viernes, 3 de noviembre de 2017

Topografía

Su madre le puso Ezequiel, un nombre bíblico que suena a tormenta proverbial cuando se pronuncia. Significa la Fuerza de Dios, un destino grande para ese niño al que no perdería de vista ni un instante cuando era pequeño. Ahora ronda los cuarenta y aún no le pierde de vista.

Yo le veo solo por la facultad y le pido que me recuerde su nombre cada vez que me saluda, sabedora de que volveré a olvidarlo en cuanto vuelva a lo mío. Hace veinte años tenía unos ojos enormes y las pestañas más negras y rizadas de todo Medicina, todavía me acuerdo. Yo acababa de llegar a primero y él apareció en clase amparado por el bullicio de la tuna, ya no sé si tocaba un instrumento o le echaba coraje con la pandereta. Una sonrisa de me como el mundo. El caso es que era el más guapo, un moreno de belleza antigua, Siglo de Oro, quizá lo recuerdo así por la rancior de la tuna con sus capas, sus vuelos y sus bombachos ridículos.

Su primer brote debió de llegar entre segundo y tercero; dejé de verle por el pasillo en aquella época. Cuando le atisbé de nuevo por la facultad , yo ya era MIR y él un esquizofrénico. La medicación le había convertido en un gordo que caminaba como una boya entre la biblioteca y la máquina de café, sin rumbo en los ojos; la psicosis despoja a la gente de la urgencia y el tiempo se vuelve otro tipo de cepo. La prisa por llegar al futuro, la que teníamos todos, se le había ido aflojando a golpe de frustraciones y, cuando se quiso dar cuenta, ya estaría en el futuro que no deseaba para sí.

Ahora solo le queda el fingimiento.

─Hola, ¿qué tal?

Quizá no se acuerde de mí, pero lo cierto es que soy la única que le mantengo la mirada cuando me lo cruzo.

─¿Estás por aquí? ¿Qué haces?

Miento. Le digo que ando liada con mi tesis doctoral y él asiente con una sonrisa fatua. Quiero irme pero ya es tarde.  

─¿Y qué tal te va?

Necesito decir algo honesto y confieso que estoy atascada, con un bloqueo de años, demasiadas tareas y poco tiempo para escribir. Ni hablar de que la supuesta tesis es una novela sobre enfermos mentales. Para acabar con el silencio que se abre no puedo más que añadir lugares comunes que también son verdad: los hijos, la casa, el trabajo… Sonríe con sus dientes amarillos de tabaco y yo me pregunto qué hago hablándole de mi vida personal a un desconocido. Ahora sé que era un reflejo para bordear su vacío, su tremendo agujero: hablar de mí supone que él no hable de su nada. 

La conversación sincera debería ser algo parecido a esto:

─Hola, ¿qué tal? Cuántos años, me suena tu cara, ¿acabaste la carrera?

─Sí, ya lo ves, me gradué en locura.

─Vaya, qué cosa, pues yo me hice loquera.

Sin embargo, él ha apostado por fingir que no existe la topografía, que estamos al mismo lado de las cosas y, para mi sorpresa, se lanza con facilidad a una exposición vaga de su trabajo en Godella (donde la única clínica es psiquiátrica y posiblemente la conozca bien). Luego escancia un par de anécdotas imprecisas sobre su trabajo entre los médicos del SAMU (a quienes también habrá observado desde la camilla) y los dos reímos relajados. 

El sol muerde en las pupilas, yo me empiezo a cansar de hacer visera con la mano, él hace un esfuerzo por encontrar un hilo y dispara con inocencia.

─¿Y tu tesis, de qué es?

─De psiquiatría ─respondo desprevenida.

─Jo.

Se rasca la cabeza buscando algo qué decir, ahora la remontada es más difícil. Ninguno de los dos sabe cómo retomar la naturalidad, un reto incluso para mi cerebro, que se supone intacto. Me fijo en su camiseta llena de lamparones con el logo de un campus americano y me pregunto si el deseo de marcharme me habrá jugado una mala pasada.

─Bueno, pues que tengas suerte y la acabes ─se encoge de hombros y me sonríe con esos ojos que no han dejado de ser antiguos, preciosos.

─Y tú también, mucha suerte y…eso, mucha suerte.

Y se la deseo de corazón, pero no voy a encontrar la manera de hacerme creer, así que me despido con las cejas como si fuéramos a coincidir mañana mismo, en la clase de anatomía, la de las ocho de la mañana.   

martes, 10 de octubre de 2017

¿Por qué no hemos puesto una bandera, papá?

Llegó a su despacho antes que el primer cliente como tenía costumbre, le gustaba ventilar, correr las cortinas, abrir las ventanas de la galería y echarle un vistazo a las plantas. Se sentía bien, ¿por qué no sentirse bien? Habían pasado un fin de semana largo sin grandes planes ni grandes choques familiares. Simplemente el pijama, la perra, la bicicleta, la película después de la cena que siempre tenían que contarle en el desayuno porque se dormía.

El callejón de atrás era estrecho y siempre le llegaba el olor del aceite, el ajo frito, las pequeñas disputas, conversaciones al móvil que deberían ser privadas, el rumor de la calle comercial tan cerca y el televisor del tercero.

El televisor. Hoy era el día de la independencia, ¿pasaría bien la jornada? Mientras había acompañado a los niños a la parada, se había preguntado si le llamarían del colegio para recogerlos. Una pregunta rápida, clandestina, como una estrella fugaz, tan rápida que se queda uno dudando si de verdad ha pasado. Ahora, mientras forcejeaba para abrir la ventana del fondo, otra vez esa pequeña congoja salida de no se sabía dónde: el noticiario del tercero le llegaba con un tono intimidatorio, atropellado, duro. Se vio a sí misma abriendo su negocio en Siria, o Palestina. Gente que no tenía normalidad, pero se la pintaba en medio del caos, ¿cómo se las apañaban para seguir ganándose la vida? ¿Cuánto tiempo le lleva a una persona llamar normal a lo anormal? La ventana cedió por fin con un chasquido y se asomó a la pantalla plana del vecino: no eran las noticias, sino una simple retransmisión de fútbol. Se mordió el labio, avergonzada, ¿qué estaba pasando en su cabeza?

