Viaje a Mozambique. Septiembre
2013.
La niña de la belleza inútil.
África camina, África espera.
Nada más dejar el aeropuerto de Maputo lo percibes, la ventanilla del taxi te
inunda de escenas en las que el pueblo camina por las cunetas de forma
imparable, sin urgencia, sin esperanza tampoco, mujeres y hombres y niños que
no pasan de la quincena y ya agotan las orillas difusas de la carretera con
fardos que estiran sus tendones o achatan su cráneo. Las mujeres se contonean
con una elegancia baldía mientras sostienen bultos de colores sobre la cabeza y
niños adormecidos a la espalda, kilos de resignación sobre sus cervicales, a
veces con una sonrisa tibia.
Ana y yo hemos venido a
compartir la aventura de mi hermano con Kike y su niño bonito, el Bahari, al
que sienten como una criatura viva, un hijo al que proteger de las amenazas que
trae la vida del mar, ingobernable o dócil según el viento o las mareas.
Salieron de Valencia hace casi cuatro años y ya casi han completado su vuelta al mundo. Les
siento tan madres como yo con mis criaturas, que aún tironean de mí aunque
hayan quedado a veinte horas de avión, en el hemisferio norte, donde las seis
son también las seis, con más luz que nosotros en este invierno que inicia aquí
el declive.
Escribo sobre la cubierta del
barco. Las palmeras de la marina hacen un contraluz efímero y el sol se
desvanece rápido, discreto, sin ostentación de luces en el cielo. El aire
insiste en sus lametazos áridos, en vez de aliviar el calor me lo acercan, el
Bahari flota relajado y crepita con la alegría de un niño al que levantan de un
castigo. Cuando le dejamos esta mañana para visitar el Mercado de Peshe, la
marea se había retirado despellejando la bahía y los barcos de la marina se
aquietaban sobre un fango oscuro y poroso, salpicado de pequeños cangrejos.
Ahora ha vuelto a subir el agua, veo cabecear al Bahari en un balanceo
distraído, siento su libertad recobrada, porque es la mía misma, una ebullición
alegre que yo también comparto, una distensión grata.
Las mareas de Maputo tienen
ciclos de seis horas y muestran el fondo marino al ras, África entera enseña la
vida al ras, sin las ceremonias y los artificios que traemos de Europa. Hoy
hemos recorrido la bahía y hemos empachado los sentidos con un paseo
improvisado por los puestos de artesanía y de pescado fresco.

Jose Carlos se
desenvuelve con naturalidad entre los taxistas y los vendedores ambulantes, se
gasta un portugués fluido con acento de Brasil y tiene más reflejos que
nosotras para esquivar los sobornos que nos pide la policía a cada paso o
regatear con los “meticáis”, que suben o bajan por centenas (200 meticáis son 5
euros). Kike se ha incorporado a nuestro chiringuito después de pasar unos días
buceando en el norte y subirse de madrugada a una “chappa” o minibús que no ha
partido hasta que, al cabo de dos horas de espera, estaba repleta. Ha llegado a
las tres y ha ido con Jose Carlos a elegir el mejor marisco entre las mesas con
hielo y plumeros para espantar las moscas. El dueño del chiringuito nos lo ha
cocinado al momento y el cangrejo aún agitaba sus patas en la cazuela cuando
Ana y yo nos hemos acercado a desafiar la roña de los fogones, “creo que esa
sartén tiene más años que tu bisabuela…”, y no hemos querido imaginar las vidas
del aceite hirviendo. Las patatas fritas nos sabrían luego a gloria junto al
barreño verde lleno de ensalada.
Ahora hacemos la digestión en
el barco y Ana se estira sobre la cubierta, avanza con su edición inglesa de Kipling.
Yo ya no les temo a los Anopheles del atardecer e intento recopilar todas las
instantáneas del día, que acuden desordenadamente a mi cabeza. No se me borra
la indefensión en los ojos tímidos de Sorés, el taxista, cuando el policía le
ha retenido el carnet de conducir sin criterio (veinte minutos y 150 meticáis después,
lo recuperaría), o la belleza inútil de la niña de los anacardos, a la que no
he podido fotografiar por una mezcla de pudor y respeto. La inclemencia de las
cifras me atravesaba cuando la veía desplazar sus ojos lánguidos por el patio.
Pertenece al 50 % de la población del país que no supera los quince y, cuando
se acerque a la edad que tengo yo ahora, sabrá que todos los años que viva más
allá de los 40 van a ser un regalo insólito.
La ley del más rápido.
El contacto con la miseria
provoca un dolor sordo como una cuerda atada en los talones, tironea de vez en
cuando, veladamente, por debajo de nuestro humor expansivo y de la ingravidez
de saberse europeo.
