Faro de Barbaria o el
vértigo de la muerte
La primavera nos había desembarcado en Formentera dominados por una mezcla
de pereza y avidez de excitación, el día salió frío y dejamos el Bahari amarrado para explorar tierra adentro.
El límite de la isla se abarcaba en un viaje breve, en media hora escasa de carreteras modestas a una velocidad antigua, rodeadas de campos cercados en piedra e higueras de brazos torcidos que los payeses apuntalan con estalons, sus ramas buscan así la horizontal y el ganado puede aglutinarse a su sombra.

El cap de Barbaria era una excursión obligada en semana santa. No había estos días una atracción
que compitiera con el faro. Sin el trajín desbocado del verano, tan sólo nos cruzábamos con la rutina de los pocos autóctonos mezclada con la expresión
tostada de los jubilados europeos y unos cuantos hippies desnatados. Los pocos
turistas que merodeábamos por la isla habíamos aprendido pronto a reconocernos las caras
en cada polo de la isla.
El coche alquilado rodaba suave por el asfalto y comprobamos los colores de abril a
ambos lados de la carretera. La naturaleza emitía un acorde lento e invariable
de flores silvestres que convertían los campos en un tamiz amarillo. El camino
a Barbaría se estrechó hasta obligarnos a adoptar la velocidad de los
ciclistas, un solo carril que se anunciaba como último, sin encrucijadas
posibles, despojado, definitivo.
Pronto la vista perdió también el bosque y el sotobosque, el
terreno se hacía árido a los lados a medida que el faro, solitario y grave,
ganaba protagonismo en el parabrisas. Se hizo inevitable mencionar a Paz Vega
en “Lucía y el sexo”, el fotograma de la joven que se imbrinca en el paisaje de
la Formentera y acaba asimilada a su luz y su voluptuosidad.
El cielo era una retícula de nubes que reproducía la misma
huella del oleaje en el fondo, el mar se removía bajo las rocas como una
insinuación de fuerza contenida. El día era inestable y la luz se nos ofrecía a
fogonazos.
Fotografiamos la silueta del faro en contrapicado y a alguna gaviota
que galanteaba por el murito con movimientos precisos, arrogantes. Cuando
tomaban el vacío con las patas recogidas como un tren de aterrizaje parecían
planear por un riel invisible en el aire, nos arrojaban a la cara
nuestra condición terrestre. Como las sargantanas azules, como las matas
agarradas a la roca, carecían del vértigo. Nosotros, esclavos de la gravedad y
dominados por la fascinación del acantilado, bajamos hasta su mundo como torpes
intrusos.
Manuel se entusiasmó con la cueva. Descendimos a través de
un poro oscuro abierto en la roca caliza y la penumbra nos derivó a un mirador
natural donde pudimos sentir más de cerca la succión del vacío a nuestros pies.
Entonces lo supe. Entendí por qué todos los faros nos
aglutinan a su alrededor como sonámbulos, nos despiertan esa extraña excitación
que nos retiene junto a la roca vertical y nos vacía la mente, nos abre un
interrogante que siempre requerirá una nueva visita.
El faro, las torres de vigilancia, con sus leyendas de
naufragios y amenazas barberiscas, representa nuestra torpe maniobra para
conjurar la muerte, para desafiar a la naturaleza en su versión implacable. Es
lucha pero también es la estación final, el momento en
que la carretera se acabará y sólo quedará el último paso adelante. Esa
gravitación, esa llamada, nos recuerda que la vida se corta a tajo contra un
mar que se remueve incansable bajo los pies.
El filo de la roca es el límite donde la naturaleza nos
reclamará tarde o temprano. Donde volveremos a ser gaviota, sargantana, aire
cargado de salitre, mata que respira el garbí y que se mece incansable sobre la
pared, la calma y el temporal erosionando despacio un balcón vertical sobre el
Mediterráneo.