Una semana atrás, cuando las banderas españolas habían empezado a colgar de todos los balcones, ella sintió la misma perturbación, una incomodidad perezosa que ganaría fuerza, la mera asunción de que no podía seguir mirando a otro lado. Las banderas no formaban parte de su mobiliario común, no había sido educada entre ellas (ella era del Mediterráneo y de la Meseta, demasiada mezcla). Ahora las veía en las fachadas de su barrio y le parecían una mera contestación, un signo arrojadizo que decía guerra. ¿Guerra?

“¿Por qué no hemos puesto una bandera, papá?” ─había preguntado ayer su pequeña─ Y su marido, sin cambiar la marcha del coche, había perorado sobre la cantidad de banderas que tendrían que poner llegado el caso: la española, la valenciana, la vasca, la europea, ¡la del planeta tierra! Los niños se habían reído de pensar que no tenían balcón para tantas. Una bandera blanca, dijo ella, pero las risas tapaban ya el comentario y ella estaba demasiado cansada para dar una explicación con la que se quedara satisfecha. ¿Cuál era esa explicación? Ni ella misma sabía.

Todo era confuso en la calle y en los medios, voces entremezcladas, noticias contradictorias y juicios rápidos. Y lo peor, lo más nuevo: un recelo creciente de hablar según con quién.

“Artur Mas ha dicho que los bancos se pelearán por quedarse en Cataluña”, había disparado con sorna la noche anterior, cuando los niños ya estaban en la cama. Estaba muy satisfecha de sí misma, quería demostrar que ella también podía estar al día. Él no había levantado ni los ojos del móvil y ella había seguido repasando la vitro en silencio, mirando de reojo su gesto ceñudo. “Estás muy desfasada, cariño ─soltó al fin─, la cosa se calienta de hora en hora, se lo cuentas a alguien que siga la prensa y te dirá que hace mucho de eso…”. Había apretado la bayeta contra una pequeña huella de la sartén y había rascado con la uña a pesar de saber que dejaría marca. “Ha habido hostias en la manifestación del 9 octubre, por eso oíamos el helicóptero de la policía”. 

Ella le había dado la espalda para escurrir la balleta, la niña pedía agua y no había dudado en llevársela para tumbarse junto a ella. Cuando metió la nariz en la raíz de su pelo le inundó el olor áspero y penetrante, ¿estaba ahí la explicación? Estaba ahí, claro que sí, en lo que le había enseñado su hija: el amor y la tolerancia, la voluntad de aceptar a un otro que es igual y distinto a la vez, que se parece y no se parece, que habla por sí mismo y por tu boca.


“Mañana declaran la independencia”, le había dicho su marido cuando se metió en la cama. Ella se había girado hacia su mesilla para ajustar el despertador. Poco antes de cerrar los ojos, sólo quedaba la luz azulada del móvil que él tardaría en apagar. Las esquinas del armario hacían sombras profundas en la pared, tan largas como el interrogante con el que lucharía para quedarse dormida. 

jueves, 21 de septiembre de 2017

Es Migjorn o el tiempo pintado de blanco

A la entrada del pueblo está la casa del abuelo inglés: si el Mercedes rancio sigue aparcado en la puerta, el viejo ha sobrevivido otro invierno. 
Elegimos siempre el mismo hotel al final de Es Migjorn, más allá del cementerio donde las tumbas encaladas reflejan la luz blanca que nos hará guiñar los ojos todo el día. Un pueblo que pinta de blanco sus cementerios sólo promete tregua, una alegre celebración del tiempo o su negación misma.

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De Menorca nos atrae la foto fija, la misma línea en el horizonte. Encontrar las mismas sonrisas, los mismos paisajes, las mismas gaviotas que se encaraman a los cortados de caliza y nos clavan sus ojillos huraños diciendo “devuélveme mi cala, forastero”. Son una única y repetida gaviota, siempre la misma.

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A diferencia nuestra, ellas están mimetizadas con el paisaje y exhiben la misma dignidad que las abuelas del pueblo cuando sacan sus sillas a la puerta y nos miran enigmáticas, en silencio, a veces masticando un catalán cerrado y lleno de oquedades. La misma conversación repetida de año en año.

Pero no puedo engañarme más: Manuel ha borrado la infancia de su cara este verano y Rocío va dejando atrás la niña gritona que era, tiene una zancada que se estira prodigiosamente como la de su hermano.
Aunque nuestros hijos cambien, queremos encontrar los ecos de su redondez en cada cala, en cada recodo de los caminos de arcilla, en cada itinerario por las calles torcidas de Ciudadela. Nosotros mismos nos rastreamos en el camino de San Joan de Misa, flexibles e ingrávidos sobre una bicicleta alquilada hace veinte años, con una mochila cargada de pan, aceite y gazpacho. Sin hora de vuelta. Nos añoramos en Ca Antonio, en aquél hostal que sólo ofrecía desayunos rancios, una cama y una ventana limpia sobre la cala, inundada de ocaso.

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Este verano, sin embargo, se cumplen dos décadas de la primera Menorca. Conducimos despacio con las ventanillas bajadas para que la manzanilla y el romero entren en la cabina con el canto de las chicharras. Pero el Consell ha decidido ampliar la carretera que cruza la isla con un tercer carril, el supermercado se ha reformado para competir con otro nuevo donde venden hasta zapatillas y el hotel ampliará en breve su número de habitaciones. De camino a Mitjana, el primer día, las noticias escupían datos sobre el atentado yihadista en Barcelona y nos torció el gesto hasta dar la primera brazada. ¿Se puede aspirar al paraíso en este planeta, aunque solo sea una fantasía armada en la cabeza durante siete días?

