sábado, 21 de marzo de 2020

Covid 19. BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO. Capítulo 3



Lunes 16

Primer día de confinamiento y calles por fin desiertas hasta el centro de salud. Sonido del día: el cacareo de la gente en la cola del Consum, plantada bajo mi despacho médico. Todos critican a los saqueadores del sábado, pero nadie confiesa su propia gula. Imagen del día: el mostrador desierto, dos bancos vetados de cada tres, la celadora con tres cajas de mascarillas quejándose de que no se sirven ya más. Silvia, la nueva enfermera, habla de cómo el planeta nos castiga. Sus ojos sobre la mascarilla son más soñadores que antes. Sufro por su desazón, ella que no tolera ni un jersey de cuello alto ahora siente que se ahoga. También la sofoca la orden de quedarse en casa la semana que viene “ahora que nos necesitan tanto”.

Las voces entre nosotros han cambiado bajo la profilaxis, pero no es por la celulosa desechable: es el lugar desde el que hablamos. Hay una sacudida nerviosa en nuestras risas comunes que antes no estaba.

El teléfono colapsado y la chica del brote. Escupe unos granos negros, como de pimenta, y asegura que son el Covid. Como no hago nada frente a un teléfono que no funciona dejo el despacho y me voy a su casa. Ya no hay SAMU disponible y será un Trasporte No Asisitido, los ambulancieros bullen inquietos frente al portal porque no he llamado a la policía. Tampoco están acostumbrados a la mascarilla ni a mí, la enfermera los ha calmado antes de mi llegada. La chica accede enseguida porque quiere que se le haga la prueba hospitalaria. Cuando se despide de sus pequeños, la emoción se nos agarra a la garganta como un garrote y se mantiene durante los siete pisos de ascensor. La mamá se va al hospital pero no hay palabras para que los niños entiendan el motivo.

Por la tarde una siesta espesa, como de caramelo derretido, con un sueño iluminado en amarillo donde mi abuela Gregoria conoce a Rocío, o Rocío la conoce a ella y me hace feliz porque la quiere como a su yaya.

Y por la noche una sesión de cine ectópica por ser lunes en la que yo me voy la primera a la cama. 

Martes 17

La relajación. O mi sospecha de la relajación. Más bien mi miedo. Gente por la calle a las ocho sin mascarilla, sin gestos nuevos, sin alerta. Al menos parece que ya no hay paseos de perro largos ni en parejas. 

El día es otoñal y castiga el ánimo, pediría el recogimiento si no estuviéramos todos atravesados por el cable del virus. Por la autovía Los Secretos en Spotify, que me deslizan a los Hombres G. Revisitar canciones de la adolescencia a los cuarenta tiene su hondura, se descubren capas ocultas. David Summers conjuraba su rabia de onda corta con polvos pica-pica, mientras los grupos trash de mi hermano emitían consignas asesinas. Diferentes puntos en el espectro de la ira. Suéltate el pelo es una invitación a perder la virginidad y yo no me enteraba a los quince, sólo bailaba en la pista hasta el desaliento. Avanza mi nostalgia de un pasado que se precinta más rápido de lo asumible.

Por la mañana dos pacientes y diecisiete intervenciones. El teléfono es un hilo con los hogares, un periscopio privilegiado. Todavía no hay grandes batallas entre las cuatro paredes. Los neuróticos se portan muy bien, saben apartar lo superfluo y hasta se liberan de sí mismos. Los psicóticos sólo temen que el tabaco se acabe, a ellos no les tiene que pasar nada. Me conmueve que sólo teman por el trankimazin y por la salud de sus médicos. Tabaco, pastillas y nosotros. Imagino que ese es el orden, su verdad entre líneas.

Miércoles 18

Un sol que se levanta como un ojo castigador, un disco incandescente que no tiñe las nubes. La mañana empieza en el esqueleto de la ciudad, calles que sólo pertenecen a las patrullas y a los que levantan contenedores desde su bici y no conocen más mandato que la miseria. Día que empieza lánguido y acaba con la ovación de las ocho entre himnos patrios: España, Per a ofrenar y I will survive. Tres niveles de identidad en la misma calle. Amores que van de balcón a balcón “te quiero tía…” en una voz infantil con manitas agarradas a una barandilla, vecinos que se retan al veo veo y hacen reír a Rocío. La niña se empeña en tirar la basura conmigo, somos dos furtivas bajo el canto melancólico que oímos estos días en el árbol sobre la verja. Un pájaro (¿el mismo pájaro?) que Rafa tenía fichado cuando pisaba el parque a las seis de la mañana y luego parecía enmudecer con el bramido del tráfico. “Los pájaros están alegres”, dice la niña. Los humanos estamos en silencio, pienso.

Las manos han aprendido ya una nueva gravedad, son un arma letal, flotan alrededor de mi cuerpo y le han traspasado al codo y la rodilla sus destrezas. La limpieza del coche me absorbió antes de arrancar, ansia de volver a subir a por el cubo porque he tocado el tirador de la puerta del garaje, también he olvidado repasar el mando. Es agotador ser un TOC. Imposible esquivar los fallos de estrategia, hay que asumirlos, darle a la llave, desconozco cómo van los soldados al frente, me vendría bien una arenga y tengo que mutar en general y dármela yo misma. “Rosana, arranca y no enloquezcas”.

