domingo, 30 de diciembre de 2018

RESIGNACIÓN INSTITUCIONALIZADA


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La calle que suele lucir desierta se ha poblado de microbuses y le confiere una alegría insólita al CRIS. Los acordes ya me llegan cuando quito el contacto del coche porque hoy es su día festivo. Es el día de Encuentro Intercentros y los usuarios de varios como éste (centros de rehabilitación e inserción social) se reúnen para conocerse e intercambiar ideas. Los enfermos mentales acuden desde Valencia (Mentalia, Velluters, Sant Pau), Bétera y varias asociaciones de enfermos (Acova, Ambit). Patrocina el ayuntamiento de Puzol y la empresa Eulen, cuyo logo reza “Estamos por ti”. Habrá mercadillo y concierto de rock, un grupo de enfermos ha ensayado a conciencia este bolo y se llaman Guitar Heroes.

Camino unos minutos hasta la entrada y me doy cuenta de que el edificio del CRIS es coqueto y nuevo, pero ocupa un solar desangelado en tierra de nadie, a las afueras del pueblo. Lo rodea una planicie donde se mezclan campos de cultivo, motores y masías abandonadas con supermercados, puticlubs y un colegio de élite, ¿qué lugar ocupa el enfermo mental en medio de esta hibridación tan loca? Si estuvieran dentro de algún núcleo urbano, muchos más enfermos podrían acudir porque no se les puede pedir que cojan un tren y hagan trasbordos. No se debería abusar tampoco del coche de algún padre jubilado al que se le encadenan falsas promesas del servicio que nunca llega. Pero se abusa. Las familias han montado una nueva asociación, pero de momento sólo han recogido sonrisas y apretones de manos en los altos despachos.

Pienso esto mientras oigo el zumbido de la autopista por detrás de los naranjos, miro al este y veo la cinta plateada del mar con la silueta de las grúas de El Puerto. Hay tanta actividad en el mundo, tantos mundos en este mundo, lugares donde podrían caber estos chicos, me digo. Sin embargo los voy a encontrar en esta isla, cercados entre los mil metros cuadrados del CRIS, escuchando los acordes de sus compañeros y cabeceando sin alegría, sin una cerveza en la mano, sin garitos ni noche estrellada; sin un futuro fácil, que es lo que tiene la juventud cuando va a un concierto de rock y no sufre esquizofrenia ni trastorno bipolar.

El equipo del CRIS ha trabajado sin tregua para remedar la alegría que a menudo no brota de forma natural. Todo tiene que acercarse a un encuentro social entre personas que no saben o no pueden con lo social. Julián, Regina y los demás se han movido de aquí para allá desde las ocho. Han arreglado las mesas para la paella, han colgado globos, han colocado los paneles que los enfermos han pintado durante meses. “¡Somos cien personas para comer!” me dice Toña la educadora social, y el cansancio no se le nota en la voz porque es su gran día. Es pequeña y fornida, enfática, siempre que la veo me digo que le sobra energía, que sólo con estar cerca de ella sucede el contagio. Con una quinta parte de su empuje los enfermos se empapan y acaban sonriendo de una forma nueva. Como Luís, al que ha acompañado a varias inmobiliarias hasta conseguir el mejor apartamento de El Puerto. Los propietarios arrugaban la nariz cuando le escuchaban al otro lado del teléfono y Toña ha sido su aval, su negociadora.

Luís es huérfano y cuando su esquizofrenia arrecia se empeña en cambiar de pueblo como si el mal estuviera fuera, en algún lugar de su perímetro inmediato. El equipo de Salud Mental se desgañita detrás de sus eternas mudanzas. El logro más reciente es que no se aleje del área donde le conocemos y tratamos entre todos.

Lo encuentro en la última fila y me saluda cálido y entusiasta. Está muy bien ahora, lo noto porque querría inundarme con los detalles de su nuevo piso y no lo hace. Si estuviera descompensado no se despegaría de mí, pero lo veo ir y venir con el pitillo que se acaba de liar y sus eternos cascos colgados del cuello. Dejó Sagunto porque le tenían “manía”, pero desconoce que todos los vecinos lo quieren bien. Cuando bebe sólo se pone empalagoso,  siempre acaba siendo traído a la consulta por algún vecino al que al que le inspira más ternura que lástima.

