Miércoles 1 abril
A primera hora vuelvo a comprobar que la internista no me
necesita, aunque la curva ha vuelto a subir después de una tímida bajada. 120 ingresos
Covid, 26 en urgencias a la espera de
cama. Mi compañera agradece la llamada de forma seca, sin ceremonia, es una mujer operativa y está concentrada. Dispone de varios gines, otorrinos y urólogos que la siguen
por la planta escribiendo las constantes. El Covid es el inquilino principal de
la casa, ocupa dos plantas de las tres que tenemos. Oigo por primera vez “planta
sucia”, “planta libre”. Yo vivo en la libre pero me reclaman arriba y remoloneo,
iré mañana. Un día más sin jugársela es un día más. Vivimos al día. Uso el
teléfono, flambeo de nuevo el teclado con hidrogel, la emprendo con mis dos
móviles, el ratón, la tarjeta. Los objetos cotidianos han desarrollado uñas y
dientes. Ahora te puede matar un clip.
El estudiante. Un estudiante de medicina exigió hace 14 días
su prueba y la tuvo, pero ahora cree que era un falso negativo, los enfermeros
están que trinan. “¡Pero dile que el falso es él!” Ya le han explicado que a
nosotros tampoco nos hacen la maldita prueba. Y que el atlas de anatomía es
inofensivo, son los pacientes los que contagian. No pueden estar bien de la
cabeza con esa nota tan alta que piden, bromeamos.
Tomo un café con mi jefa. Es un momento exótico, no suele
haber tiempo para ello. La cafetería tiene la tristeza de los comedores
escolares en vacaciones, el tufo a lejía y las sillas sobre las mesas. Los pocos
visitantes se quedan en la puerta, los sanitarios nos esparcimos por las
esquinas. La chica de la caja agradece mi interés y me da cuenta del resto del
equipo. Todos están bien pero en sus casas, la empresa ofreció no venir a los
que tenían miedo. Una heroína puede ser como ella, alguien ordinario que achina
los ojos detrás de la mascarilla y te devuelve el cambio, pero quizá no vuelvas
a ver en tu vida. Me alejo hacia mi mesa pensando que nunca le he preguntado
cómo se llama.
Y mi primo Valen metido en el Gregorio Marañón. Los
whatsapps llevan días hablando de fiebre. Le dejaba la comida en la puerta a su
mujer, confinada en la habitación. Y sé que no rebañaría las sobras. Su suegro
ya ha sido enterrado por los técnicos de una funeraria.
Acabo a mi hora. En el parking se abren las nubes y la
primavera mete cabeza con una insistencia que parece más duradera que antes. Hay
buenas noticias, pero sólo con este cielo me atrevo a repasarlas.
La curva ya no es una vertical. Nadie sabe lo que es, pero
no es un disparo al aire. Los surfistas tienen los sentidos entrenados para
entender en qué momento se aplana la ola y les ofrece un hueco. Nosotros no.
Desplegamos las antenas ansiosamente entre nosotros. En nuestros chats vibran
ensayos clínicos, propuestas francesas, chinas, combinados de cloroquina con antirretrovirales,
desmentidos, bulos. Todo el mundo tantea en una caja negra. Espío el pasillo de
urgencias. Hay fluidez. Les ha dado tiempo a montar un vídeo en el que dan las
gracias y parece que estén a punto de irse de vacaciones. Hay que estar aquí
dentro para entender por qué bailan. En otros servicios oímos hablar de un
hombre muerto de aneurisma. Nos gustan los relatos remotos, los de antes. Alguien
intervenido de no sé qué, un par de nacimientos, varias muertes oncológicas. El
saturímetro sube. El hospital respira.
Jueves 2 abril
La chica que tenía la cura para el Covid ya está de nuevo en
casa. Es un encanto. En pocos días hablaba del mal viaje que le habían
provocado los porros y nos daba las gracias con una honestidad sencilla, no
tenía ningún motivo para fingirla. Me enseñó orgullosa unas sillitas para la Barbie que había hecho con rollos de
cartón pintados y purpurina, un comedor completo para su pequeña. Me sonrió con
un entusiasmo muy de verdad y quedamos en seguir llamándonos toda la semana.