Nos dirigimos al parque
Kruger en Sudáfrica. Hemos alquilado un monovolumen con tres filas de asientos
por 4000 meticáis para dos días y Kike conduce por la izquierda como un británico
de pura cepa. Ya hemos dejado atrás la frontera, a pesar de las trampas de los
aduaneros mozambiqueños, que reclamaban el último soborno. Nos sentimos
autorizados para bromear con el esquinazo que les hemos dado y nos reímos de
que Kike y Jose Carlos hayan cruzado “ilegales”. Sin embargo, cuando aún no
habíamos ganado la educación impoluta de los policías sudafricanos, una familia
ha surgido bajo la valla que divide ambos países y se ha colado deprisa en los
bajos del camión que nos sigue.

Los ojos del niño que baqueteaba a la espalda
de su madre no pasaban los tres años. Un tirón. La cuerda escuece un instante
en los tobillos, como en el tramo de chabolas que hemos recorrido a la salida
de Maputo, muros inacabados y techos de uralita salpicados de los colores de
Coca-cola, Vodacom o el arco iris de los pañales Huggies, que los niños rara
vez llevan mientras merodean por los callejones de tierra. Instantáneas de
tiempo detenido, de no-tiempo o de no-futuro, porque el futuro empieza cuando
caminas hacia alguna parte o te dejas arrastrar hacia una meta.
En Sudáfrica, la carretera es
impecable, la policía es sana y el paisaje verdea a ambos lados bajo las alas
serenas de las máquinas de riego. Ana ha comparado la visión con cualquier
llanura francesa y todos hemos asentido sin sospechar que estamos aliviados de
dejar Mozambique, damos la espalda al tercer mundo para entregar los ojos a la
vida salvaje de la sabana, la sencillez de la conducta animal expuesta al único
azote de la supervivencia, la ley natural del más fuerte, sin la vileza ni las
trampas de la codicia humana. La democracia absoluta de la madre tierra.
El parque Kruger
Habíamos dejado el camping Andover a las
seis de la mañana para ser los primeros en el Kruger. Se trata de una reserva
natural que abarca tres países, una extensión de terreno equivalente a Escocia
y miles de animales desplazándose por la sabana ignorantes de su libertad para
cruzar las tres fronteras.

La noche antes, nuestra llegada al Andover
farm había estado plagada de escollos, habíamos seguido las indicaciones
ambiguas del dueño de un bar de streep tease para llegar allí y habíamos pasado
de largo la entrada tras desconfiar de una valla cerrada en la noche y nadie
que nos recibiera. Al segundo intento, un tipo silencioso nos abriría la puerta
y nos guiaría por un sendero de tierra más largo que nuestra fe en él.
Los nervios de las chicas se nos convirtieron en ataque de risa cuando no vimos
un solo blanco bajo las tiendas y Jose Carlos empezó a bromear acerca del
almuerzo que prepararían con nosotros. Pronto estuvimos todos seducidos por el
sitio y la gente, nos ofrecieron dos tiendas de campaña ya listas con somier y
colchón y unos baños a compartir con el grupo de jóvenes negros, todos
aspirantes a guarda del parque.
Al amanecer, Kike ya grababa al grupo de aspirantes que volvían de su
entrenamiento corriendo ordenados y cantando a coro. El sol se levantaba
contundente sobre la sabana y convertía la fila en un contraluz poderoso, su
canto ritual un ritmo rotundo y limpio como el mismo amanecer detrás de sus
siluetas oscuras. “No os lo dije anoche, pero dos escorpiones cruzaron delante
de la tienda…” Sin duda, un regalo impagable, habíamos ganado un sueño profundo
y liberador después de la ensalada improvisada, la ducha y los ataques de risa.

El parque abría de seis a seis, doce horas
para avanzar sin esfuerzo por las carreteras llanas, casi todas asfaltadas, una
vez firmada una hoja donde nos comprometíamos a velar por nuestra propia seguridad.
La sabana dejaba perder la vista a ambos lados y abotargar la mirada con el
panorama monótono. Acacias cortadas por el viento y troncos secos dibujados
contra el cielo como un árbol venoso.
Fácilmente surgieron los animales. Kike y
yo asomábamos por la ventanilla del techo y agotábamos la tarjeta de la cámara
con antílopes, elefantes, jabalíes, jirafas.
Los herbívoros pronto se nos
hicieron domésticos, la forma tan dócil de mirarnos y de desplazarse en manada
les convertía en una versión amable del mismo paisaje, como bancos de peces
decorativos.
Las jirafas trotaban gregarias y elegantes como señoritas
ruborizadas (una cría vaciló un largo rato antes de cruzar la carretera delante
de nosotros en busca de su madre), los hipopótamos eran una prominencia de
orejas y hocico bajo el agua quieta de las lagunas. A medida que pasaba el día,
el león seguía sin aparecer y se nos hacía tan caro a todos los visitantes que
apenas podíamos disimular nuestra ansiedad a cada cruce de jeeps y ventanillas
abajo. “Did you see anything interesting this way?” “no, sorry…”.
