domingo, 22 de marzo de 2020

Covid 19. BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO. Capítulo 4





Viernes 20

Como soy la única que sale, me hago polivalente: saco a la perra y preparo la sopa de pollo antes de irme a trabajar. El resultado de la sobrecarga es dejar la basura abierta con las prisas e invitar a la perra a un festín; mi marido amanece con cabezas de pescado hasta en el sofá del salón. Como está ensayando un nuevo budismo zen, sólo recibo una sonrisa con la descripción del desastre.

Una amiga anestesista ha sacado sus gafas de buceo del altillo. Su hospital, en Albacete, ha poblado mis pesadillas, pero le doy a la llave y arranco sin saberlo. En el primer semáforo un  chico cruza con gafas de natación y me la recuerda, la cara de mi amiga salta a mi parabrisas como un peatón atropellado. Albacete está a 140 km y ya tiene dos plantas monográficas para el virus. La urgencia la tienen llena de gente que boquea. El miércoles lo compartí en el equipo y creé un silencio en el chat, una parálisis dilatándose lenta como el hongo de una bomba atómica.

Enciendo el ordenador con el guante, repaso el teclado con la gasa empapada y ataco el teléfono, me cuelo en la angustia con sordina de mis pacientes. Me sobrecoge su valor. Aldo ha pasado de víctima a cuidador y se desgañita con su madre, vence su agorafobia y le trae el pan, la verdura, las medicinas. Se siente útil por primera vez en años. Floren me cuenta cómo le organizan el día desde el CRIS, le han mandado un cuestionario, su whatsapp no para y está mucho en la cama, pero no se aburre. Destaca cómo el ayuntamiento les lleva el pan, les saca la basura, ya no me llora por el último chico que le partió el corazón.  Le va diciendo a su madre mis instrucciones según las oye: separar toallas, vajilla, repasar los tiradores de los cajones... Antonia, la madre de la anoréxica que nunca viene, disimula el pánico delante de su hija y le sorprende estar positiva, “esto es una guerra de la salud ─aclara─, ¿qué le vamos a hacer?”

“Ya es oficial, nos tenemos que ir”. En el centro de salud son las dos y pico y Luz está frente a mí con su mascarilla. Les llaman grupos de contención, la mitad en el frente y la mitad en la retaguardia. Me siento impelida a largarme como si hubiera aviso de bomba, luego le pregunto si puedo acabar las llamadas y me tranquiliza. Sus ojos no llevan pánico, tampoco nostalgia. La miro y me pregunto por qué no sabe lo mucho que la echo ya de menos. Siento que no voy a volver a verla, como si estuviéramos en un andén lleno de convoys militares. Me limito a sonreír con los ojos y ella se encoge de hombros, esos dos metros entre nosotras son de una sustancia espesa.

Por la tarde las cookies de Rocío y su insistencia en comprar pepitas de chocolate y harina. El viaje a Consum es baladí, pero al menos traigo pan. En la cola hago una sesión a cuatro bandas con mis amigas. Me entero de que una ha sufrido una crisis de ansiedad al bajar a la farmacia, la mascarilla le ha recordado los meses que despidió a su padre en Clínico. Alabamos cómo mantiene a raya la tristeza. Después le sonreímos a la que tiene al marido trabajando en la UCI y duerme en el cuarto de los niños. La cámara enseña sombras en su cara y todos los ángulos del cansancio. En nuestro gesto de asentimiento está diluida la angustia, no debe llegar al recuadro de la pantalla.

Y en los audios del amigo que pelea contra el virus en el hospital hay un timbre algo más fuerte, un poco más de fuelle desde sus pulmones infectados. Si el efecto viene de la cloroquina o de mi deseo de oírle mejor, todavía es una incógnita. Lo imagino lejano como un astronauta, mirando las rayas de la batería que le queda en el móvil y rodeado de gente plastificada que lo asiste como a un cobaya.

Sábado 21

El tiempo corre despacio y es como una lupa de aumento, pone en primer plano las cosas pequeñas. Ayer la niña filmó una cotorra de cuatro colores posada en su barandilla. Como todos los vecinos, el pájaro buscaba también el contacto con los extraños. A través del cristal tuvieron varios minutos de conversación que la niña ya añora. Cuando volvió con el pan la barandilla estaba otra vez desierta.
Yo también atiendo a lo mínimo, al segundo plano. A primera hora saco a la perra e intento emular a Jep Gambardella. Voy a la caza de la belleza en esta ciudad que podría ser la Roma deshabitada de las secuencias que filmó Sorrentino. Sus gloriosas madrugadas después de la farra quedan lejos de estas calles. No paseo entre palacios de piedra, simplemente por una ciudad espantada de provincias.
Me sitúo en el centro y fotografío el asfalto de los cuatro carriles en Botánico Cavanilles. En una ruta azarosa por la mediana de Blasco Ibáñez descubro que la Atenea de la avenida (Leyenda: Patria y Estudio) fue elaborada por Lladró. La firma del autor (Roberto Roca) está borrada por medio siglo de lluvia. Hemos saltado los setos para ver la estatua de cerca. Una bandada de palomas toma el espacio como un banco de peces de vuelo raso y su encanto se desvanece pronto, como una pompa de jabón.
También rastreo la belleza del parque desde las rejas. Pasamos el hocico por toda la valla y envidiamos a la colonia de gatos que se ha hecho la propietaria del parque. En el recodo junto al museo nos miran pasar con el desdén de poetas románticos. Ocupan los bancos de piedra y las fuentes secas con una nueva altivez y desafían a la perra con mirada de ganador. Noa copia un instante su inmovilidad y se hace de piedra. El azahar de los naranjos nos llega en este tiempo de fallas sin fallas y no encuentra límite en su cadena de contagio.

Gambardella aspiraba a escribir una novela sobre la nada. Citaba a Flaubert, que fracasó en el intento. Ojalá pudiera yo con el reto. Quizá la Nada con mayúscula sea esto. Un océano entero en retirada, un fondo de mar deshidratado por el que deambular sin ruta.

“Siempre se termina así ─concluía el protagonista romano─, con la muerte. Pero primero ha habido una vida escondida bajo el bla-bla-bla. Todo está resguardado bajo la frivolidad y el ruido: el silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo. Los demacrados e instantáneos destellos de belleza (…) Todo sepultado bajo la vergüenza de estar en el mundo bla-bla-bla”

Vuelvo a casa y asisto a mis maniobras de higiene preguntándome si las palabras del italiano me otorgan una nueva fortaleza o ya estoy sucumbiendo a su nostalgia.

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