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Eran pequeños cerebros coloreados: azul pálido, salmón,
amarillo azafrán. Los corales estaban en un altillo de la tienda, se veían
delicados y luminosos bajo las lámparas térmicas.
Había ido allí con su marido porque el niño necesitaba uno
para su trabajo de ciencias y la mujer del mostrador les indicó la escalera con
el dedo. De novios también habían frecuentado el altillo de un pub que ofrecía
sillones de skay rajados y una penumbra aprovechable, pero el recuerdo de
aquella intimidad no le despertó más que nostalgia. Cogió asiento en cuanto
coronó la escalera y dejó que él se dirigiera al encargado. Durante cinco
minutos, su cuerpo y su dolor sería solo para ella y nadie atendería a la
expresión amarga de su cara. El dolor es inevitable, le decía su médica, pero
el sufrimiento es opcional. Quisiera verla a ella metida dentro de ese
esqueleto en ruinas, con las juntas rechinando a cada paso.
La tarde de noviembre no era otoñal y ella se había
preguntado por qué la gente andaba por la calle abrigada a veinte grados. La
costumbre, se decía, es más importante que lo que anuncie el parte del tiempo.
La costumbre de vivir, concluiría peligrosamente, también podía estar fuera de
lugar en su caso; su enfermedad no tenía cura ni causa ni nombre pero ella
insistía en seguir viva. Nombre sí, al menos eso: fibromialgia.
Había dejado que él condujera hasta la tienda de acuarios
mientras ella desde su asiento veía la noche derramada por la calle, abruptamente
estrecha, que daba a la estación del Norte. Una secuencia de solares oscuros
con fachadas del Eixample venidas a
menos miraba a las vías. Ruzafa se desplomaba por ese costado como los
castillos de arena lamidos por el borde; así imaginaba ella su cuerpo y, por
extensión, su vida. Imparable lisura. Dolorosa erosión.
Su marido peroraba sobre el experimento del niño y el CO2,
se extendía en rodeos, derrochaba energía (una energía que ella quisiera para
sí), añadía detalles que al encargado le sobraban: la profesora de ciencias, el
cambio climático, la erosión de los arrecifes. Ella también perdía el hilo y
paseó la mirada por la mesa donde crepitaban varias piscinas rectangulares:
rejillas metálicas sobre las que respiraban los corales variados, sometidos al
cosquilleo suave del agua que removía un discreto vibrador. Una congoja absurda
la invadió al descubrir su belleza. Criaturas silentes, de una simetría
ondulante y diversa. También la belleza podía doler, ¿había algo que ya no le
doliera?
Imaginó el celo del encargado con los corales. Contratado en
exclusiva para atender la sección, seguramente conocía al milímetro el pH, la
temperatura, el flujo concreto al que tenía que conservar sus tesoros. Un
simulacro de arrecife caribeño, la misma triquiñuela que anunciaban los pósters
de las agencias de viaje: una vida regalada bajo pago a plazos.
Su luna de miel en Yucatán le asaltó en el recuerdo. En la boiserie de su salón asomaba sonriente dentro
del traje de novia, la expresión tersa y confiada, la cintura tan flaca que
habría que haber calculado la presión exacta de un abrazo. Se le prometieron
las condiciones óptimas, una vida de vitrina, el suave arrullo de un oleaje
tímido al que llamaría amor.
Un pez plano y elegante sorteó la rejilla del coral y dio la
vuelta entre los cerebros delicados, hermosos, listos para el consumo. Naranja
con franjas blancas, un pez payaso como el que había visto con su hijo en
aquella película de peces donde un padre se fatigaba buscando a su pequeño. El
ansia de protegerlo. La derrota de protegerlo. La cadera le mandó un latigazo
eléctrico que la obligó a descruzar las piernas y levantarse.
El encargado hablaba ahora sin freno y había hecho callar a
su marido. Más de cien mil especies. Mil géneros. Veinte clases. Blandos y
duros, pólipos largos o cortos, desde quince euros a quinientos. El niño
necesitaba demostrar la erosión del esqueleto coralino, para ello la carcasa blanca
debía quedar al descubierto. “¿Entonces lo que queréis es sacrificar un coral?” El acuarista no cambió el tono al decirlo,
pero ella se sobrecogió sin entender por qué. Algo en su cara delataba una
sorda decepción. Ella paseó su mirada desde la cara del hombre a la piscina
multicolor y de vuelta a su figura delgada, enfundada en unos vaqueros y una
camiseta con el logo de la tienda. No se trataba de un simple empleado. Rondaba
los treinta y tenía el pelo ralo, algo se había apagado en su discurso al
conocer la intención de sus clientes. Supo que sudaba lentamente y adivinó imperceptibles
gotas detrás del cuello. “Quedarán menos del 50 % en 2030”. Una extraña liga de
personas defendía cosas misteriosas y frágiles pero ella no formaba parte.
Cosas indefensas y bellas, quizá dolientes, al borde de la extinción. Envidió
sin remedio su militancia, su sentido de pertenencia. Su misión.
Emplearían un esqueje de xenia pulsante. El acuarista la sirvió
sin drama en una bolsa de agua con la que bajaron hasta la caja. “Morirá en unas
24 horas” repitió la empleada al cobrar, pero nadie se extrañaba del gesto
absurdo de la bolsa con agua, ¿por qué una bolsa si moriría igualmente? Todos
acudían a la costumbre y, una vez en casa, ni siquiera su marido pudo vaciar la
bolsa en la pila.
A la mañana siguiente, la xenia seguía dentro de su pecera
improvisada junto a las macetas mustias de la cocina. Una orquídea seca que
languidecía sin flores le hacía de pantalla. Cuando los niños y su marido
desaparecieron rumbo a la escuela, ella tomó la bolsa y la colocó bajo el grifo. Retuvo el aire un instante antes de
deshacer el nudo. El agua tibia resbaló entre sus dedos y supo que algo de sí
misma se escurría por el sumidero. La xenia quedó al descubierto como una
pequeña mano semicórnea con tres dedos extendidos hacia arriba, casi una súplica.
La superficie húmeda brillaba bajo las luces LED pero pronto estaría seca.
Eligió el balcón de poniente y se entretuvo todavía
eligiendo el tuper donde meterla. Al
menos así mantendría lejos el hocico de la perra.
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