sábado, 28 de marzo de 2020

Covid 19. BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO. Capítulo 5





Sábado 21

Son las nueve y el presidente hace su alocución por la tele. Mi jefa reparte a la vez los turnos de contención en el chat, un tercio en casa y dos tercios trabajando. El whatsapp hierve todos los fines de semana. Desatiendo las palabras de Sánchez en cuanto empieza la propaganda y leo a mi jefa, mi cerebro le pone la cara del presidente que yo he enmudecido para leerla. El resultado es perverso: Sánchez me manda a trabajar en las semanas altas de la curva.

Haré domicilios mientras los demás atienden llamadas desde una consulta aséptica. Una idea me da en la frente con la violencia de un palazo: es tan probable que coja el bicho como improbable que me muera. La última parte de la frase es un asidero que he improvisado y debo fijar a la primera, un adjunto frágil que aún baquetea. Cuando me quiero dar cuenta, estoy haciendo zigzag por los bloques de mi barrio con la perra y dándole martillazos a la frase. Noa ya no corre, sólo cabecea a mi lado como un escudero fiel, resignada a su nueva condición de perra vieja. Yo sigo su lomo plateado mientras me pregunto si un accidente de tráfico es todavía mi amenaza más cercana, aspiro a que sea más probable que el Covid, ¿qué estoy haciendo? Tan sólo repaso las estadísticas que llevo años encima, como una doble piel, tan mías como el kilo y medio de flora bacteriana de todas mis mucosas.

He dicho en casa que bajaba a recibir al de la pizza pero el chaval se retrasa porque sólo quedan dos tiendas abiertas para toda Valencia. En su lugar nos llega una lluvia tímida, tan fina que no nos cambia la velocidad ni el itinerario. Me pongo profunda y descubro que mis viajes al pasado no responden a la nostalgia: quizá esté haciendo balance. Regateo conmigo misma si mis sueños se pueden detener aquí, ahora, si mi vida alcanza el notable o no pasa del aprobado pelado.

Me siento caprichosa y algo canalla así que llamo a la mujer de mi amigo. Cerca de Madrid él está luchando de verdad por su vida en un hospital, la prueba ya ha confirmado el virus. Ella agradece la llamada, niega que sea tarde, me da todos los detalles de la evolución y las pruebas con una voz que está intentando rearmarse. Las cifras bailan una coreografía oscura en su mente y yo le hago una fiesta por una PCR de 3,2, me guardo todo el resto. Siento que me he tragado de golpe todo el borde libre de un acantilado. Me habla de las provisiones. Conoce a una enfermera que le ha hecho llegar un cargador y varios libros repasados con lejía, los ha filtrado “de estraperlo”. El dato me reconforta mucho más que la analítica, mi amigo ya tiene a Pasternak al alcance de su mano y le dará más oxígeno que un respirador. Los poetas no deberían pisar la guerra ni los hospitales.

Devoro la Bacon Crispy, me pierdo el final de la peli. A las cinco y pico estoy despierta y los sonidos de la casa vienen a mi cabecera como visitantes descalzos: la respiración de Rafa, el tic-tac del salón, el ronroneo de la nevera. Me sacan de la cama. Frente al cazo de leche descubro que este patrón de insomnio es depresivo. Me casco un nuevo zolpidem y me siento miserable de haber predicado tanto que no había que engancharse a las pastillas.

 Lunes 23

“Nunca antes había tenido miedo…”, me dice una paciente. Una chica que no me cogía el móvil en una semana y yo imaginaba ya conectada a un respirador en alguna parte. “Miedo, claro que sí, lo hemos tenido siempre, todos…” matizo con mi mejor voz pastoral. “No, me refiero al miedo a algo de verdad”. Consigue que me estremezca. Los sanitarios, expertos en negar nuestra vulnerabilidad, bordeamos el delirio en este punto. A nosotros no nos tiene que pasar nada.

Hoy no tocaba ir a Chernobyl, pero mi espesura ha hecho que tecleara 3 veces mal mi pin de la tarjeta y aparco en el parking desierto del hospital. Sin novedad en el frente, parecen decir los celadores que fuman en la puerta de urgencias. Nos saludamos con las cejas, todos nos palpamos con una nueva complicidad aérea. La curva de infectados crece despacio, la fase de espera se alarga, pero el silencio en la trinchera puede desesperar más que un ataque furibundo.

Desfilo por los pasillos desiertos con mi tarjeta inútil hasta el informático, que ha improvisado una ventanilla a la puerta de su despacho para que no entremos. Un anestesista se queja detrás de mí (no demasiado detrás, para mi gusto) porque sus compañeros no pueden conectarse al ordenador de las nuevas UCIs (antiguos quirófanos y REAs). Todo parece más perentorio que mi cara de idiota confesando que he liado el PIN y el PUK.

Antes de dejar el hospital consigo sentirme útil después de una charla con el coordinador de enfermería. Confiesa que le hace bien hablar conmigo. “¿Evacuación emocional lo llamas?” Lamento haber soltado el tecnicismo, para él la evacuación remite a secreciones corporales. Sólo quería sentirme útil, específica, como mi vecina del segundo que está ansiada por hacer mascarillas y me pide los patrones que han usado las enfermeras.

Martes 24

Siglo XXI. Siglo XXI. Nos llenábamos la boca: Siglo XXI Ediciones, Siglo XXI Fundación Benéfica. Hasta una pasta dentífrica podía bautizarse con el Siglo XXI. Prometía innovación, vanguardia, tecnología.
Pero vivíamos de lleno en el siglo pasado.
Conduzco por las calles tomadas por este invierno abrupto y me digo que el marcador del siglo se ha puesto por fin a cero. Los parques infantiles están precintados y las cintas rojas y blancas aletean en los columpios. Es la imagen más trágica del fin del mundo que podíamos imaginar.

Avanzo con el coche del hospital en busca de una chica que no le coge el teléfono a su familia hace semanas. Los enfermeros que le pincharon la medicación el mes pasado alertaban ya de que empezaba a desorganizarse. Al teléfono, su psiquiatra me ha listado las cosas que le pide a los servicios sociales y me lo he aprendido como el cirujano que estudia las placas antes de intervenir: he memorizado la anatomía de sus deseos.

Los pocos vecinos que me ven pasar se detienen para leer con recelo el logo de la Conselleria. Al coche le han impreso una mano protectora que sostiene una casita, pero ahora mi mano puede llevar la muerte.

Conduzco la marca que despierta una mezcla de admiración y recelo. Un utilitario pequeño y huevudo que no hace ruido porque es eléctrico: soy el protagonista de Interestelar y estoy patrullando un paisaje devastado. El temporal ha congelado los bloques de la urbanización playera y el escenario es tan inhóspito como mis premoniciones. Reparto la mirada entre el paseo marítimo y el mapa de Google, la voz de la aplicación vive inmune al Covid, no tose ni cambia su timbre condescendiente. No lleva mascarilla. Las barandillas de los apartamentos no tienen toallas de colores y el chiringuito en silencio da ganas de llorar. Ni un alma.

Descubro por fin una silueta vibrante pedaleando por el arcén y me alegro al comprobar que es mi chica, el corazón me brinca cuando bajo la ventanilla para saludarla. Se acuerda de mí. Sonríe. Accede a charlar si la sigo hasta la gasolinera, ha salido a por una cajetilla. No va impecable pero tampoco descalza como se me dijo. Todo irá bien. Le alargo una mascarilla, que se pondrá como una diadema antes de pedalear delante de mí como una liebre. Mañana es día de paga, su humor es bueno. Respiro con alivio porque no hubiéramos tenido cama para un ingreso.

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