En la consulta, un compañero nos llama pijas por descartar ya las mascarillas que usamos hace cuatro días. La enfermera que hizo bolas de navidad para la sala de espera ha cosido creaciones propias y tiene la mesa llena de telas para elegir, a la mía sólo le falta un pespunte. He optado por una tela lisa anticipando los lejiazos, pero luego me siento cobarde por descartar las más bonitas. ¿Cuándo tiré la toalla? Me he despedido de la estética. Ya no me maquillo porque se queda todo en la mascarilla. Pienso en ello mientras inicio en el baño una tragicomedia con los guantes, nadie me dijo que había que quitárselos antes de bajar las bragas. Me río de mi desgracia yo sola y compadezco a los que esperan de mí un gran sentido común para arreglar este desaguisado.

En el equipo hay un ánimo más calmado, más de ejército que acata y no piensa. Otra doctora tiene que hacer un informe para que la madre de un psicótico recupere a su hijo del extranjero, por ser español lo tratan como apestado. Un neurótico recalcitrante aparece en la consulta de mi vecina y recibe una reprimenda. Nunca la había oído tan enfadada. La doctora acababa de telefonearle para que no viniera, pero él no puede mear. Hablamos de los delirios místicos por venir (Noé, el Apocalipsis, el castigo de los infieles) y descargamos un tono de chanza que nos alivia, pero no más allá de lo que haría un remedio casero a base de melisa y parsiflora. Lo más divertido es descubrir que ya hay quien atribuye la pandemia a la exhumación de Franco.

Abajo, en Primaria, han presenciado ya varios psicodramas. Trabajadores municipales que se niegan a limpiar las calles alegando ser “de riesgo” y piden bajas. Un señor que aseguraba haberse quedado enganchado levantando una bombona y su jefa misma presentándose en la consulta para calificarlo de farsante. Las residencias de ancianos los mantienen en vilo a todos, pero prefiero callar. Me he propuesto hacer las preguntas justas, omitir lo que sé y es oscuro, filtrar sólo el humor y el afecto. 

Todos se funden en una larga discusión por el mejor meme, el del perro agotado o el del hombre que bala como una oveja. Hace falta una sesión clínica para decidirlo. La del viernes promete, su título reza “Cómo afrontar el Coronavirus y no morir en el intento”. Luz nos enseñará su pret á porter a base de gafas de buceo, bolsas de basura y guantes de fregar, disponible en varias tallas y colores.

Jueves 19

Día festivo que disimula el silencio rotundo de las aceras. Dejo que la perra me guíe, al menos se merece el capricho. Damos con nuestros pasos sobre las vías del tranvía y su hocico explora los raíles que pronto dejarán de estar gastados. Me vienen secuencias apocalípticas a la cabeza, si no levanto la mirada de los zapatos puedo imaginar una ruta sin fin a lo largo de una vía poblada de maleza.

Se acerca un vagón fantasma y bajan tres personas con mascarilla. Un fotógrafo brota de la nada e hinca la rodilla en el suelo con flexibilidad de bailarín. Cuando termina de disparar le confieso que yo también hago retratos con palabras, que fijar imágenes ayuda a lidiar entre la realidad y la irrealidad. Me toma por escritora y no lo desmiento. Él trabaja para el Arzobispado, va a cubrir la misa de San José a puerta cerrada. Me alarga una tarjeta que vacilo en coger, “no lo llevo ─añade al percibir mi miedo─, tengo tres niñas en casa”. No le corrijo el malentendido, tampoco me atrevo a decirle que introduzca él mismo la tarjeta en mi bolsillo. Me alejo pensando que el virus en el cartón durará 4 días y ya ansío el momento de llegar y lavarme las manos. 

A las dos las azoteas braman, la mascletà vecinal tiene mimbres caseros: cacerolas, silbidos, patadas y descargas sobre todo tipo de artillería doméstica y resonante. Es la última, la de San José. Alguien me confiesa que la falla del Ayuntamiento (Açò també passarà) ha sido quemada sin aviso previo y de madrugada, como un rey apestado. Siento una punzada melancólica y pienso en Escif, el artista que la ha creado y que ya estará dando forma a todo esto con una nueva entrega de arte urbano.

Después se convoca sesión de música en los balcones y la novedad atrae incluso a la perra, que ladra al trompetista de enfrente. Los americanos están sacando las escopetas contra el virus. Nosotros los clarinetes, violines y trompetas: no sabía que en mi calle vivieran tantos músicos. Alan, el del segundo, me guiña el ojo. Me pregunto si en Dinamarca están haciendo también esto. Ayer vi a su mujer trajinando con el cubo en la galería y tuve el impulso de llamarla para charlar. No sabía de qué. Del suavizante que usa. De las bolas de los calcetines. De lo que sea.

Por la noche decido esconder el móvil, me tiene secuestrada. Cuando Rocío lleva un rato disimulando que se deja ganar a las cartas suena otra vez y es la mujer de un amigo que lleva nueve días con fiebre. Mi latido se desordena, efectivamente lo han ingresado. De 37 a 39 cuando ya parecía amainar la cosa. El virus tiene un comportamiento muy cabrón. Me pide que le mande un audio de tranquilidad y yo araño las palabras que se pueden embutir en el émbolo de un sedante aéreo. 

Todo es aéreo estos días, la vida y la muerte, la guerra y la paz.


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