No es el caso de la mayoría. El miedo acaba fácilmente con la buena educación del enfermo. Cuando la paranoia se inflama y crece, la sensación de amenaza deja de ser imaginaria porque se mezcla con el ruido de todas las puertas que se cierran a su paso. Puertas imaginarias y puertas de verdad: todavía hago visitas a domicilio y oigo algún cierre de cerrojo cuando toco al timbre. No todos los enfermos tienen el encanto de Luís para sobrellevar tanta soledad.

El vocalista de los Guitar Heroes se presenta antes de abordar el segundo tema. Agarra el micro con desenfado y nos da permiso para darles “de hostias” si no nos gusta su número. A Luís le hace muchísima gracia la salida y me gusta verle reír. Me sienta bien formar parte de todo esto, me digo. Recalo en el cielo que nos regala un típico azul mediterráneo, el huerto y el jardín acicalados para la ocasión por los usuarios. La música arranca y el batería renquea como lo haría una banda de adolescentes en la tarima de un patio escolar. Luego se coge y la cosa no fluye mal. Hay un violinista que se defiende y el desparpajo del solista cubre todas las grietas. Enseguida estoy pensando cómo conseguirles un bolo en algún garito de verdad y me pregunto si debería decir que son enfermos mentales.

El público está sentado y apenas mueve la cabeza al compás, más de uno ni mira hacia el escenario. Amparo, que está sentada junto a la pared, se ha vuelto mansa con el inyectable mensual y deja la mirada muerta en el vacío. Sus ciento y pico kilos se desparraman sobre la sillita plegable y me recuerdan la quietud de los rebaños en el mediodía del campo. Un enfermo calvo al que no conozco está sentado enfrente y no se ha quitado la mochila infantil de la espalda, quizá se haya comido ya el bocadillo y haya hecho una bola con el papel de plata. Debe de rondar los cincuenta.

De pronto me cruzo con Jose y me saluda muy correcto. La conversación es mínima y tensa, se nota que está sobreponiéndose a su necesidad de irse corriendo. No lo retengo. Cuando se aleja de nuevo hacia el vestíbulo desierto chupando su cigarrillo, me digo que con él no bastan los simulacros. No podemos incrustarle una vida de relaciones. Le sigo de reojo y me recuerda a una criatura en el zoo, dibujando círculos en el cemento de su jaula con sus carreras. Estaba tan contenta de haberle conseguido una plaza aquí, misión cumplida, me dije, estación final. Sin embargo ahora veo que el trabajo con él no ha hecho más que empezar. Las familias y los terapeutas solemos descansar cuando les convencemos para que vengan al CRIS, pero a veces tan sólo estamos cambiándoles de escenario. 

No puedo evitar acordarme de la postura de algunos compañeros críticos con lugares como este. Los CRIS no dejan de ser una nueva “reserva de locos”, argumentan, al margen de la vida ordinaria, real.

Resignación institucionalizada.

Dar la partida por terminada cuando ni siquiera ha comenzado. ¿Será todo lo que podemos hacer?







domingo, 7 de octubre de 2018

ISLANDIA: DESALOJAR LA MIRADA


Terminal 1 de Barajas. El efecto batidora.

Buscamos la C35 y mezclamos nuestros pasos con todas las razas y actitudes imaginables. Sólo en un sitio como éste puede uno descubrir a la humanidad en su médula, destripada y diversa como el engranaje al aire de un reloj de pulsera. Mis hijos la digieren con indolencia porque ya lo han incluido en su imaginario. Ellos arrastran los pies entre bostezos, pero yo me detengo ante un grumo de japonesas excitadas o una familia de hindús que salpican la belleza insípida  de las vallas publicitarias con sus saris de color. Quiero recuperar la inocencia, sorprenderme de sus ademanes y sus atuendos como cuando los vi por primera vez, ¿dónde? En un aeropuerto internacional. A la salida del control de seguridad, un cura católico se abrocha el cinturón y besa el crucifijo de plata antes de pasárselo por el cuello con una sonrisa beatífica, ¿en qué otro lugar se puede contemplar esta escena? Enfrente de él, un judío pide divisa en la ventanilla de cambio con el pasaporte israelí en la mano. Unas adolescentes británicas cruzan como un banco de pececillos y ríen porque van de despedida de soltera. Me gusta sentirme parte de una tribu tan amplia y diversa, el mestizaje no me intimida, más bien me estimula. Cuando mis hijos no vivan en casa y dejen de arrastrar los pies detrás de nosotros por las terminales, otro tipo de emoción me embargará: los despediré en un aeropuerto como éste y sentiré que esa fuerza centrípeta, embriagadora, que vibra en los terminales, se los traga hacia un remolino que se llama mundo. Elegirán un lugar lejos de mi barrio y todo estará bien, porque hace tiempo que ya no sé dónde termina mi barrio y dónde empieza el mundo.