Es Palmador
Es Palmador no hay que contarlo desde los ojos, se cuenta con las plantas de los pies. Apenas bajamos de la barca hinchable, mis plantas se estremecieron con el agua fría de esta primavera que lucía radiante, pero días atrás había deshecho nubes negras sobre la arena, remolona, caprichosa, ida.
“Mamá, es como si fuéramos ricos” dijo mi hijo nada más parar el motor del Bahari y escuchar el campanilleo de la brisa agitando los obenques . El tiempo se detenía en Es Palmador y Manuel lo captaba con estas palabras.
La sensación hizo la isla adictiva al instante.
Se trata de un pequeño arenal, inmaculado y claro, con los extremos festoneados de roca y arrecife. Más que isla islote, breve e intacto, eslabón que se alarga entre Ibiza y Formentera como un capricho en el trazo, un punto suspensivo.
Hacía tan buena mañana que los barcos fueron llegando desde San Antonio o la Sabina para clavarse en el agua turquesa como banderines alegres, con aire dominguero. Hinchamos la barca y el fueraborda ronroneó solícito el camino a la orilla que ya sabía a ojos cerrados, como los pies de mi
hermano. Cada vez que navego con él, me invade la convicción de que él y su barco son un mismo cuerpo y una misma memoria, un ente común extendido en diversas sucursales.
El agua tomaba la orilla con un desmayo transparente, incitante, como un fino encaje blanco que emitía destellos sobre la arena. Un reclamo difícil de resistir para mis plantas secas, que no esperaban el agua fría. Enseguida huyeron con un requiebro de pececillos para buscar la arena tibia. La agitación del invierno aún se escondía bajo esta estampa de calma estival, de vida regalada, de tregua para siempre.
Después fue el tacto de la arena tersa hasta las dunas, con el rumor del agua llevándonos aturdidos más y más lejos, impelidos a dibujar todo el perímetro de la isla. Las plantas, acostumbradas ya al agua cortante, podían ya coquetear con la arena mojada y alternarla con el crujido sutil de las costras que precipita la marea. Nuestras huellas, tan ajenas al trazado de las gaviotas o a la estela sutil de las sargantanas, eran un sello violento en el dibujo intacto del viento y la sal. Manuel buscaba acoplar sus pies de doce años a la oquedad que abría su tío en cada paso, medía con excitación la distancia que media entre su dedo gordo y el de él, incluso le hizo una foto a su huella. Sin saberlo, se asomaba embriagado a las formas del adulto que ya germinan en su esqueleto adolescente, como si calculara el hombre en quien desea convertirse y meditara el vértigo de dejar atrás su infancia para siempre.
Cuando tomamos la cima de las dunas, el silbido del viento cortaba los oídos y la vista se empachaba despacio de la panorámica completa sobre la isla, pero las plantas de los pies pedían ya su rodaje voluptuoso duna abajo. El Rey de la Duna, que implica luchar por el dominio de la cima, fue el juego que embelesó a Manuel y que nos ha estado llenando de arena los bajos del pantalón a dos generaciones. Desatendí mis plantas mientras la gravedad me hacía rebozarme duna abajo con la arena impregnando el pelo y los ojos, hicimos carreras, gritaba con la aceleración hasta llenarme la boca de arena. Hubo que repetirlo varias veces, ¿qué otra cosa había que hacer en todo el día? No podíamos parar de reír.
De vuelta al barco, planificamos un arroz con verduras y algas y una nueva excursión al torreón de vigilancia. Caminé hacia la orilla con pasos largos y basculantes que se hundían en la falda de la duna y sentí la raíz del arenal reclamándome, sujetándome los tobillos, reteniendo el paso. Masticaba arena entre los dientes.
Links:
Formentera
http://www.formenteraisla.es/higueras-en-formentera/
Lucía y el sexo. Película de Julio Medem, 2000.
http://www.traveler.es/viajes/rankings/galerias/100-peliculas-que-dan-ganas-de-viajar/358/image/16675
http://www.sensacine.com/peliculas/pelicula-41116/fotos/detalle/?cmediafile=18820592