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El abuelo inglés es nuestro marcador para ello, nuestro metrono silencioso. Al rondar el mediodía le solemos encontrar en el antiguo supermercado cogiendo las zanahorias a puñados y metiéndolas en la bolsa después de pesarlas. Podría llamarse Nick o Phil, elegiré el nombre que me dé la gana porque he olvidado su nombre real, aunque un amigo me lo presentó hace años. Yo presumo desde entonces que no se acuerda de mí pero quizá me equivoque. Tiene la mirada sagaz y transparente, como un reptil. Nunca nos saludamos, pero yo acecho sus movimientos cuando no puede verme y compruebo que mantiene la misma agilidad de británico andarines. Alto, enjuto y bronceado, cuando estira la barbilla para ver el precio de las zanahorias la piel del gaznate se despliega como si fuera una tortuga centenaria. No ha perdido la mata de pelo blanco que ya emite un fulgor verdoso. ¿El tiempo no pasa por él?

Quisiera volver a casa con la convicción de que el año que viene nada habrá cambiado. Que el viejo Nick seguirá aparcando su Mercedes color butano a la puerta de la casa roja, la primera del pueblo. Pero puede que no lo encuentre, ¿qué nos contaremos entonces? ¿Qué historia urdiremos para que no se rompa el engaño?