Al mediodía, el polvo del camino me
adormecía y me hacía peinar el paisaje con los ojos entornados y un olor a tiza
y arena seca sofocando la respiración. De pronto sentimos el pinchazo de una
rueda trasera. Las chicas debíamos vigilar la amenaza del león, pero el
horizonte estaba tan quieto que pronto empezamos a preparar bocadillos entre
risas. Cuando Kike y Jose Carlos la tenían lista, entramos en el coche y
empezamos a burlarnos de nuestro instinto dominguero, por poco sacamos la mesa
de camping a la española, cuando las instrucciones del parque prohibían a toda
costa salir del vehículo.

La tarde avanzó entre varias paradas junto
a los barrancos semisecos, una manada de elefantes que nunca acababa, más
herbívoros y hasta un búfalo que fijó su mirada ceñuda en el objetivo de
nuestras cámaras.
Paramos un par de veces a tomar café en merenderos donde los blancos ocupábamos
un extremo y los negros el opuesto, una señora rubia sufrió el robo del
bocadillo por un mono más rápido que sus pestañas. Cuando sólo faltaba una hora
para el cierre del parque, anuncié el fin de la batería de mi cámara como un
buen augurio. Una fila de coches atascados entre el río y la carretera nos puso
en alerta, “no pueden estar viendo al león, se les ve muy relajados…”. Menos
mal que Kike insistió, una vez faltaban sólo 4 ó 5 metros, Jose Carlos fue el
primero en detectarlo. Era él, el rey de la selva, un león joven que dormitaba
entre los vehículos y se dejaba fotografiar como una estrella de rock. Kike y
yo emergimos del techo como un resorte, Ana me dio su móvil para que lo usara
de cámara. El león seguía entregado a un sueño espeso, empachado, el abandono
con el que removía de vez en cuando una garra me conectó con las miles de veces
que mi gata había retozado bajo el flexo de mi infancia, eso me permitió
desactivar la excitación. Jose Carlos ocupaba el sitio del copiloto y pronto
quedaría tan cerca de él que tan sólo bastaba alargar la mano, pero a esas
alturas ya sólo se trataba de un gato descomunal, así que bajó la ventanilla y
empezó a disparar fotos. Entonces ocurrió: el león abrió los ojos y me dejó
clavada con su mirada castaña, magnética, casi un dardo para la mía. Giré
instintivamente, convencida de que yo era el foco de una ofensa imperdonable y
se abalanzaría sobre el coche. “Lo tengo, ¡lo tengo!”, Kike había logrado su
instantánea, “sube la ventanilla ya, ¡por Dios!”, Ana ponía palabras al temor
que sentía yo, Jose Carlos obedeció y abandonamos el lugar en nuestro turno.
El león había posado para nosotros y toda
la fiereza de sus ojos volvería a ser pronto una estampa bella e inofensiva
cuando la volviéramos a ver dentro del visor de su cámara.
Domingo ocioso en Catembe
Diez
medicáis para cruzar hasta Catembe, la otra orilla de la bahía. El chico de los
billetes llevaba un mono azul con el logo de la compañía y la foto de un
asiático en la solapa: Mapapai taxi-mar, capital chino para explotar las
rutinas de los mozambiqueños a uno y otro lado de su bahía, de 15 en 15 “con mao
tempo”, de 23 en 23 “con bom”.
Los bancos de madera lucían alegres con una mano
de pintura verde, los toldos iban rajados y sólo una de las bombillas se
encendía en la penumbra de la cabina. Nos apretamos entre la gente, tuvimos
suerte de ser los últimos y zarpar enseguida. Jose Carlos fingía
tranquilizarnos con una voz firme y protocolaria “vamos seguros, cumplen todos
los controles de la Comunidad Europea, ¿no has visto el logo?”. Frente a
nosotras, una niña preciosa forrada entre las telas de su madre. Nos escrutaba
sin devolver una mueca a nuestras carantoñas, “Samoa se chama”, y la madre nos
despediría después con un “arrivederci”, porque había estudiado italiano, según
dijo.
Catembe
ofrecía la misma miseria alegre y tumultuosa a la que empiezo a acostumbrarme.
Nada más bajar del barco, una mesa enclenque con dos mujeres que vendían pescado
a la intemperie (trozos de manta con la piel atigrada que despedían un aroma
lacerante), la basura orillada por todas partes dulcificaba el olor de su
mercancía. El resto del paseo era una eclosión de color en los puestos
tambaleantes, mucha más gente para ofrecer que para comprar nada. Cualquier
cosa se ponía a nuestro alcance, desde
recambios de coche o de móvil, hasta edredones, bloques de hielo o artículos de
droguería encerrados en pequeñas bolsas que se columpiaban de una cuerda.
En el
Salaô di beleza, una silla de barbero protagonizaba la estancia austera y sería
una joya en un anticuario europeo.