Icerental Cars. Oficina de alquiler de coches.

Recogemos el coche en una oficina amplia y pulcra que parece oler a pintura recién secada, los picaportes relucen sin una huella. La elegancia sobria y funcional de los escandinavos nos asalta desde que hemos aterrizado en Keflavik. El islandés parece un pueblo que no se permite ningún acicalamiento, como la verdad desnuda de su paisaje, como la austeridad de su credo protestante. La moqueta mulle los pasos y absorbe las palabras mismas, en un inglés correcto y sin concesiones. Nunca hay una sonrisa de regalo, ¿me acostumbraré a su estilo cortante como el viento polar? No obstante, la soledad me gusta y me invade una distensión grata en los silencios amplios que los niños rompen con sus juegos y sus riñas. Me pregunto si vendrá del desalojo general de la isla. Acostumbrados a las masas, preguntamos por el horario del bus que nos devolverá a la terminal y no hay tal horario: cuando lleguemos nos llevan personalmente. Tampoco nadie nos pidió anoche el pasaporte en la aduana ni en el check-in del hotel, ¿tan pocas personas pisan la isla? ¿A nadie le preocupa si llevamos una bomba en la mochila? El hall del aeropuerto estaba lleno de senderistas que desembarcaban silenciosos y bien pertrechados, nadie más allá de los sesenta ni mantecoso ni dominguero. Las mochilas iban a rebosar y las botas de trekking crujían sobre el linóleo de forma intimidante, como los neumáticos de una convención de moteros. Yo examinaba de reojo sus gestos concentrados y me preguntaba: ¿aguantaremos la excursión por el glaciar? ¿Estaremos entrenados?



El páramo.



Cruzar Islandia en coche es una suerte de meditación. Me recuerda a las largas travesías en barco: nada a babor, nada a estribor, y la línea tranquila del horizonte que traza un perímetro en torno a ti y provoca una congoja efímera. Después llega el letargo, una suerte de distensión y el vaciamiento al que aspirábamos. Los niños callan y el motor del Honda nos arrulla por este páramo de lava cuajada.
Hemos dejado Vik después de un remojón “a lo vasco” en su playa de guijarros negros y conducimos hacia el imponente glaciar Vatnajokull, el más grande de Europa.

Su silueta se impone en el parabrisas con la autoridad incontestable del hielo. Bajo una luz blanca y quieta, la tierra baldía que nos rodea parece un fondo marino despellejado y todo cobra una cualidad acuática que ralentiza los deseos. Las postales idílicas que visitamos ayer en el Círculo Dorado (las cascadas de Seljalandfoss y Skogarfoss) han quedado atrás para dar paso a este viaje sonámbulo por el desierto.


Hasta las ovejas, garrapatas blancas hincadas en las laderas verdes, son aquí negras y displicentes.
No sabemos si llegaremos a tiempo para un paseo por el lago glaciar Jokullsarlón. Hemos improvisado unos bocadillos frente a una granja y nos hemos retrasado. Los intentos de Rocío de alimentar a una oveja con ensaladilla rusa han espantado al rebaño y arruinado la foto. La tortilla de patata de anoche aguantaba bien y Rafa se ha nombrado a sí mismo maestro tortillero. Todos nos hemos reído de su autoestima y a nadie le ha parecido mal el descanso, pero ahora callamos inquietos porque la Ring Road parece interminable y la taquilla del lago cierra a las cinco.



Jökulsárlón. Lago glaciar.