jueves, 27 de julio de 2017

EL INVENTOR DE VIDAS

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Resulta perturbador enterrar un fantasma. Desafía la lógica de los funerales.
Ayer localizaron a su madre porque su tío el marino había muerto, nadie había tenido noticia en cuarenta años de su paradero. España, decía el escritor J.M. Peman, es un país de grandes entierros, y ella acompañó a su madre a la cita sin saber qué debía sentir. Eran como dos espectadoras perplejas que se cuelan al final de una película dramática, sin atinar muy bien con el guión ni los actores principales. En el ataúd que los operarios manipulaban con limpia destreza iba el cadáver de un hombre de 71 devorado por el cáncer al que ella no lograba poner cara, nunca le conoció, ¿tendría todavía pelo? No se atrevía a hacer una pregunta tan frívola entre los llantos de la viuda y el zumbido del elevador mecánico que hacía levitar el ataúd de color cerezo. Siempre se le dijo que su tío era alto y guapo, barbilampiño, embaucador y canalla, y su imaginación le colocó el gesto borroso de todos los ancianos que visitaba en el hospital, un palimpsesto de la muerte a la que estaba habituada.
Una señora con traje funcionarial leyó un pasaje bíblico con la misma corrección que una azafata de vuelo: siempre las escuchaba por pura compasión, le parecía terrible repetir el mismo texto ante un puñado de ojos que miraban a otra parte. Atendió a las palabras del Evangelio según San Juan igual que atendía al lugar donde se situaban los chalecos salvavidas. “Yo soy el camino, y la verdad; nadie viene al Padre sino por mi” y la escena la cautivó, alivió un dolor que no sentía, ¿un dolor fantasma? “Jesús, ¿cómo hallaremos el camino?”, había mucho desgarro en esa despedida de la persona amada, una nostalgia punzante y un anhelo de seguirla a cualquier parte. Se prometió leer la Biblia por fin ese verano, las voces eran cándidas y reconfortantes como en un cuento infantil leído a pie de cama.
A su lado, su prima sollozaba en silencio, la examinaba de reojo porque acababa de conocerla. Era menuda, corriente, quizá menguada por el luto. Toda la avidez estaba en los ojos. No lloraba al padre que acababa de morir, lloraba los agujeros de su vida, porque él no había querido saber nada de ella desde que cumplió los veintinueve, ni conocer a su propia nieta. Un tipo escurridizo su padre, un inventor de vidas: cambiaba de mujer, de hijos y nietos, de trabajo o de pueblo donde mal vivir y su pasado le incordiaba como una piedra en el zapato. Ella observaba la consternación de su prima y pronto entendió el objeto de la convocatoria: la liga de agraviados se reunía al aroma de los gladiolos. Los resucitados eran ellos, descubrió, en una pequeña gran conjura contra el deseo de su tío de mantenerles muertos. Padre Nuestro que estás en los cielos. Nunca había  llegado a aprenderse el resto de la oración y ya no se molestó en mover los labios. Desde la primera fila de bancos, agradeció que nadie pudiera ver su boca quieta.
Su prima y ella se llevaban tres años. Una tenía dos cuando se produjo el cisma familiar y la otra cuatro y pico, imposible reconocerse por la calle. Hasta ese día, ambas eran una ficción sin rostro, un relato mil veces oído en un libro sin ilustraciones. Internet había dado con su pista. La prima le contó que tenía una hija de ocho años a quien había dicho que su abuelo estaba muerto; ahora debía confesar la re-muerte, en este juego enloquecido en el que las disputas se zanjaban con cadáveres de quita y pon. Cuando terminó el sepelio, les hizo acompañarla al coche y sacó un montón de cuadros al óleo que había encontrado en el piso de su padre al morir. Los firmaba su abuelo y quizá quisieran quedarse alguno, lienzos que ella conocía, poblaban las paredes de toda su infancia, su madre los tenía colgados por todas partes. Paisajes costumbristas y bodegones densos, ahogados, que el abuelo dibujaba con cuadrícula y luego coloreaba con precisión. Ahora supo que en esa pincelada descargaba la desazón que le provocaba un hijo traidor: falsificó su firma en el banco y le desplumó varias veces, según le dijeron. Uno de los cuadros le atrapó: una mujer subía una escalinata coronada por un molino mallorquín. Lo conocía, había una variante casi idéntica en el pasillo de casa y nunca le llamó la atención, nadie se detenía nunca a mirarlo. En el parking, frente a esa copia, su madre arrugó el ceño y lo descartó, sólo quería llevarse una marina que destacaba del conjunto porque el agua se agitaba con vida propia y era mejor que las demás postales pintorescas. “Me lo regaló mi padre”, aseguró, y la rivalidad entre hermanos se coló en la historia familiar que estaban reconstruyendo en el parking de un cementerio.
La conversación se alargó, el sol de julio ya estaba alto, las lágrimas se habían secado, “vayamos a tomar algo”. El lujoso tanatorio y sus empleados impolutos quedaban atrás como si ya tuvieran permiso para salir del guión y criticar al que dejó una larga estela de cadáveres. Su prima dio rienda suelta a su dolor, que era una forma impura de nostalgia, más bien la rabia de la hija abandonada. Y nos enteramos de otros agujeros que había dejado atrás, acreedores que ahora la seguían a ella como a ellas las seguirían siguen los cuadros del abuelo en el maletero (ella se empeñó en elegir varios lienzos más que igualmente irían a la basura). Trampas, requiebros, créditos sobre créditos, un piso en Cullera donde había acudido la hija y no había ni ropa, ni fotos, ni la colección de sellos que había hecho con él cuando aún era una actriz en su escenario. Los objetos tocados de alma que se hundían en un sinfín de mudanzas, su tío abandonaba no sólo personas, también pertenencias, oficios previos, identidades.
Era un contraste, se dijo ella, con la actitud de su hermana, que colgaba los cuadros y guardaba los muebles macizos del chalet madrileño en un escueto apartamento de playa. En la vitrina de caoba, con la que siempre se daban rodillazos, guardaba el cristal de bohemia que había logrado rescatar de la ruina familiar como si fuera un sarcófago. No se desprendía de nada ni de nadie. Entonces entendieron que tampoco debió de hacerlo con él: su tío era el experto en dar esquinazo. La noche antes de la llamada, su madre había soñado que su hermano sufría algún desenlace grave, ¿se puede uno amputar un trozo de biografía como el que se corta un brazo? Después del entierro confesaría haber soñado con la primera comunión. Ella pensó entonces en su prima contándoles en aquella cafetería que su padre se había negado a llevarla al altar, “no pinto nada en tu boda”, le había dicho. El subconsciente de su madre había hecho el resto: velos blancos, zapatitos con hebilla, la penumbra fresca de la iglesia y su abuela ajustándole las horquillas a la puerta. Seguro que su tío estaría hecho un pimpollo en su pequeño uniforme de marinero. De mayor llegaría a capitán de la marina mercante, con el empuje de su cuñado que le costearía su carrera. Al final de su vida: una cuenta bancaria con trescientos euros y un móvil donde no aparecía su nieta como contacto.
Las cenizas se van a hundir en la costa de Cullera. El mar, le había dicho la hija de su última mujer, era su medio y su destino. “La urna es biodegradable”, matizaba con un tono periodístico que nadie le había pedido, “porque está muy de moda tirarlas  al mar”. El mar que es el morir, se dijo ella, pero sólo le dio una sonrisa protocolaria por respuesta. Como la memoria, siguió pensando, su oleaje nunca termina, se crea y se destruye sin tregua, nunca idéntico a sí mismo. Ese día habían completado un tramo que faltaba, pero se abrirían nuevos paréntesis y nuevos huecos.
Sin embargo, salieron de la cita con la satisfacción de una historia completada. Todas las historias necesitan un cierre, las que nos tocan de lleno y las que apenas nos rozan. Hay un desasosiego, un estar en falta, que no nos deja descansar hasta saber. Y la trayectoria de su tío estaba hecha de escenas entrevistas a través de una mirilla, piezas incompletas de un puzzle que se juntaron por fin en ese parking y en esa cafetería donde fueron después, lejos de las lágrimas con sordina. La mujer de su tío no tenía cuernos ni rabo, a pesar de los relatos demonizados que ella había escuchado desde niña. Había que culpar a alguien de un gran fracaso y culparla a ella salvaba el apellido. Romper la leyenda familiar es un viaje que todo el mundo debería hacer alguna vez. Limpia, desatasca, oxigena. Hay que desafiar la lealtad a los secretos y los mitos. Su prima, que tan sólo era una mujer llena de costuras, no había querido rendirse a lo que le contaron. Y su tío, se fueron enterando, no era tampoco bueno ni malo, sino un hombre malogrado incapaz para el valor, la palabra, el diálogo, el perdón. Eso era lo que necesitaba su hija ahora y eso fue lo que le infundió valor para encontrarlas. Ellas eran la palabra, una historia que nacía por una que moría. Un vacío que se llenaba por capas.
Cuando volvieron al apartamento de su madre ella buscó el cuadro del molino y se clavó delante un buen rato como si jugara a las siete diferencias: tres planos de profundidad y un cielo claro de nubes infantiles, fachada, escalinata, molino y, en los escalones, la figura pequeña de una mujer que, bien mirado, no estaba subiendo sino descansando o a la espera, sus pies dos motas juntas sobre el escalón. El cuadro que llevaba en el maletero tenía dos figuras, en éste solo había una y estaba quieta. ¿Por qué la borraría su abuelo en el segundo cuadro? ¿La añadiría quizá a la primera versión? La mujer aquí estaba sola y se había detenido, ¿qué pensaba? Sólo se veía su espalda y tenían que imaginar su expresión, ponerle cara como ella había hecho en el funeral con su tío. La mujer quieta vestida de azul recapacitaba y medía el vacío que había a su lado, un vacío que su abuelo aprovechó para trazar su sombra sobre los escalones, con una pincelada marrón precisa y breve.



             
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jueves, 22 de junio de 2017

La psiquiatría o la vida

Múnich, principios de los 80. Rainald Goetz, el hijo veinteañero de un cirujano y una artista, publica regularmente su “Diario de un estudiante de medicina” en el Süddeutscher Zeitung. Se acaba de licenciar en Medicina e Historia.
Raspe, su alter ego en la ficción, iniciará igual que él su andadura como alevín de psiquiatra en una clínica universitaria de la ciudad y su peripecia dará cuerpo a una novela que acabará convertida en un clásico.