El niño al que le rechazamos
sus cacahuetes nos esperó hasta la vuelta del paseo por la playa y hubo que
hacerse con una de sus bolsitas, aunque nadie tenía cambio de 500 en toda la
calle. Finalmente, la señora de las naranjas resecas nos dio unos cuantos
billetes, después de descubrir su dinero escondido entre la esterilla de
plástico y el suelo.
La orilla del mar nos ofreció
una panorámica tranquila de Maputo, los edificios se agolpaban frente al agua
como el skyline de una capital cualquiera, la distancia difuminaba los
desconchones y el moho de las fachadas, nos permitía soñar una vida mejor para
sus habitantes. Las trazas de plástico que precipitaban en la arena tras perder
el impulso de las olas formaban un triste arrecife de bolsas y botellas, le
robaban la atención a la belleza de las palmeras sobre la arena clara. Una fila
de casas coloniales abría sus porches desvencijados al mar y apuntalaban su
elegancia perdida pintadas de color pastel, llenaban altivas la primera línea
de playa. Por detrás, un camino de tierra cruzado de gallinas, cabras o de
neumáticos abandonados, una explanada verde con un par de equipos luchando por
hacerse con el balón y unos chicos bailando la percusión que salía de alguna
parte.
La música llenaba el silencio
de nuestros pasos sobre el barro seco y una atmósfera de domingo tardío aletargaba
nuestro caminar. Me tranquilizaba saber que era domingo. En una torpe maniobra
mía, me había aliviado comprobar que estábamos en una jornada de “descanso” a
la europea. Vimos un pequeño grupo de niños jugaba en el patio de una casa, el
más pequeño de ellos se entusiasmó detrás de una pelota, sus padres no se veían
por ninguna parte. Entonces me di cuenta de mi absurda presunción, nadie
distingue aquí los días de la semana, cualquier jornada puede ser una interfase
eterna entre el trabajo y el reposo, todas las rutinas se dilatan y se repiten
a sí mismas sin atender al calendario.
Necesitaba adaptar mi mirada
a la suya, descartar de mi campo visual los borrones de la pobreza y rescatar
sólo la pujanza de la vida, algún signo de esperanza. Como el que se gradúa
unas gafas, intenté escandir la vitalidad de sus caras o la soltura de sus
movimientos como señales positivas, armar mi propio mensaje de optimismo en la
oscuridad como el marinero que busca el destello de un faro en la noche.
Cuando ya doblábamos el
camino en dirección al puerto, la sonrisa desdentada de un chaval me iluminó de
la forma que yo necesitaba. Peleaba con otro de su edad por un trozo de
aluminio que sugería el volante de un coche imaginario: eran las patas de un
taburete que olvidaron ya su función. Se las había arrebatado a su amigo y se
alejaba de él aupado en el modelo de sus deseos, con la altanería del que acaba
de ganarle un pulso a la vida.
La isla de Inhaca
La isla de Inhaca prometía
arena blanca, palmeras combadas sobre el agua y un paisaje submarino de postal.
Fondeamos el Bahari cerca de las filas de pescadores, un puñado de jóvenes que
recogían sus redes con el agua a media cintura. Uno de ellos se ofreció a
guiarnos hasta la orilla, era un joven terso en bañador y camiseta, de expresión
cercana, natural, contagiaba la paz que habita en los ojos de los pescadores,
hecha de espera clara, sencilla, agradecida. Nos dejó cerca de un puente de
hormigón que la baja marea había convertido en una ruina inútil, rugosa de
moluscos, a nuestra vuelta el agua mojaría todos los escalones y el Bahari
parecería más lejos de nuestro alcance por el efecto de la marea alta.
Anduvimos por debajo del
puente, humedeciendo los pies y sorteando púas de erizo (los cangrejos ya se
encargaban de sortearnos a nosotros). Enseguida me impacienté por la propina de
nuestro guía, “no, a la vuelta, así cuidará de nuestra barca”. Así sería.
Al final del puente, una
oficina de turismo aspartana donde pagar peaje por la visita del parque
natural, la “taxa das Reservas da Inhaca”.

El chico nos indicó sobre un mapa
tosco de la isla dónde fotografiar flamencos y dónde encontrar el “bar de
Lucas”. A nuestra espalda, una veintena de ojos masculinos cuyo centro éramos
nosotros. Los hombres habían terminado la pesca del día y permanecían
semiacostados sobre el cemento, preparados para la larga digestión de las
horas. Me conmueve su inacción. Es un elemento más de la miseria, menos
genérico que las filas de residuos sobre la arena, los vendedores ambulantes en
edad escolar o el olor irritante del pescado con moscas. Los hombres aquí no
miran con deseo ni extrañeza, hay un empacho de tiempo en sus ojos, nada más,
una desocupación yerma, asentada desde la infancia, su mirada está rendida a
ella y nosotros, al llenar su campo visual por unos minutos, simplemente
seremos lo único nuevo que vean en días. Nadie en España mira ya como estos
hombres, hasta los desempleados en los parques mantienen la urgencia en la
mirada.