El diálogo con el hielo milenario exige silencio y una seriedad reverencial. Sin embargo, a Jokullsarlón acudimos locuaces y en tromba, hay un parking amplio para autobuses y los visitantes bordeamos la orilla con nuestros anoraks multicolores; nada menos solemne que una atracción turística. A pesar de todo (y de los 60 euros por cabeza), el paseo en barca anfibia mereció la pena, fue providencial llegar a cinco minutos del cierre. A Rocío le dio lástima el guía porque su inglés era tan terrible que nadie atendía la charla ni reía los chistes (bromeó con la pronunciación del islandés y accedió a que le llamáramos Johny “like Johny Walker”).


Los icebergs desfilaban lentamente ante nosotros como damas lánguidas y embocaban ciegos el acceso al mar. Las vetas azuladas hablaban de su fractura reciente y les conferían la belleza dolorosa de las flores antes de que el tiempo las marchite. Rocío se hizo los selfies reglamentarios y sonrió autocomplacida con su gorro ruso. Manuel salió de su ostracismo adolescente y comentó la liga española con unos turistas andaluces que nos hicieron el retrato familiar. Cuando nos cansamos de las fotos, Rocío y yo jugamos a las formas de los icebergs: yo adiviné en uno la silueta de un barco varado, Rocío encontró el hocico de Noa.

Skaftafell. Parque Natural.


Cuando vamos de camino me gusta retrasarme un poco y verlos dirigir la expedición. Veo sus espaldas a contraluz dejándose absorber por los colores de la isla y les hago fotos sin que lo sepan, siento una mezcla de despedida y celebración; cada viaje abre un duelo porque el paisaje prevalecerá pero nosotros no.


Consuela saber que la belleza de Islandia me encontrará si vuelvo algún día, lista de nuevo para golpearme con sus contrastes. Fuego y agua. Verde musgo y lava negra. Las cataratas abren una sonrisa en la cara que el viento polar congela enseguida. El silencio que emana de cada cráter tiene una cualidad traidora: en el 2010, el volcán Eyjafjallajökull entró en erupción y logró que la isla ocupara todos los telediarios. Desde entonces, este paisaje estéril y extraño está de moda y venimos masivamente a conocerlo (dos millones y medio de visitantes este verano, en una isla casi deshabitada).






Hoy elegimos una ruta por el parque natural Skaftafell y Rafa protesta porque es la más dominguera pero asciende feliz como un globo y no duda en saltarse las barreras de seguridad para lograr la mejor foto. La catarata Svartifoss nos roba pronto la respiración con su entramado de columnas basálticas y antes que nosotros lo hizo a los productores de la serie Juego de Tronos. 


Un panel explica la simetría hexagonal que adopta la lava al enfriarse y yo no puedo evitar pensar en los arquitectos. El que diseñó la iglesia de Hallgrímur en Reykjavik inspirándose en este panel natural, en el mismo Gaudí que invitaba a todos los modernistas a imitar a la naturaleza. En un juego caprichoso, o quizá en un código inasequible para nosotros, la Tierra ha querido imitar aquí a los humanos y lo ha hecho con un mensaje, un grito más bien, desde el centro de sí. ¿Qué quiso decir? Abstraída en esta idea y en el picnic que Rafa ya ha montado a la orilla del riachuelo, pierdo el móvil y me doy cuenta media hora más tarde. Menos mal que los niños desandan el camino como gamos en cuanto se enteran. Unos italianos que lo han encontrado se lo entregan pronto a Manuel y yo les mando besos desde el puente. Mientras descendía hasta allí, enumeraba ya las cosas de las que tendría que prescindir sin el dichoso aparato y me había alegrado comprobar que no era para tanto, ¿era ese el mensaje oculto en el basalto?


Höfn, al extremo de la ruta. 