El drama esos días estaba en un chaval fugado del CEEM que
había sido recaptado y vuelto a ingresar: no había forma de conseguir una
prueba para él. Coordinadores, jefes, jefecillos y hasta la cúpula misma de la
Consellería. Este es un país de favores y yo no me daba por vencida. Doscientos
internos peligraban en el centro donde el chico voceaba y escupía atado a una
cama y aislado, el personal que entraba con las inyecciones había gastado en
una tarde la mitad de los pocos EPIs que tenían. Sin la prueba, el enfermo
estaba condenado a las correas. La gerencia parece la oficina de prensa en la
Telefónica de Arturo Barea (obuses silbando en la Gran Vía madrileña, su
espíritu de poeta electrizado por el miedo, vomitando el alma amarilla de
bilis). Pasos nerviosos, rostros fugaces. Cola para hablar con dirección
médica. La complicidad de otros tiempos se ha esfumado. En su lugar: ángulos, gravedad,
ojeras, pelos crespos, gestos rápidos. Puertas cerradas. “Si fuera un político
te diría que las pruebas llegan mañana. Como no lo soy, te lo digo así, como es:
no tengo ni idea”
El señor de la crisis maniaca no responde en casa. Su dosis
de litio diaria es un enigma y un peligro, los ceniceros sobre el hule
mugriento rebosan cada día más y la enfermera y yo lo perseguimos impotentes en
sus viajes del salón a la cocina. El capricho de su enfermedad lo hace oscilar
entre el halago y el insulto pero al final siempre encontramos la forma de
ponerle la inyección en uno de los intervalos. Su humor es una noria. Hay que
ingresarlo y la ambulancia tarda dos horas largas en llegar. Una mascarilla
endeble, unos guantes y un anorak que yo plegaré después por el forro y meteré
en una bolsa de basura. Tarda también la policía. Dos horas largas agotando la
conversación inútil hasta que la enfermera, más viva que yo, llama directamente
a la Nacional y en diez minutos hay ocho tíos en casa de los que ninguno hace
falta. Esos uniformes y esos bíceps son más elocuentes que el mismo Freud y los
doce tomos de sus obras completas.
Mi primo ha pasado la noche en la sala de los “leves”. El
primer autobús a Ifema no lo ha llevado, está esperando al siguiente. Es
afortunado de tener un sillón, alrededor de él se apañan con sillas de pinza. Es
un cincuentón de carácter austero, aficionado a la escalada, a los ambientes
puros. Se ha llevado la montaña a esa salita abarrotada y por eso respira bien,
no exige nada. “Esto es la guerra, mamá”, le ha respondido cuando ella le ha
dicho que pidiera algo con lo que distraerse.
Viernes 3 abril
Entro en el hospital y me invade el hartazgo. Arponeo una
nueva relajación que despierta en mí: el deseo de haberme infectado. Envidio a
los que ya lo han superado y se pasean con la mejor vacuna deseable, con sus propios
anticuerpos. Me agota repasar el coche con hidrogel, no rascarme la nariz,
despedirme de mi marido con los codos, no comerme las sobras que dejan mis
hijos en el plato. Vivo harta de maldecir mi rinitis alérgica que me convierte
en un grifo de Covid mal cerrado, goteo cada minuto. Soy un aspersor de la
muerte.
Rastreo este nuevo sentimiento tan liberador y dejo de
compadecerme, le meto mano a unos pastelitos de coco que ha traído una
enfermera para todos y me quito la mascarilla para emprenderla con el teléfono.
Pero todo gira con la primera llamada. Mi compañero del
centro de salud me habla de J., una médica muy cercana que lleva una semana en la UCI. Me quedo
paralizada. Ayer estaba en prono, hoy la analítica sólo enseña una tormenta
bioquímica. Le escribo un whatsapp que caerá sepultado en su móvil como el que
tira una botella al mar desde una isla. Está intubada y en coma. Mis palabras
son una florecilla e imagino que cae sobre su ataúd. Maldigo el pastelito que
me he comido, el gusto del coco me quema en el paladar todavía.
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