Domingo 15 marzo
Mi crónica de la pandemia arranca en el día en que asistí con mi hija a la manifestación del 8 M. La negación es una defensa tan poderosa que tapa de la vista lo que nos inunda y amenaza. Ahora miro las fotos que hice de las niñas alzando pancartas donde se pedía protección y me sobrecoge la paradoja: la violencia estaba ya en el aire, en los gritos, en los abrazos. Violencia espirada. Gotas como balines que dejarían con los días la calle desierta y un sinfín de cuerpos sobre el asfalto.
El lunes 9 mi padre arrastraba un constipado inoportuno y mi visita a
su casa fue vacilante, exploración de
visu a dos metros y una tos seca que nunca le había conocido, sonaba como
la boca del infierno. Sonrisas que no pude devolver y algún chascarrillo fuera
de lugar para que yo cambiara el gesto. Indicaciones higiénicas que ninguno
tomaría en serio hasta que la televisión lo dijera todo. “Pero hija, ¿tú no te
ibas ya?”. Su cerebro tomado por el Alzheimer es un bálsamo envidiable. Horas y
horas de telediario y “el ciclovirus ese es un cuento chino, hija”. Reclusión
domiciliaria sin dolor porque su secuencia temporal está detenida hace dos años
largos, su mañana siempre es un mismo mañana de mesa camilla y telenovelas. El
martes ya eran dos picos de fiebre. Tuve que escribírselo a mi madre porque el
whatsapp me infundía más valor: mañana llamas al 112. Esa misma noche se
suspenderían las fallas, con lo cual nadie podría acceder al 112 al día
siguiente. Teléfonos colapsados, instrucciones ansiosas, peticiones inútiles a
los compañeros del Clínico y dar por positivo a los dos abuelos. Zona de
indefinición. “No salgáis de casa”: la única receta disponible. El jueves les
estaría alargando otra mascarilla sin cruzar la puerta.
El miércoles 11 renuncié al autobús y me decanté por un
taxi. El conductor bromeó y me mostró la imagen de un Aldi que abría sus puertas a una avalancha. Sólo faltaban dos días
para que la escena fuera real en los supermercados de toda la provincia.
Charlamos sobre el pánico de las masas. Mi reflexión sobre lo poco preparados
que estamos para la desgracia y lo muy inflados que estamos de imágenes
apocalípticas le gustó, “Usted y yo deberíamos salir en la tele hablando de
esto…” Me hizo confesar que me dedicaba a analizar la conducta y las emociones
humanas.
Estábamos a mitad de semana y los audios desesperados de los
médicos madrileños ya dormían en la memoria de mi móvil como bombas lapa. Llamé
a mi marido con el corazón disparado y me pidió que confirmara la fuente antes de difundirlos.
Cuando la familia preguntó en el chat si lo esos lamentos ya virales eran
ciertos me recriminó que no los desmintiera, “No debes alarmar a la gente más
asustadiza”, ¿y engañarles? En ese instante supe la línea invisible entre estar
y no estar en un hospital, formar parte o no de la liga de bomberos de
Fukushima. La médico madrileña jadeaba por los pasillos de La Paz sin haber
dormido en varias noches. Una voz entrecortada y cargada de indignación se
puede fingir en un audio; el miedo de un médico y las expresiones que elige
para conjurarlo no se fingen, son el patrimonio íntimo que nos gastamos, la
cháchara propia de la salita entre los boxes. Un salvoconducto que todos
identificamos.
Le puse uno de los audios de la desesperación a mi hijo de
camino al dentista. Una médico de la Paz vaciaba su indignación y su rabia entre los neones de urgencias. Era jueves y le explicaba que su fiesta de graduación no se
haría al día siguiente. “No vas a ir, aunque no la desconvoquen”. Yo misma iba
a hacer de dinamitera y él no me devolvería la palabra en toda la tarde. Le
hice mirar a la multitud díscola y diversa que llenaba las aceras de la calle
Ruzafa y le pedí que grabara esa imagen para despedirla. Apenas levantó los
ojos de su móvil. Un hijo de diecisiete odia que su madre se signifique y salga
de su condición de bulto, y más si se trata de reventar su gran noche. Después
de darle el dinero para un taxi de vuelta se bajó sin despedirse y empecé a
contactar a las madres de sus amigos. Sólo al día siguiente me daría la razón y
sacaría pecho, presumiendo de madurez, asegurando que había estado de acuerdo
desde el principio.
Ese jueves la niebla se había instalado en toda la comarca.
Yo había dejado el hospital con un pálpito de irrealidad que se materializaba
con esa autopista emborronada por la niebla. En un instante se me hizo fácil
imaginarme otra vida, otra identidad, otras coordenadas, dado que las nubes
habían descendido y borraban el paisaje más allá de la cuneta. Salté con la
imaginación a un tiempo sin tiempo y a un lugar sin lugar, como si me viera
sepultada al guión de una distopía. Cuando bajé a Noa al parque, las siluetas
de los padres con sus hijos se aclaraban poco a poco en la distancia media pero
nadie hablaba de esa niebla tan atípica para el mes de marzo. La meteorología
es el recurso de los tiempos fluidos, de la sala de espera o el ascensor, de
los huecos por rellenar. Sólo alcanzaban a mis oídos frases de una difusa
conversación global que comenzaba en mí y se completaba en las bocas de la
gente anónima por el cauce del río, “…y he dicho que no voy a la fiesta…”,
“…pero si cierran los colegios desde el lunes…”, “…pues no sé qué harán con
tanto papel higiénico…”
Noa también había mutado, como las orquídeas. En un momento
de tensión, el ser humano vuelve la vista hacia otras criaturas en busca de las
respuestas que él no puede encontrar. La perra olisqueaba febrilmente los bajos
de los coches y se resistía a entrar en el parque. El día anterior se había
meado por los rincones de la cocina. Al día siguiente se desataría del arnés y
me obligaría a perseguirla por los setos en una media hora en la que parecimos un dúo cómico (tres veces me tiré en plancha y cuando la atrapé le improvisé
una correa con el pañuelo de mi cuello, los bajos de mis vaqueros ya estaban
embarrados). Esa fue la tarde del viernes, cuando ya íbamos por los 5200
contagios y los memes en el móvil
volcaban su ira hacia los madrileños que invadían Denia o Cullera. La
desbandada. Las estanterías vacías de los supermercados. Lo que el día anterior
era un drama (la suspensión de las fallas, de la fiesta de graduación, la falta
de pruebas o mascarillas…), al día siguiente caía en un olvido depredador.
Rosana, que manera de expresar lo que (obviando los comentarios recurrentes de madrileños en Denia etc.) se estaba desarrollando como una secuencia a camara lenta y exacta de lo que iba aconteciendo. A mi me ha dado la sensación de haberlo vivido a traves de tu relato como una escena que transcurría entre una niebla algodonosa y angustiosa al mismo tiempo. No puedo describir mejor lo que siento pero pienso que atrapas con tu narración. Por favor no dejes de escribir. Estaré esperando tus obras. Besos virtuales Charo
ResponderEliminarMe encanta. Tu manera de escribir siempre consigue conectar conmigo de forma íntima y conmovedora. Gracias
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