El gusto por la Nada. La Nada en la Nada. En esta isla hay Nadas dentro de la Nada como los anillos de crecimiento de un tronco y por eso hemos venido. El mapa mismo engloba macizos rocosos que el hielo descubrió tras la última glaciación y fueron islas hace miles de años pero ahora son islas dentro de esta isla. El “Círculo dorado”, la “Ring road”: todo aquí junta sus extremos y se vacía: el cero, la nulidad, la gran carencia.
La Nada más vacía que visitamos es Höfn, el pueblo al extremo más oriental de nuestra ruta. Wikipedia habla de mil seiscientos habitantes pero el viento afilado que nos asalta al bajar del coche explica que no veamos ninguno por la calle. Aparcamos cerca del único supermercado y nos aventuramos por su paseo marítimo calándonos bien el gorro. Las casas de aspecto prefabricado se ordenan frente al océano. Enfrente, los dueños se permiten una presumida parcela donde no puede crecer nada y la decoran con anclas oxidadas o enanos de loza que embelesan a Rocío. La ropa tendida aletea con fuerza en una cuerda y la señora que sale a recogerla con brazos expertos parece un marinero en la proa de un barco. No puedo evitar acordarme de la azotea en Reikiavik donde vi una barbacoa coronando el balcón y sentí una compasión inoportuna.
Como todos los pueblos pequeños del mundo, Höfn saca pecho con varios museos absurdos: un museo vikingo (Vestrahorn), un museo del parque natural (Gamlabúd), un museo de rocas recogidas por una familia local (Huldus Reinn) y la imprescindible casa-museo de un escritor que no conozco (Thórbergur).
No visitaremos ninguno.
Calentamos nuestra cena precocinada en un microondas que ofrece el supermercado y miramos la calle desierta a través de la cristalera. Yo mastico las sobras que van dejando los niños mientras medito acerca de los museos. Me gusta enumerar los sitos donde no he estado con una delectación morbosa, cerca del masoquismo. Mi memoria se entretiene colocándolos al lado de los juguetes que no me trajo Papá Noel, los chicos que no me miraron, las películas que se esfumaron de la cartelera mientras yo me encerraba a estudiar.
En Islandia, las casas-museo de escritores salpican la geografía como las ovejas. Ayer en el hotel incluso di con un libro dedicado a ellas. Tenía un mapa que fotografié con entusiasmo (sobra decir que me embargaba la convicción de que no los pisaré jamás) y anoté nombres que acababan siempre igual: Gumarson, Sveinson, Jochumsson, Hallgrimsson...




Una isla de trescientos mil habitantes que pasa media vida a oscuras y rinde tanto culto a sus escritores, ¿por qué? ¿Cuál es el influjo de la aurora boreal? ¿Hay que acercarse tanto al Círculo Polar para estar inmerso en la literatura? Es más: ¿tiene la literatura un punto geográfico, una zona física donde obre la acumulación? Yo que ya me jactaba de haber aprendido a escribir en medio del polvo y el ruido, ¿debería aspirar a esta pureza?
Estas preguntas sin respuesta también las colecciono con fruición y las coloco ordenadamente en mi lista.










Brú Ghesthouse.



Hemos dejado atrás los falsos acantilados de la costa sur y pasamos la noche en Brú, en una planicie extensa donde emerge esta fila de módulos de madera con dos habitaciones baño y minicocina.



Es fácil sentirse como una familia Playmóbil, todo está impoluto y de estreno, es tan impersonal como una casa de muñecas. Ikea es la empresa promotora de esta uniformidad, ha terminado de arruinar el folklore, el derecho a sentirse lejos de casa. No obstante, en los estantes encontramos cuatro cuencos, cuatro platos, cuatro juegos de cubiertos y cuatro vasos y yo soy feliz mientras me asalta un déjà vu: todo esto ya lo viví leyendo a Ricitos de Oro.


La cristalera es amplia y deja entrar el verde de la llanura desde cualquier ángulo, es tan extensa que intimida. La mujer de la recepción fue cálida y cercana pero dejó claro que se iría a las diez de la noche y me sobrecoge recordarlo, sólo hay un coche más aparcado al lado del nuestro. A medida que la oscuridad hace opacos los ventanales, la casa adquiere una cualidad flotante, sin asideros. Como la niña se va a dormir enseguida, elegimos una peli de Eastwood en Netflix y dejamos que Harry el Sucio nos devuelva al universo conocido con su rictus indolente y sus famosas sentencias antes de apretar el gatillo.

Geysir y vuelta a Reykjarvik.