Cuando les dejamos atrás para
pasear por la “praia”, empezaron una discusión resonante, sus voces aún nos
llegaban graves desde el borde del manglar, ahuecadas por el silencio de la
isla
Ingenuamente, imaginé que recriminaban a nuestro guía por haberles
arrebatado una propina al resto del grupo.
Recorrimos un par de
kilómetros sin apenas decir palabra, la belleza del paisaje nos provocaba un
silencio reverencial, como si atravesáramos callados las naves de un templo
majestuoso.

Ana recogió conchas nacaradas y una caracola con briznas de color café,
yo también guardé en mi puño una concha recia y rugosa que luego debí de
olvidar en el “Lucas”. Jose Carlos se encontraba débil por un virus imprevisto,
dejamos que Kike continuara en busca de los flamencos y cruzamos la isla camino
del pueblo. En el “Lucas”, un camarero gordo con perlas de sudor en la frente
nos sirvió las bebidas y unos vasos llenos de estrías blancas (Kike luego me
recordaría lo escasos que van de agua para enjuagar). Varias mesas de madera
rodeaban un patio cuadrado de tierra y se fueron llenando de turistas blancos
con niños hasta que me pareció estar en un chiringuito de Menorca. Tardé en
integrar ambos mundos, la chica castaña de los shorts me hacía entrar y salir
de un déjà-vu intrigante para mí. Luego supe que eran sudafricanos alojados en
el resort de la playa, un edificio desproporcionado con la cubierta de cañizo
extensa como una cabaña que hubiera sufrido un crecimiento tumoral. Vienen al
reclamo de las playas vírgenes, en su país el agua de la costa está demasiado
fría.
Los lulas (calamares) y el
frango (pollo) braçeado nos supieron a gloria. Cuando salimos, hartos y
felices, una niña que me había visto comprar pendientes de carey se me colgó
del brazo. Tenía la mirada oblicua de los dementes, el pelo rapado y un cuerpo
de doce o quince con una pierna hipertónica que la obligaba a contonearse como
un badajo. Se me ensortijó sin vacilar y yo caminé con ella unos metros, aún no
sentía la violencia inminente de la escena. La recibí sin resistencia y
caminamos juntas unos metros, creo que hasta le dije cariño, una dulzura que
luego se me haría embarazosa. Unas mujeres que nos vieron acercarnos a los puestos
de verdura me alertaron “nâo dé nada!”. Al cruzar delante de ellas, forcejearon
con la niña y yo aproveché para liberarme, la pobre golpeó a una de las mujeres
y se puso a gritar. Poco después se colgaba de Ana, la escena se iba a repetir,
obedecí a Kike y me alejé sin mirar atrás. Después Jose Carlos me contaría que
había evitado que un hombre golpeara a la chica. Caminamos en un silencio
amargo. Todos nos habíamos fijado en el bulto que destacaba en el lateral de su
cuello, un tumor que le abombaba y cuarteaba la piel, “cuando le llegue a la
carótida, adiós” pronuncié, y enseguida me arrepentí de mis palabras. Mi
exhibicionismo científico no lograba encubrir mi cobardía.
Me giré para buscarla entre
las sombras del mercado, la vi sentarse, andar, sentarse otra vez. Cruzó la
calle renqueando como en esas películas de zombies que entusiasman a mis hijos,
su pierna siempre rígida, inválida, un apéndice molesto que llevarse a todas
partes, a ninguna parte en realidad, el cuerpo entero como un pecado que
desplazar, un fardo estéril para tirar de él y llenar los días que medien hasta
que hable su carótida.
Despedida.
La jornada de buceo se torció
por un norte imprevisto que nos hizo dejar el fondeadero de Inhaca. Adiós mundo
submarino, pasé la mano por mi neopreno de 3 milímetros intentando esquivar el
desconsuelo, en África uno aprende rápido la frustración de corto alcance, la
que no hace ruido. Lo dejaría plegado en el camarote, iba a navegar por mí las
millas que mediaban hasta Valencia, porque nosotras volábamos de vuelta al día
siguiente.
Kike y Jose Carlos fondearon
frente al puerto de pescadores de la capital, abarrotado y vivo, ya no podíamos
volver a la exclusividad de la marina porque la marea estaba demasiado baja.
Pronto estaríamos tambaleándonos en la barca con los calcetines en la mano, Ana
y yo reíamos como crías cada vez que se nos mojaba el culo, en una mirada
rápida nos sabíamos cómplices por la doble piel que íbamos acumulando, hecha de
ropa rancia y días sin podernos duchar. No cabía una queja. Como la
frustración, la higiene de hotel se nos había borrado rápido de la mente.