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El Prozac está a punto de comercializarse y la resaca de la antipsiquiatría aún coletea, pero da paso a un furor biologicista que en treinta años traerá una nueva resaca (eso Goetz aún no lo sabe).
Goetz-Raspe es un joven lúcido e insobornable, acostumbrado a una escritura en primera persona que le toma el pulso al presente con talento y apenas se despega de su propia experiencia. Quiere ser psiquiatra, pero tiene un ansia de verdad que puede ser su salvación o una condena definitiva: por eso ya es escritor antes que médico de locos. Entonces llega la psiquiatría y le estampa en la retina las imágenes que necesitará conjurar con las palabras. Su llegada a la sala de internamiento la describe así: “silencio y gravedad momentáneos en torno a Raspe, mortificante punto muerto, nada de la ruidosa actividad sin sentido que había esperado y contra la que se había armado, nada de eso. Sólo una melodía de éxito, a media voz, desde la izquierda. Allá había un viejo aparato de radio, […] y una tormenta de miedo que venía girando hacia su cabeza desde los enfermos quietos y temerosos en sus sillas”. Una clínica donde parece “como si hubiera para ellos otra ley, una gravedad multiplicada, el aire de la densidad del agua y un tiempo casi paralizado… esa ley insólita, la ley de la enfermedad, la ley de la medicación”.



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Goetz-Raspe pertenece a una generación en la que el movimiento punk es el último aliento de una rebelión que pronto dará paso al nihilismo como narcótico frente a la presión del sistema. Los hippies del 68 se han aburguesado y le provocan vergüenza ajena: la ideología ya no es un salvavidas (1). La escena del punk, con sus catarsis alcohólicas y su violencia gratuita, es lo único a mano, aunque no construya nada más que resaca.

Loco (Irre), la novela que cuenta todo esto, acaba de ser traducida al español por la editorial Sexto Piso tres décadas después de que se convirtiera en un libro mítico, y merece todavía mucha atención. Asistiremos a la doble vida del protagonista Goetz-Raspe entre la residencia hospitalaria y las madrugadas alcohólicas (2): la brecha psicótica ya está abierta (3). Con ello irrumpe también la tensión narrativa; necesitaremos saber en cada página cuándo llega el momento en que la locura se apodera del joven médico: cómo se resolverá el pulso que le marca el protagonista a la enfermedad mental, ¿enloquecerá? ¿se salvará? ¿aprenderá el oficio? Quién no ha temido alguna vez que la locura fuera contagiosa. ¿Qué hará nuestro protagonista para seguir aferrado al sentido?
Sabemos que escribir puede aliviarle, y de hecho estamos asistiendo in vivo al nacimiento del libro en el que volcará su búsqueda.

Cuando lo publique en 1983, el Goetz novelista ya será conocido en su país después de haber dado la campanada en un evento literario (4) en el que se abrió la frente con una cuchilla (“podéis tener mi cerebro”, exhortaba al público) y siguió leyendo sus versos entre goterones de sangre. ¿Un provocador? ¿Un histriónico? ¿Un loco? ¿O ese era el único formato lógico en el que podía expresar su mensaje? Como era de esperar, el gesto le granjeó una fama inmediata y no dejó que nadie se posicionara de forma tibia respecto a él; la publicación de Irre, poco después, daría la razón a quienes hablaron de un genio. En 2015 acaba de recibir el premio Büchner por su trayectoria, el galardón más prestigioso en lengua alemana para la obra completa de un autor.

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Volvamos al personaje de Raspe y a su aterrizaje en el mundo del manicomio. “Nos acercamos desde una gran distancia, despreocupados por las leyes de la física, cruzamos en segundos millones de años luz del universo, entramos en la atmósfera de esta Tierra, alcanzamos Europa…”, Alemania, Múnich. “Desde la perspectiva de un ventilador de techo que gira agradablemente…” espiaremos a Goetz y a su personaje, Raspe, “sumidos en una conversación que se nos ha anunciado como importante”. En el arranque del libro, Goetz nos absorbe y nos impone un giro enloquecido de voces y cadencias que parecen el caleidoscopio de la locura hecho novela. Ha llamado a su primera parte “Alejarse” y asistimos sin aviso previo a la mirada del psiquiatra y a la del enfermo de forma solapada, múltiple, en una alternancia de registros a la que cuesta acostumbrarse. No se puede pisar firme, la autoridad del novelista se ha esfumado, Goetz la ha liquidado deliberadamente porque no tolera las relaciones en vertical. Esta implosión a la que nos somete suena como el preludio de una sinfonía dodecafónica: uno no sabe si el concierto ya ha empezado o se ha colado mientras los músicos aún ensayan. ¿Es esta la novela en la que uno quería entrar? Tampoco un psicótico tiene muchas más certezas cuando la locura empieza a deshilachar el tejido de su pensamiento.

Trastabillaremos entre extractos de historias clínicas, tratados de psiquiatría, cartas de derivación de pacientes, sesiones clínicas, debates televisivos, retratos de psiquiatras, de pacientes, de la atmósfera manicomial, charlas entre colegas y hasta insertos metaliterarios en los que el autor comenta su tarea con la escritura y hasta se atreve a girar 180 grados: otorga la voz al lector, el “observador neutral bienintencionado”, y oímos cómo este interpela al Goetz-autor y le pide un texto ordinario (5).