Cumplimos con el mandato turístico y visitamos Geysir antes de volver a la capital. Durante el trayecto les instruyo a todos sobre las zonas geotérmicas y las bacterias termofílicas, aunque sé que sólo Rafa me está escuchando mientras conduce y mira la carretera con una sonrisa templada. Sólo consigo robarles la atención a todos cuando les reto a pronunciar el nombre del volcán a nuestra derecha (Eyjafjallajökull). Rafa es una ardilla fonética y lo adapta pronto a su manual de atajos sonoros: “ella-folla-yo-culo” es lo que más se acerca al original. Reímos relajados y cogemos fuerza para resistir los embites de los niños en el centro de visitantes de Geysir: souvenirs, menús y chucherías para un nuevo enjambre de turistas que nos aglutinamos en el parking y en las colas de los baños.
No gastaremos ni una corona más, el país más caro de Europa (y quizá del mundo) ha agotado el presupuesto. Sorprendentemente, la visita al  Gran Geysir no tiene pago obligatorio y caminamos con alivio entre las fumarolas con olor a azufre sin arrugar la nariz. Geysa es el verbo islandés para “emanar o erupcionar” y éste del valle Haukadalur ha dado nombre a todos los del mundo. Un siglo de visitantes ha acabado con él y ya no escupe agua, pero su homólogo Strokkur sí lo hace y salva la visita. Para los incautos que aún tuvieran ganas de arrojar monedas al agua remansada, los carteles rezaban alertas en varios idiomas. También nos recordaban que el agua estaba a 100 grados y el hospital más cercano a 62 km.
Engullo el bocadillo antes de perder la sangre de mis dedos azules e intento disfrutar las vistas del valle. El almuerzo no es lo único que se nos ha enfriado. Parkings, autobuses, colas y selfies arriesgados sobre el vacío han congelado nuestro instinto explorador. La visita obligada a Gullfoss resulta en un desganado vistazo panorámico


y la falla de Pingvellir se lleva una foto rápida (el lugar es emblemático: junta la placa americana con la indoeuropea como si la piel de la tierra se cerrase en cremallera).
Pronto rodaríamos por una autovía de dos carriles, embocando naves industriales y las vallas publicitarias que ya no recordábamos. La publicidad es aquí no sólo escasa sino tímida, casi te pide permiso para que la mires. Reykjarvik estaba cerca y la nostalgia del desierto me asaltaba, quería volver a los montículos pelados, al verde inacabable, al cielo blanco confundido con la cinta del océano. Quería volver para pegar mi nariz al parabrisas e incorporarlo todo. Echaba ya de menos esa sensación de bucle, de falso avance.


La cinta negra de la Ring Road engullida por un horizonte que siempre está más allá. Eso es Islandia. La sensación de que el avance del coche es en vano, un falso devenir, como la vida misma. Esta isla que vive al ras del magma terrestre no se deja engañar por espejismos: caminamos hacia un horizonte que toca sus extremos.




https://milviatges.com/2015/viaje-barato-islandia

https://es.visiticeland.com/

https://mejorepocapara.net/viajar/ver-auroras-boreales/

https://elpais.com/elpais/2018/06/28/eps/1530165884_674043.html

https://elviajero.elpais.com/elviajero/2018/05/10/actualidad/1525949407_721399.html

jueves, 19 de abril de 2018

Ignacio Ferrando: porque la literatura siempre exigió La quietud.

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             “Espero que disfrutes con este viaje a la quietud”, me escribió Ferrando en la dedicatoria de su última novela, La quietud, cuando me hice con un ejemplar en la feria del año pasado. Ferrando me ha dado clase en la Escuela de Escritores y todas sus alumnas valencianas acudimos en racimo para arrancarle una dedicatoria, es uno de nuestros favoritos.
                
             No es un seductor, pero causa estragos. Nadie como él para ejemplificar el tesón y el talento. Cuando le veo nunca me viene a la cabeza un escritor (¿tienen algún rasgo distintivo un escritor?), sino un científico. Le imagino concentrado entre vasos y centrifugadoras, siguiendo con delectación el goteo lento de una pipeta. Es así como debe de alumbrar cada frase, aunque luego su voz se perciba fluida y sinuosa, casi escrita de tirón. 
             
               Su escritura ha crecido despacio y bien. Después de años de espera en editoriales pequeñas, por fin está en Tusquets, “una liga aparte”. Bromeaba con ello y casi pedía perdón. Su modestia no le permite otra cosa, pero sabe que se merece Tusquets. Ha sabido contener el ansia de publicar a cualquier precio y su escritura está por fin pulida, su virtuosismo bajo control, muy lejos de los primeros relatos que leí hace diez años.
               