Mientras tanto, Jose Carlos y Kike dirigían el fueraborda con la expresión
concentrada, éramos tan poca cosa entre el tráfico de cargueros y la corriente
del río Tembe. Varios pesqueros rudimentarios navegaban detrás de nosotros con
el primer calor de la mañana, enseguida sentí el alivio de su compañía,
despejaba el vértigo de los buques asiáticos, montañas inclementes y ciegas.
Una vez más la ternura de los pescadores tradicionales, arañando el jornal del
día con sus velas hechas un jirón y su casco de colores deslizándose con
docilidad hacia el puerto, manso como un caballo de vuelta a su cuadra.
Amarramos junto a la barca
del vigilante, al que los chicos saludaron con familiaridad. Debíamos escalar
por la cubierta de dos lanchas más hasta dar con una escalera vertical hecha de
puro óxido que alcanzaba el muelle. Ajusté bien mis zuecos blancos (que un día
remoto sirvieron para los pasillos pulidos del hospital) y avancé sin
sobresaltos, midiendo cada maniobra, Ana también amansó su vértigo con
deportividad.
Nos habíamos ganado un buen
menú en la marina del Waterfront, no sin antes sufrir una nube de vendedores
que nos apabullaron mientras esperábamos el taxi de Sorés: collares, bolsos,
telas, imanes para la nevera, gafas de Armani, ¡y hasta un e-phone! Su
tenacidad nos rompía los nervios, resulta increíble lo bien que rastrean el
deseo en nuestros ojos, aunque estemos negando con la cabeza. El occidental
está enfermo de deseo y lo saben. Y ellos lo están de necesidad.
Después de la comida, un
periodista lisboeta se añadió a nosotros para un café. Era un treintañero dulce
y cercano, con la audacia suficiente para darle esquinazo a la crisis de su
país y trabajar a sus anchas en África. Pronto estaría grabándoles con su
trípode y desplegando relajadamente sus preguntas en portugués, que Kike y Jose
Carlos respondían con soltura. Kike destilaba la experiencia del viaje y el
poso de las diversas culturas que habían recopilado, Jose Carlos se deslizaba
enseguida al plano abstracto: “los sueños hay que pelearlos, se hace desde
aquí, con el corazón, pero también con la cabeza y con los pies en el suelo…”.
Cerraba el reportaje con su apelación al romanticismo, un eslogan que se
contagia con facilidad, tan rápido como luego se nos diluye entre la rutina. Yo
me prometía retener más tiempo sus palabras esta vez, les observaba encuadrados
con la marina al fondo, su expresión curtida, su pelo lavado de salitre y sol,
su actitud austera, subrayando con las manos ágiles cada frase. Sentía un
orgullo hondo, desnudo, y pronto me vi volcándoselo al periodista en las preguntas
que me hizo en inglés, una vez había recogido su cámara y ellos se habían
despedido de él. “¿Así que llevabas dos años sin ver a tu hermano?”, el
contrapeso de la nostalgia, el apego a las raíces, “pues claro, nos echa de
menos a todos, ya tiene ganas de volver…”. Me miró sorprendido, mis palabras
parecían darle dimensión a lo que acaba de oír: como es habitual, se había
dejado ganar por el coraje y la libertad de Kike y Jose Carlos y se proyectaba
ya en ellos como si su aventura fuera toda regalada, “pero todos los sueños
tienen un cobro u otro, y no por eso hay que dejar de soñar”, le añado, porque
llevo una semana incorporada a la estela de mi hermano, y porque siento que
este viaje ha sido mi versión mini de su aventura, la que yo he podido abarcar.
Minutos más tarde, nos
despedíamos del periodista en la estación de tren. Nos acercó hasta allí en su
todoterreno de segunda mano y nos despedimos con naturalidad.
La estación es la única
visita turística que ofrece la ciudad, un residuo del pasado colonial
mozambiqueño que, al parecer, fue diseñada por algún discípulo del ingeniero
Eiffel.
De nuevo nos recibió la
ebullición de colores y rostros, el trasiego de mujeres con bultos en la cabeza
y niños marsupiales, el escándalo de los vendedores de cachivaches. El polvo se
levantaba en las avenidas y el tráfico avanzaba a grumos, con paradas sin regla
fija que la gente aprovechaba para subir a los autobuses. Todo parecía diluido
bajo el aire ahumado de los treinta y pico grados, que no daría tregua hasta la
caída del sol.
En los andenes, una espera de
bueyes sobre los bancos y avisos pintados a tiza en pizarras verde oliva. Ana,
Jose Carlos y yo vagamos distraídos un largo rato, la estación estaba vista en
los primeros cinco minutos e intentamos dilatar la visita aminorando el paso.
Dimos con un restaurante decente donde programaban jazz por la noche y Jose
Carlos prometió que nos traería. El señor de la barra nos miró de soslayo
mientras yo le pedía a mi hermano una foto frente al piano: una reliquia de teclas
amarillas y cuarteadas, la música fosilizada dentro de la caja, como si los
años la hubieran llenado de arena compacta. Mis dedos buscaron una pulsación de
forma refleja y rebotaron sorprendidos.