En medio del barullo, la voz de Raspe cogerá el relevo y se abrirá paso en la segunda parte (“Dentro”) para ordenar sus impresiones y no dejarse devorar por ellas. La trama se hace lineal, pero la escritura sigue pegada al devenir de la psicosis en su aspecto más adictivo: la libertad y el atrevimiento absolutos. El flujo de conciencia de Raspe se muestra sin filtro alguno, en un tono fresco y desinhibido por completo; forma y contenido ya son la misma cosa. Con ello el autor se marca un doble tanto y nos ofrece la libertad expresiva del loco, tan llena de verdad como el soliloquio de un esquizofrénico. Somos nosotros los que tenemos que rescatar la coherencia cuando todos los asideros de la lógica han saltado por los aires.

En cuanto al contenido: Raspe ya ha comprobado que la locura no es genio ni contestación y que no podrá “curar” a nadie. Se le ve repelido y fascinado por la psiquiatría a un tiempo; la impenetrabilidad de la psicosis le reta y la teoría se le ha caído (6), pero el poder y la violencia que se ejerce sobre los enfermos le hace revolverse (7).

Ningún médico se erige como modelo para él. Uno de los atractivos del libro es la lista de psiquiatras envanecidos que cataloga. Ni siquiera hay piedad para Singer, el hippie risueño e indolente, que tenía “una maravillosa fe en la función emancipatoria de su exterior no convencional”, ya que acude a la autoironía, “la postura más barata”. O Andreas, el racional, “siempre en guardia, temiendo ser demasiado psiquiatra”, que “intentaba compensar con distanciamiento intelectual literario todas sus dudas sobre el oficio”. O tampoco el iconoclasta profesor Schlüssler, “un extremista correoso en cuya conferencia se mezclaba el indisimulado desprecio a sus pacientes, una misantropía en suma, con un énfasis de verdad implacable y nada complaciente con el estado de la propia profesión”.

Un punto álgido de la novela, por cierto, es la escena de su clase práctica en la facultad (8). A Raspe todos los enfermos le parecen un único “paciente gigantesco”. Solo le queda, como ve hacer a sus colegas, apelar a la omnipotencia para salvarse, a la “megalomanía, las ambiciones desaforadas y una carrera científica relámpago: debo, quiero, seré, quiero, quiero, quiero”. Sin embargo, “al mismo tiempo […] veía, lejos de toda ilusión, la total miseria de la psiquiatría”.

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Dejando de lado la peripecia de su personaje de ficción, cuyo desenlace no queremos desvelar aquí (está en la tercera parte, que llama “Orden” y es la más árida de las tres, experimental hasta el tedio), sabemos que Goetz desarrolló a partir de este punto de su vida una carrera literaria. En el libro no sólo da cuenta de las dudas y obstáculos del psiquiatra, también los que enfrenta el artista. Como el fotógrafo, ha traído las imágenes de la locura ante nosotros y ha querido hacernos escuchar “en el interior de la visibilidad sin palabras”. Pero la psicosis parece quedar siempre más allá de éstas. Él ha leído mucho (9). Pero ya en los tratados clásicos Raspe encuentra este fracaso, proveniente de una época “aún más terrible” en la que “se escribieron exhaustivos y magníficos libros de consolación a partir del espíritu científico del siglo XIX”. Tras leer a Jaspers y su Psicopatología “de ningún modo comprendía mejor la esquizofrenia y con ello a Kiener” (su paciente). Los maestros “han escrito libros que lo explican todo y sin embargo no pueden conducir a un final lúcido” (10).

Lástima de carrera psiquiátrica malograda, la de Goetz. Su mirada tiene una penetrancia y una comprensión natural del alma que le acerca a Cervantes o Shakespeare, los primeros y mejores psicopatólogos para muchos. Nos regala escenas brillantes como la del depresivo señor Fottner (11).

Si hubiera dado con un buen maestro, el psicoterapeuta tan ansiado hubiera brotado en él. ¿Sólo era eso lo que le faltaba? No está del todo claro. Hubiéramos agradecido, eso sí, una visión menos desoladora (y por momentos hasta maniquea) del alcance de la curación con las palabras (no sólo con los fármacos o la TEC). Pero, ¿qué inclina a uno a convertirse en artista o en terapeuta? La respuesta palpita entre las líneas de esta novela: es la vocación para la costumbre o el cinismo. He aquí la médula de un auténtico autor, de alguien que trasciende más allá de lo doméstico porque no puede permitirse una postura cómoda (12).

Goetz no podía ser psiquiatra, ni con la guía del mejor de los maestros. Necesitaba hacer literatura, “la más bella de las reinas" (13). Gracias a ello ganamos pues una voz provocadora e imprescindible. Y un buen puñado de verdad, la que contienen las 314 páginas de este libro. No es una lectura complaciente ni lineal, sino llena de altibajos y pasajes incluso irritantes, pero nos devuelve el contacto con los primeros interrogantes: preguntas que nunca llegamos a contestar y que la costumbre o el pánico relegaron a un demorado segundo plano.

En vez de respuestas, Raspe nos trae siempre el invierno: “y por la ventana se veía caer la nieve. Los copos eran pesados, ¿no es verdad?, tan pesados y grandes…”.

