sábado, 12 de octubre de 2019

NI DECIR



Uno y su significado son dos, dice un aforismo zen. Las cosas, cuando se nombran, se convierten en otra cosa. Ni siquiera hay que indagar en su significado, lo dicho adquiere una nueva materia. El amor, si la tiene, la siente transformada cuando se declara. La misma suerte corre la guerra, el hastío, la soledad, el miedo a la muerte.

En el hospital nadie la nombra, a la muerte. Aunque planea por los pasillos, los formularios, los mostradores. Los médicos somos funambulistas del no decir. Etiquetadores profesionales, dispensadores de esperanza. El amor es un bálsamo, el optimismo es otro. Y a los médicos se nos enseña a no negarlo. A no traicionar la realidad pero tampoco la ilusión cuando palpita en las pupilas del que pregunta. Acabamos haciendo malabares con las palabras que elegimos u omitimos en una frase. El mismo orden sintáctico puede obrar el milagro o la catástrofe. La muerte es una amenaza pero el miedo lo es mucho peor. Y la crudeza de vivir se convierte en la suma de muchos asaltos, de muchos silencios.

De requiebros tácticos. De envolturas que consuelan.



En psiquiatría, sin embargo, las palabras son el centro, nuestro material de trabajo. Los escuchólogos, o palabristas, prescindimos de artilugios técnicos y de pruebas complementarias. Y nos consulta gente debilitada por el no decir. La negación o el rodeo se convierten aquí en una opción perversa. El paciente, que acude con su manojo de palabras o de silencios, se va con un nuevo manojo. Con palabras les descubrimos, les palpamos, les volvemos a cubrir.

Y no me refiero a los diagnósticos psiquiátricos, antipáticos como un jersey de lana en un día de mucha calefacción. Hablo del grueso de la consulta, de los “enloquecidos”, que no locos (hace tiempo que al psiquiatra no le queda tiempo para el loco). El psiquiatra no da abasto con el sano preocupado, con el que ni es enfermo mental ni tiene salud. El que se ahoga porque se le dijo que debía ser feliz. El que se enamoró del amor, de la primavera en el Corte Inglés, de la paz que promete una playa en una agencia de viajes. Personas que colonizan la agenda y piden rumbo, nombres, flechas pintadas en el suelo, moléculas mágicas, manuales de instrucciones. Gente enferma de contradicciones o autoengaño, de vacío, de silencios que se llevan a cuestas durante años hasta quebrar el espinazo. 

Contar una soledad muta esa soledad en otra cosa. Nombrar un miedo lo desactiva el rato que dura la consulta. Confesar un secreto lo trivializa, le cambia la cualidad, alienta la idea de que podía pasarle también al vecino de al lado.

Lo dicho, una vez dicho, es un lastre menos en el alma, alivia los pasos. Y el tiempo, en una nueva dimensión, parece que ya no empuja tan rápido hacia el declive. Hacia lo que ya, de una vez, se nombra. Se dice por fin.  



Texto integrante del Catálogo de la Exposició de Javier Garcerá NI DECIR

https://www.javiergarcera.com/NI-DECIR

https://issuu.com/javiergarcera/docs/javiergarcera_alta_2_medio/92


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