Unos metros más allá, una
galería de arte donde una artista local exponía bajo el amparo de alguna
subvención del gobierno. Por fin me llegaba la distensión de Maputo, la
esperanza y el valor de su gente. La sala era más pequeña que el salón de mi
casa, un señor adormecido detrás de un mostrador me dio permiso para hacer
fotos, junto a él un montoncito de catálogos del que cogí uno con cierto pudor.
La artista hablaba de la libertad y de los viajes, había recortado un atlas
geográfico con la forma de un pájaro y lo dejaba pender de un hilo en el
recuadro de un reloj antiguo. El tiempo, el espacio, el vuelo. Aspiré hondo,
por fin una bocanada de cultura, una burbuja de creatividad. La gente joven que
empuja sus ideas hasta en las ruinas de la civilización, crecen desprovistos de
todo pero no sin las ganas de expresar su mundo. Como la música en directo que
escuchamos en el Ghil Vicente, el arte siempre encuentra una brecha por la que
brotar.
Lo que siguió fue más calor,
más polvo, más rostros abrumados y tenderetes inverosímiles. Mi cámara se
llevaba retazos de la marea humana, en la ansiedad de que al día siguiente
estaría volando hacia mi mundo racional y despojado. Un vendedor se enfadó
conmigo por disparar hacia un puesto de recambios de móvil, tuve que bajar la
cámara y confiar en mis retinas. Una niña que abandonó la entrada de la
estación del brazo de su madre se giró varias veces a mirarme. No pude ver
súplica ni rencor en sus ojos, sólo una curiosidad limpia de cinco años. Cinco
años y mochila rosa con trencitas en punta. Por primera vez, una mirada me llegaba
sin dolor, unos ojos seguros de que la mano de su madre se lo garantizan todo.
Durante un instante viajé en paralelo a la mano de mi hija, al tacto y la
presión relajada de su piel con la mía, mochila rosa y codo levantado hacia mí,
con el paso distraído igual que el de esta niña, tan llena de amor como mi
Rocío.
Ya no me hacía falta la
cámara de fotos.
Agotamos la tarde. El centro
de Maputo se recorre en dos zancadas. Pronto estaríamos buscando el refugio de
una bebida fresca y una sombra, sólo se nos puso a tiro el Shopping Center, una
explanada con baldosas de colores, sala multicines y cuatro pisos con escaleras
mecánicas donde Jose Carlos pronto empezó a perder la paciencia y a protestar
por el aire acondicionado.

Zara outlet, tienda Nike, una exposición
“internacional” a la manera de “La India en el Corte Inglés”, donde una pulsera
del Valencia Club de Fútbol se mezclaba con baratijas de plástico chino y
burkas traídos de Pakistán. Salimos espantados. Yo no acababa de integrar este
universo con los tenderetes de fruta, zapatos o pieles salvajes, los hangares
despintados de la estación, los negros arrastrando carretillas con chanclas
llenas de polvo. Las marcas globalizadas han precipitado también aquí como los
plásticos que manchan las arena de las playas. Todos los centros comerciales
del planeta ofrecen la misma luz, el mismo reclamo, en la marea del mercado
occidental, murió la diversidad y alguien pretende pintarnos a todos del mismo
color.
Bebí mi agua mineral mientras
recordaba las palabras de Sampedro: es una falacia llamar liberal al mercado
capitalista, no existe tal libertad, sólo unos pocos son “libres” para comprar
lo que el mercado quiere que desees. A nuestro alrededor, algún mozambiqueño
pudiente, cuatro turistas ahogados de calor y varias musulmanas tapadas hasta
los talones que dejaban a sus niños corretear bajo el neón barato.
Volvimos al barco con la
ilusión de reposar y arreglarnos para la cena. Pedro, un treintañero de Madrid,
audaz como el periodista lisboeta, nos ofrecía su casa para la despedida, había
invitado al cónsul de Portugal y otros “ex patriados” europeos. Tenía cangrejo fresco para el arroz meloso que
prepararía Kike a la manera valenciana.
Desde la popa del Bahari, me
dejé acunar mientras el cielo de la tarde se gastaba sobre los edificios en un
resplandor desvaído, circulaba por fin una brisa fresca. Me demoré sobre la
cubierta mientras Ana completaba su ducha “cubana” (un cubo de agua que Jose
Carlos calienta en los fogones y nos vaciamos sobre la piel con un cazo de
café). Necesitaba trazar una despedida en las retinas, una última instantánea a
modo de conclusión. En la distancia, sin embargo, Maputo volvía a borrar sus
aristas y sus vacíos, se replegaba en la postal genérica de una capital
cualquiera.