               He acabado ahora La quietud y el mes de abril me trae una nueva luz en el parque de Viveros, un revuelo de hojas y polen que me descubre las casetas de la feria de nuevo en pie. Hector, su protagonista, ha tenido que esperar a que bajara mi montón de libros en la mesilla y ahora vive por fin en mi cabeza. La quietud merecía un tiempo lejos de la voracidad con la que ataco la literatura y el siglo. Es una lucha que está contenida en la novela, como muchas otras. Sus trescientas y pico páginas se abren por planos y dejan a la vista varias novelas, como los libros desplegables que le compraba a mis hijos: levantan una dimensión escondida con el crujido de las tapas.
             
               "Hay algo casi delictivo en el hecho de estar aquí, abrazados...". Así abre el protagonista una larga confesión que nos llevará de Madrid a Siberia y de la culpa a la redención, con un narrador en primera persona cuya soltura me recuerda por momentos a la de Richard Ford en sus Pecados sin cuento. La historia se anuncia como la historia de una paternidad por asalto, atropellada, compleja, pero también es la historia de un duelo y un cierre, la clausura de todas las preguntas y los sueños de la juventud. Es el asentamiento de un final y un ciclo nuevo, la aceptación de la muerte y de los límites que impone el tiempo. El padre ausente al que no quiere parecerse y el padre presente, la inminencia de su muerte y del relevo que asumirá Hector siendo padre. En este plano de la novela suena la necesidad de perdón como una música con sordina, la culpa de existir que tiene notas de Kafka. No es casualidad la alusión brillante a la película de Wells El proceso, cuando el protagonista es forzado a saltar a su propia tumba en un paisaje helado.
               
                Hay una lucha también por conocerse, aceptarse, una historia alrededor de la identidad en el profesor de arquitectura que es Hector y que no cumplirá ya los cuarenta. Un intelectual cuyo hastío es capaz de seducir a Ann, una alumna veinteañera que se toma su hartazgo por misterio. Hector empieza a estar fondón y sin lustre, sale de una relación agotada y larga y necesita seguirle el juego a la estudiante caprichosa y ávida de poder o conocimiento. Alargará el engaño con la joven todo lo que pueda, dejará que ella actúe como si la madurez pudiera sorberse igual que se apura un botellín de cerveza en una fiesta universitaria. Para no claudicar, Hector tendrá siempre el recurso a Montalbán, un tipo cuyo DNI ha encontrado por la calle y al que le inventa una vida para usarlo de interlocutor en los momentos de flaqueza, de interlocutor y de escape.
                
                El paisaje helado de Siberia completará el choque de historias y avideces, la de los siberianos que sobreviven a dentelladas, que buscan no ya la quietud, sino la dignidad más primaria, y la de los occidentales pagados de sí mismos que pasean su autocomplacencia delante de sus ojos. La aventura está servida, el conflicto empuja la lectura a toda vela y Ferrando demuestra su temple y su oficio al hilar las tramas y las subtramas con pulso de relojero.
                
                Para colmo de generosidad, Ferrando ha publicado un anexo al que llama Cuaderno de escritura donde desentraña la “receta de cocina” que le ha llevado a completar el libro. Destila su experiencia como profesor de escritura pero no pretende engañar a nadie: la “piel del discurso”, como él la llama, es el fruto de la intuición y la mirada del autor, inaprensible y huidiza de los manuales.                   
               
               Nunca seremos Ferrando, pero le debemos mucho. En este mundo de pisotones, poses y fuegos artificiales, alguien con el aspecto engañoso de científico despistado se afianza y gana lectores. La templanza y la fe (junto con el talento) llevan lejos y estaba a punto de olvidarlo.

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http://www.ignacioferrando.es/

https://escueladeescritores.com/archivos/ignacioferrando-cuaderno.pdf

https://alenacollar.wordpress.com/2017/07/11/ignacio-ferrando-la-quietud-el-territorio-extremo/


https://elasombrario.com/escueladeescritores/ignacio-ferrando-escritor-estar-dispuesto-darlo-cambio-casi-nada/


domingo, 11 de febrero de 2018

Stoner de John Williams


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Stoner es una novela sobre la soledad. No cualquier soledad, sino una soledad profunda, impenetrable, casi obstinada. Una soledad en el ruido, entre las voces que aletean ensordecedoras alrededor.