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1. “Suéltale a otro el rollo de tu Laing y tu Cooper. Por mí como si te los pones de sombrero. Igual entonces son arte y rebelión”.
2. “Una ley escindida para la noche y el día”.
3.  “Quién entró al día siguiente a eso de las ocho en la clínica. Era alguien modificado o un doble. Qué había pasado. Quién conocía aquellos torpes movimientos entre los colegas”.
4. Premio Bachman de poesía. Performance en: https://www.youtube.com/watch?v=Wn64AVFydDw:
5. "En lugar de perderse en juegos de perspectivas, usted debería aportar más material para el tema”
6. “Ahora –el paciente– callaba, allí plantado ante la puerta, y de repente callan todos los libros en uno".
7.“Raspe sostenía la cabeza del paciente. ¿Qué se piensa en esa cabeza? ¿Qué se piensa en la mía? ¿Raspe pensaba? ¿Veía cómo esa escena lo mezclaba todo: delectación de la violencia, necesidad terapéutica y venganza? ¿De verdad lo veía? Actuaba, sostenía por detrás la cabeza del paciente. ¿Es que hay elección en semejante situación?”.
8. “En ningún otro sitio se mostraba todo el horror y, con él, la verdad de la psiquiatría, en una autenticidad despiadada, incluyendo la participación del psiquiatra, del que las exigencias de su oficio hacían casi inevitablemente un monstruo”
9. “Los libros de texto, los críticos y los políticos, así como los poéticos libros sobre la psiquiatría y la hermosa locura. Se vio a sí mismo leyéndolos; aquello fue una infección. Algunos patógenos dejan inmunidad; otros, una debilidad y cierta predisposición”
10. . “Un viento melancólico y poético recorre los grandes LIBROS DE TEXTO psiquiátricos”.
Enlaces de interés.
11. “No era más que un par de pantuflas que combatían milímetro a milímetro a través de las vetas negras y azules del linóleo contra el poderoso deseo de parálisis. […] ¿No quería también el linóleo detener las pantuflas y La psiquiatría o la vida 283 asimilarlas?”
12. “Hay que acallar constantemente ese duelo ardiente por la impotencia. Entonces viene la costumbre. Es de lo más necesaria en la medicina, en especial en la psiquiatría. La costumbre ya está ahí cuando al joven se le inyecta en el cuerpo, imperceptiblemente, con la inyección de muerte. […] Así camina la vida en lugar de la inmortalidad”.
13. "¿Y por qué es tan bella? Porque puede estar preñada de la verdad como ninguna otra cosa, sólo con que uno la haya embarazado inteligentemente […]. Lo único que necesitas es respetarte a ti mismo y a aquel a quien deseas contárselo todo”.

Enlaces de interés:

http://www.revistaaen.es/index.php/aen/article/view/17002/16872

http://www.elboomeran.com/blog-post/539/18135/patricio-pron/un-mundo-de-dolor-loco-de-rainald-goetz/

http://www.elmundo.es/cultura/2015/07/08/559d1547e2704e4a608b4587.html

https://www.librosyliteratura.es/loco-de-rainald-goetz.html




miércoles, 26 de abril de 2017

La vida secreta de los tupper

Los tupper, ese prodigio del bienestar doméstico que irrumpió en los hogares españoles con la llegada de los fosforescentes y las hombreras, han cumplido más de siete décadas. En 1946, Earl Tupper había presentado el producto estrella de su compañía de plásticos: un conjunto de boles redondos con tapa hermética que llamó “tazón Maravilla”.


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Ayer cuando me despedía de mi madre después de la paella dominical, ésta me alargó una bolsa con varios de ellos y caí en la cuenta de que el gesto se multiplicaba, se expandía, había mucho más dentro del pequeño volumen de estos estuches de plástico que un espacio con olor a sebo y PVC.
No había reparado aún en su vuelo secreto.
“Toma estos tupper, hija ─su voz era cansada pero delataba una jactancia cómplice─, son tuyos. Ya sabes que van y vienen como las aves migratorias”.
La miré y ya la estaba añorando. No sé si le debo más a mi madre o a los tupper; en cualquier caso, estas cajitas se merecen un homenaje.
Sin gloria, sin pausa tampoco, tejen un circuito invisible por el que pululan raciones de paella, macarrones resecos, torrijas pecaminosas empapadas de miel, objetos de deseo de todo tipo que viajan comprimidos en estas pequeñas urnas y no conocen límite en su trasiego. Pueblan mi vida desde que tengo memoria y son la consigna secreta de las mujeres de la casa. Los hacemos pulular de la cocina al trabajo y del trabajo a la casa de la suegra o al antiguo nido de la casa familiar. A veces son el último adiós para un muslo de pollo huérfano al que me resisto a tirar, ampliando con ello el circuito a otros hogares que no conozco, donde no hay tupper porque no hay nada con qué llenarlos, en continentes remotos donde otras madres y otras hijas y otras abuelas luchan por alimentarse mutuamente igual que en mi familia. Hay un instinto que manda en todas nosotras, cruzamos mensajes nutricios que son mensajes de resistencia. No llevan banderitas blancas sino bastones de relevo.
Me pregunto cómo pude ignorar su pulso vital hasta ahora. Son el árbol circulatorio que anima a las mujeres (y cada vez más hombres) del clan. Los tupper hacen el viaje eterno entre los estantes de una cocina a otra, confunden sus tapas, se divierten con nuestra pequeña irritación cuando el cierre falla porque no corresponde o el lavavajillas ha erosionado su congruencia. Guardan más de un secreto en su pequeño volumen rectangular u ovalado, pero tienen el silencio del plástico y lo único que enseñan con los años es una película de grasa que vive en simbiosis con las paredes lisas.
Paradigma de supervivencia, tienen una vibración concentrada, una imantación especial; su energía parece la del núcleo de la tierra. Lo supe al colocar una tartera de lentejas en el arranque de mi primera novela: esa madre heroica que le llevaba su ración a la hija encarcelada después de la guerra selló una imagen poderosa en los lectores. Todos los que me han hecho un comentario del libro me han hablado de la tartera de zinc, de las lentejas ya tibias, y ese tupper de los años 40 circulaba en su imaginación mucho después de terminar la última página.
La Real Academia recomienda evitar el extranjerismo y tirar de nombres como tartera, tarrina,  lonchera o fiambrera. Portaviandas es mi favorito. Táper me parece de mal gusto, una palabra cobardica y perezosa que no tiene alma.
Se les llame como se les llame, estos pequeños cubos de plástico navegan, trastabillan, cabecean en el oleaje de la vida moderna, siempre tan achuchada. Cuando tenía seis años, una vecina americana organizó una reunión tupper que aún recuerdo. Mi madre me mandaba continuamente a por azúcar o cucharillas, pero yo me sentía imantada por aquellas cajitas diversas que la mujer sacaba de su maleta y trataba con delicadeza como si fueran crisálidas. Pronto no cabían en la mesita baja. Al año siguiente abrirían el primer centro comercial de la ciudad: el progreso había desembarcado antes en el salón de mi casa. Aquello creó más revuelo en el vecindario que las tupper sex que llegaron después (cogiéndonos tarde quizá, con una sexualidad empachada y carente de misterio). Aún recuerdo el embeleso de mirar a través de aquellos recipientes que aún no olían a nada y calibrar su transparencia. Luego los encajaba unos dentro de otros como matrioshkas rusas.