Las luces amarillas de los coches por la avenida, las farolas
alineadas a lo largo del paseo, el pálpito de una ciudad que podría ser la mía
misma. Entendí que todo es y no es lo mismo, uno se desplaza al otro hemisferio
y se sorprende igualmente con lo exótico y lo familiar, el viaje no lo es tal
si uno no sabe moverse por dentro. Y el movimiento ya obraba en mi, supe en ese
instante que mis ojos habían sufrido el corrimiento y que mi ciudad sería nueva
en cuanto aterrizara en ella, porque había cambiado el lugar desde el que
miraba. Mankel lo compara con el paso atrás que precisa el pintor para ver
mejor su lienzo, “Africa ha enriquecido mi vida con ese movimiento, algunas
cosas en la vida sólo pueden ser percibidas con cierta distancia”
De
pronto, mi hermano asomó desde su camarote y empezó a caminar inquieto por la
cubierta, comprobaba el ancla en la proa, volvía ceñudo a la cabina y volvía a
emerger sin dirigirnos ni una palabra. El viento había rolado a sudeste y la
posición del casco había virado 180 grados, aproado contra la corriente del
río, las olas iban a ser una amenaza. El Bahari emitía un chapoteo creciente,
una protesta en alza que sólo él podía captar porque entra en sus tendones
antes que en los nuestros, toda la eslora del barco es su propio límite corporal.
Como una madre que atiende el quejido de su criatura desde la profundidad del
sueño, Kike y él viven en la hiperestesia del navegante con su nave. Enseguida
estuvieron en contacto por el móvil, Kike debía volver cuanto antes al barco y
dejaríamos el fondeadero que había dejado de ser seguro.
Ana
y yo nos miramos interrogantes, hubiéramos agradecido unas palabras de calma,
una aclaración complaciente. Como la higiene de hotel, la frustración boba o el
vértigo mismo, el consuelo no es una urgencia entre quienes han aprendido a
vivir sin algodones. Pronto mi hermano me estaría consultando si era capaz de
conducir el fuera borda hasta el muelle para recoger a Kike. Delataba así el
peligro de dejar el barco sin su presencia aunque fuera unos minutos.
Contesté
un tímido “si tú me enseñas…”. Sospechaba ya que no sería capaz de exigirme una
excursión como esa, con el tráfico hasta el muelle, las olas encabritadas y el
peligro de que se me calara el motor y acabara a la deriva entre los cargueros
y la noche entrante.
“¡Cagüen
la leche! Esta rasca no estaba en el parte…”, antes de que pudiéramos asumir la
situación, Jose Carlos ya había saltado a la barca y se dejaba tragar por la
oscuridad, con la luz enclenque de una linterna sobre su cabeza. No nos había
dejado instrucciones, ¿eso sería buena o mala señal? Preferimos no hacer la
pregunta en alto, Ana se dejó borrar en su camarote con el e book en mano, yo
vacilé un par de minutos en la cubierta, ¿de qué serviría que estuviera
vigilando la proa, si no podía aventurarme en una maniobra?
Las
olas empezaban a romper con fuerza y pronto barrerían la bañera de popa, decidí
regalarme mi ducha “cubana” a riesgo de un cardenal que otro y concentrarme en
el tacto del agua tibia para atajar el miedo.
Afortunadamente,
Kike y él estuvieron de vuelta en un parpadeo, pronto empecé a escuchar sus
instrucciones desde la cubierta, el escándalo del ancla cuando la recogieron,
el crujido de la madera cada vez que Jose Carlos bajaba a la mesa de cartas y
se peleaba con el e-pad “¡puto aparato! Ahora no se quiere cargar…”. Sin la
cartografía a mano, el nuevo fondeadero habría que tantearlo a ciegas, con
la sonda de profundidad. La noche se había cerrado sobre nosotros y el temporal
hacía bailar las jarcias, nos vapuleaba en la cabina como marionetas. Sin
embargo, ni un solo grito, ni una sola discrepancia. Los dos parecían ejecutar
una coreografía mil veces ensayada, de movimientos limpios, tensión precisa, el
empuje necesario. Siempre se les ve así frente a las dificultades, como el día
que pasamos la frontera sin autorización: un golpe certero, un reflejo de
cintura y el imprevisto estaba superado.
Cuando
el barco se amansó, asomamos a cubierta, un meandro del río nos ofrecía el
refugio que necesitábamos. Por las réplicas de Kike al móvil supimos
desconvocada la cena en la ciudad, imaginamos la espera inútil del cangrejo,
del cónsul de Portugal y de todos los convocados para la despedida.
De
nuevo, una frustración de onda corta. Sin renunciar a nuestro última muda
limpia, con el frescor de la ducha todavía en la piel, Ana y yo empezamos a
cocinar un plato de pasta con la última verdura que quedaba en la nevera. Una
cena gloriosa.
La inercia en África es
así, no admite cortes ni programas, el día ofrece lo que disponga el cielo, el
mar o la marcha fluida del vehículo o las propias piernas, en un continuo sin rigideces ni ceremonias.