Terminé de leerlo un domingo lluvioso de enero y me pasé el resto del día trastabillando por la casa, intentando ocuparme en mil cosas y sin poder ocuparme en nada. Sufría la despedida de Stoner, su duelo, pero no me permitía la aflicción. En sus doscientas y pico páginas late una prosa contenida y sobria que no alienta las lágrimas. Ahora sé lo que me ocurría: estaba atacada de soledad.

La soledad de Stoner es la de un tipo de hombre que no volverá, un hombre que pertenece al pasado. Un profesor de literatura corriente en una universidad mediocre que no protagoniza ninguna hazaña especial. Un hombre al que los poetas de hace trescientos años son capaces de hablar y a quien los torpes jadeos a su alrededor no dicen nada.

Stoner es un profesor antiguo, de otra era, a caballo entre los gritos del siglo XX y el “Tiempo del ayer” que describía Stefan Zweig. El tiempo en el que los hombres aún eran de una pieza; hombres que entraban en las páginas de la literatura con terrones rojizos entre los dedos. En su trayectoria late una condena y por momentos se sienten ecos kafkianos, un alarido con sordina, el arrastre de sus pies por los escenarios de su vida tiene el peso del absurdo y él aguanta los reveses con una mueca cercana al desdén porque siempre estará el recurso al conocimiento, a su puesto de profesor. La universidad, como él mismo describe, es el mundo aparte que da cobijo a seres como él o como su hija, demasiado vulnerables para los zarpazos de la vida. Y su puesto de profesor será la única pasión que no verá vetada, la caja en la que meterse, un lugar seguro lejos de la guerra que se libra fuera.

Williams defendía que su personaje era un héroe por cuanto permanece fiel a sus principios. Yo no acabo de verlo. Me parece tocado de melancolía de principio a fin. Asistiremos a los amores de su vida y a las brechas que abren en él, pero nunca le veremos batirse por un centímetro más de felicidad. La vida que late en los textos que ama debería inyectársele en las venas, avivar esa forma anémica de moverse que tiene. El único episodio donde le vemos vibrar es cuando defiende a capa y espada la entrada de un farsante en la universidad, el riesgo de que su templo quede contaminado. La literatura es para él un sacerdocio.

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Pero Stoner ha heredado la resignación que sus padres cultivaban en el campo. Es un tipo lánguido que se mueve por el campus de la universidad de Columbia como una sombra y raramente se agarra  al amor, a la felicidad, a cualquier forma de palpitación que pueda alejarle de la vida ascética que ha elegido entre los libros. Ve la felicidad en los demás y se maravilla de la vida que late en los versos de un autor latino o medieval, pero no es capaz de retener una porción para sí. Y este punto es el que hace difícil el libro, un libro por otro lado fácil de leer, de una prosa sencilla y natural, brillante en su precisión con las emociones y los detalles que las revelan. 

Es una novela dolorosa pero es la novela que recomendaré a todos los que sepa heridos de literatura. Una novela donde el cómo prevalece sobre el qué se cuenta, cargada de momentos sencillos en apariencia, profundos como un pozo. De una voz narrativa templada y segura que invade el cuerpo como un constipado lento que acaba en gripe y luego deja un dolor de huesos durante varios días. 

Williams sabía que tenía entre manos un buen libro, una novela digna, de peso, que no comercial. Su primera edición cayó en el olvido tras una pequeña tirada de doscientos ejemplares y estuvo a punto de sucumbir a la maldición del protagonista, la maldición del silencio. 

Pero todo lo bueno perdura, especialmente los libros que están llenos de coraje y verdad. Los libros que hablan a través de los años, de los siglos. Textos que se dirigen, como éste, a todos aquellos a los que los poetas nos hablan a través del tiempo. Aquellos que nos creemos así salvados de la soledad y de la vida, o de la muerte, que es su reverso. 

Williams nos recuerda aquí que leer no nos librará de la devastación silenciosa que sigue en pie, la que nos hará morir un día como él, sin heroísmo, sin drama: tan solos como llegamos al mundo. 

Preguntaos qué libro será el que, llegado ese día, resbalará despacio de vuestras manos. Mientras tanto, leed, leed malditos. Y no dejéis de leer Stoner de John Williams.

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