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No sé qué pasó después. Llegó la velocidad, una especie de succión que te arrancaba de aquellos ratos muertos y te convertía en un espectro moderno. Descubro ahora que en  Amazon los venden eléctricos: para calentar en el coche. Yo también como en el coche, muerdo mi modesta manzana o mis mandarinas a 120 por la autopista. El mandato es sofisticarse más aún, hacer cuatro o cinco cosas a la vez, “ganar” tiempo, y el tupper se convierte en emblema frenético de nuestra muerte programada, es un ataúd de plástico en miniatura.  
Estos polímeros son muy longevos, tardan cinco siglos en degradarse. Cinco o seis vidas de un homo sapiens. Por eso se gastan esa suficiencia con nosotros, les chifla perderse de mano en mano y reaparecer en otro estante o en otra cocina al cabo de los años. Cuando los dejas de ver, nunca sabes si es un adiós definitivo o efímero; su instinto viajero es de serie y puede hacerles salvar distancias impensables.
Pero siempre es una alegría rencontrarlos, sobre todo si mantienen su tapa original. El gusto de sellarla sobre la base en un golpe seco merece una pequeña celebración, aunque nunca se la dedicamos. En seguida tenemos que estar en otra cosa.


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miércoles, 1 de febrero de 2017

Una mujer entre las brechas.

A veces un personaje de ficción puede meterse en tu vida con la fuerza de un atropello real.
Yo acabo de sufrir a Gena Rowlands en el mejor papel de su carrera: la trastornada Mabel Longhetti de Una mujer bajo la influencia (1974). En la pantalla, el extravío de Mabel cae sobre los espectadores como un peatón surgido de la nada que revienta su parabrisas.


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El  irreductible John Cassavettes, su marido en la vida real, la dirigió en esta soberbia versión de una enferma mental en el 1974 sin arañarle ni un dólar a la industria de Hollywood, consolidándose como autor independiente.

No me extenderé sobre el trastorno que domina a la protagonista, sino sobre la manera tan deliciosa que Cassavetes tiene de mostrarnos a la persona que asoma entre las brechas. Es algo insólito que una película sobre enfermos mentales nos deje asistir al nudo de su sufrimiento, a los momentos tan dolorosos en los que la enfermedad calla y deja paso al ser desnudo que está luchando por recobrar su cordura.

Para los espectadores que no hablamos inglés, la “influencia” queda a medio camino entre el influjo de la luna (un “polvo que ha caído” de allí y que “está en el aire”, según las palabras literales de los personajes) y la influencia del ambiente maligno que la llega a enloquecer. Para los angloparlantes se trata de alguien “menos que borracho, pero con el sistema nervioso dañado”.
Y esa es la sensación que nos acompañará desde la primera escena: Gena aparece como una mujer frágil, que chupa ansiosamente su cigarrillo e intenta disimular su vértigo, visiblemente sobrepasada por las situaciones más banales. Parece una bomba a punto de estallar. Puede estallar en cualquier momento: la tensión dramática está servida.

Lo sabemos por el aleteo de sus manos delicadas, por la avidez que hay en sus ojos, por su búsqueda ciega e incesante. Pero también su marido (un Peter Falk que está colosal en el papel de obrero latino tosco y desabrido) nos anuncia ya en las primeras secuencias que ella “no está loca, sólo es original”. Y con esa negación pone un rótulo luminoso sobre todas las escenas en las que la veremos desorganizada e imprevisible, con un rictus cambiante entre la ternura y el desafío, carente de toda norma.

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La película es un catálogo minucioso de las sensaciones que despierta la locura, la sensibilidad de Cassavetes las despliega ordenadamente. Asistimos a la tensión (ante lo imprevisible), pasando por la ternura (cuando la lucidez reaparece), la extrañeza (cuando la enfermedad devora a la persona conocida), la rabia, la vergüenza, la culpa, el estigma, la comicidad y, finalmente, el amor: el arma curativa más necesaria.
La belleza de Rowlands tiene un punto de desamparo que recuerda a Marilyn, una mirada tan vulnerable que invita a protegerla y resalta su invalidez. Cassavetes, en un estilo que marcó tendencia pero que no era nuevo en la historia del cine, pone la cámara tan pegada a sus pupilas temblonas que uno no puede escapar ya a su llamada. Sentiremos el aliento de los personajes durante las dos horas y media de la cinta hasta acabar extenuados. No es un cine fácil ni complaciente, por algo la cinta fue ignorada en todos los festivales americanos hasta que el Festival de Venecia la sacó del olvido.


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Debemos mucho a Cassavettes. Los enfermos mentales y todo su entorno especialmente. Fue el primer cineasta capaz de contar la enfermedad con una autoridad absoluta, con un verismo tan perfecto que parece pedir una disculpa, porque cuela al espectador en la alcoba de los protagonistas y le mete literalmente debajo de su ropa. Y puso por fin al “loco” en el lugar que se merece, lejos de la visión engañosa del loco heroico, el loco genial o, lo que es más nefasto todavía: el loco peligroso.


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"Nunca diré que lo que hago es entretenimiento. Es investigación, exploración (...) Una buena película te planteará interrogantes que nadie te ha planteado antes, sobre cada día de tu vida. Una película es una investigación sobre la vida, sobre lo que somos." John Cassavetes.

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