los son todas en Moscardón, la aldea donde llevamos a los niños para que aprendan a aburrirse, otra dimensión castrada para ellos. Un par de madres llevamos a las niñas al corral de la abuela Araceli, la única que aún cría animales en un establo desvencijado que abre la entrada al pueblo.
Araceli tiene la espalda doblada como un cartabón y cuando cruza la carretera de madrugada casi no se la ve, oculta bajo un montón de paja o de bártulos más grandes que ella.
Los ochenta y pico no le han robado la vitalidad ni la coquetería, trepaba los escalones del gallinero sin vacilar y cuando le pedimos una foto junto a las niñas, se quitó el mandil sucio que descubrió otro nuevo mandil de flores, un vértigo de faldones y trapos que ahuyentan el frío de la sierra y la fragilidad de sus miembros. Se cubría los rizos blancos con un pañuelo y arqueaba las cejas para subir la mirada, éramos un plano forzado para ella, el trato con sus animales la ha acostumbrado a comunicarse a ras de suelo.
No ha conocido otra vida que esta y contagiaba el entusiasmo de quien sabe cuál es su sitio en el mundo, sin un asomo de duda. “Me dicen que por qué sigo trabajando, pero es que yo quiero a mis animalicos, si tengo que quitarme de comer me quito antes que ellos”.
Las niñas ya llenaban el corral de risas y de carreras en ráfaga como las mismas gallinas, en un juego de espejos donde se hacía imposible el contacto. “¿Dónde está el gallo?”, preguntaba Rocío, y entonces supimos que gallo no había porque “las mundea y se las lleva a los piazos”.
Ovejas tuvo hasta quinientas, pero ya quedaban menos de treinta. En el corral mantenía encerrada a una con el “cerebro seco que se me quedó ciega”, y ese posesivo delataba que nos estaba hablando de su familia extensa. Cuando tocaba conocer a los corderos, nos abrió el portalón del establo grande y un revuelo de palomas recibió nuestras pupilas ciegas. Al rato, cuando nos habíamos hecho a la penumbra y al olor del sulfato, alguien descubrió un huevo de paloma caído del nido “con su criatura dentro”. Las niñas abrieron mucho los ojos, Rocío se atrevió a cogerlo pero disimulaba mal su turbación, “ahora no podrá pensar, ni hablar…”, dijo. En ese momento anticipé la colisión que iban a sufrir pronto las pequeñas, había cuatro corderos tiernos que correteaban ya bajo la luz enclenque de una bombilla y las niñas se embelesaban detrás de un somier viejo donde las había colocado la abuela Araceli, “no entréis porque se encienden y dan mala carne, en una semana tengo que matar a éste que me lo ha encargado la Encarna”.
El revuelo de las niñas cesó, todas callaron con sus manitas agarradas al metal oxidado, una madre irrumpió con el flash de su cámara e intentó arrancarles una sonrisa, todos deseábamos cambiar de tema. Sin embargo, la charla de Araceli continuaba con la naturalidad de un arroyo, “tenemos que comer, mi hijica, o nosotros o ellos”. Y en ese instante pude palpar el abismo entre los cinco de mi hija y los ochenta y pico de esta mujer: convive desde niña con la muerte, la está esperando entre los muros de adobe, bajo las capas de su mandil, como quisiéramos esperarla todos, embriagada por el revuelo de un rebaño manso alrededor de ella. Adiviné que su mirada viva no se dejaría empañar ni un instante, menos aún con la muerte.

Su últimos ojos serán idénticos a los que nos reciben cada año, translúcidos, serenos, satisfechos.

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