lunes, 30 de marzo de 2020

Covid 19. BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO. Capítulo 7




Viernes 27

Mi amigo está por fin en casa. Los audios que me enviaba ganaban volumen y fluidez, hablaba del temor a dejar el hospital, del trato tan humano, de tos aquí, de fiebre allá. En el de hoy habla de maniobras de resucitación. Habla de libros. Y aparece por primera vez un doctor: el doctor Zhivago. Lo escucho mientras bajo las escaleras que van a urgencias y me detengo a escribirle que por fin tiene una brújula en sus manos. Le gusta que haya sido tan precisa. Una brújula. Se vuelve a enrollar: novelas, entrevistas culturales, títulos. Me hace bien oírle tan él, de nuevo en su asteroide como El Principito. Antes de abrir el box me pregunto por qué nadie me pide que le dibuje un cordero.

Por la noche nuggets, croquetas, patatas, fritanga pura. Comida de confinados. Los niños eligen Joker y yo me arrellano entre Rocío y la perra, ya no nos plegamos los unos con los otros. Para la próxima pandemia habrá que hacerse con un sofá XL.
Estoy preparada para una peli que me perturbe. El escalofrío ya lo traigo después de la charla con mi amiga Inma, que se desgañita en una ciudad cercana. Su jefe les ha ordenado a los pediatras ir a la planta Covid y les ha repartido el protocolo de sedación. Con tres o cuatro horas en prono y sin responder a 15 litros de oxígeno ya pasan a la morfina.
No me propongo el consuelo, nada que pueda decirle la calmaría. Está excitada y no puede parar, se despeña por la rabia y alterna las descargas con las bromas ácidas. No menciona el miedo, pero cuando yo confieso que a veces prefiero salir ella asegura que prefiere su casa y debo callar. Sólo ha venido del futuro para hacerme un tutorial de lo que me espera. “Yo elegí los niños para no ser el ángel exterminador”, repite indignada. La expresión reflota tantas veces que adivino cuál es el mantra que más se ha oído hoy en su servicio. “Al menos sabrás lo que exploras”, objeto yo con voz tímida, “eso pensé yo, pero resulta que no se acercan a ellos…” Un compañero suyo conjura el pánico diciéndoles “buenos días, soy el pediatra de guardia, saque Usted el niño que lleva dentro”.

Sábado 28

Soy el hombre de la casa. Por las mañanas me pongo mi traje de torero y mi marido, eminencia científica de la psiquiatría, me despide con los guantes de fregar rosas y un pantalón lleno de goterones. El hipoclorito se ha instalado en su pituitaria y le provoca dolor de cabeza.
Limpia, compra, cocina y pone en vereda a los chicos. En la cena pide opinión excitado y como no recibe elogios se los escucha de sí mismo. Los niños mastican en silencio y están a otra cosa, como hacían conmigo. Me divierto en secreto del desinterés que levanta el menú. Lo veo caer ordenadamente en todas las trampas de las marujas, “hoy limpio a saco y así descanso toda la semana”. Los primeros días lo reforzaba con lástima, “claro cariño, las mejores pechugas que he probado nunca”.
Cuando pasan dos semanas llega el colapso. Lo encuentro derrumbado frente al ordenador con expresión sombría, “son unos egoístas, yo no sé qué coño hemos criado”.
Escucho su lamento y me digo que yo tardé mucho más en ponerme así, pero callo. Espero a que termine su descarga. Repaso mentalmente la olla de alubias que he visto en el banco de la cocina. Sólo estoy salivando. Tampoco el hombre de la casa está a la altura de lo que las mujeres pedíamos.

Hoy se adelanta una hora que no le importa a nadie porque no existe la urgencia ni la definición, sólo este océano en calmachicha. La cena es distendida y la aprovechamos. Vivimos al día, ciclos cortos y cambiantes, si hay buen humor hacemos como si fuera a durar y no ponemos filtro. No atesoramos los buenos momentos, por eso yo lo rompo todo con una queja: estoy cansada de tanta compra, uno o dos días y basta.
“Tú también nos pones a todos en peligro”. La barra de contención ha caído. El precinto que sujetaba la verdad se ha soltado y los chicos me miran esperando que lo desmienta. Observo sus caras bañadas en otra luz que no es la mía, no armaré un contraataque. Quiero que sigan respirando este aire que no se ha corrompido todavía. Debo cuidar la blandura de sus quejas y sus cuitas, la línea fina que conecta su presente con un futuro inmaculado, la conexión de sus días. Suelto algo insulso con un punto creativo, cambio de tema.
Rocío, sin embargo, ha leído por detrás de mi sonrisa y me desarma con su lógica de bisturí: “pero mamá, tú…¿puedes no ir?”

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