Viernes 20
Como soy la única que sale, me hago polivalente: saco a la
perra y preparo la sopa de pollo antes de irme a trabajar. El resultado de la
sobrecarga es dejar la basura abierta con las prisas e invitar a la perra a un
festín; mi marido amanece con cabezas de pescado hasta en el sofá del salón.
Como está ensayando un nuevo budismo zen, sólo recibo una sonrisa con la
descripción del desastre.
Una amiga anestesista ha sacado sus gafas de buceo del
altillo. Su hospital, en Albacete, ha poblado mis pesadillas, pero le doy a la
llave y arranco sin saberlo. En el primer semáforo un chico cruza con gafas de natación y me la
recuerda, la cara de mi amiga salta a mi parabrisas como un peatón atropellado.
Albacete está a 140 km y ya tiene dos plantas monográficas para el virus. La
urgencia la tienen llena de gente que boquea. El miércoles lo compartí en el
equipo y creé un silencio en el chat, una parálisis dilatándose lenta como el
hongo de una bomba atómica.
Enciendo el ordenador con el guante, repaso el teclado con
la gasa empapada y ataco el teléfono, me cuelo en la angustia con sordina de
mis pacientes. Me sobrecoge su valor. Aldo ha pasado de víctima a cuidador y se
desgañita con su madre, vence su agorafobia y le trae el pan, la verdura, las
medicinas. Se siente útil por primera vez en años. Floren me cuenta cómo le
organizan el día desde el CRIS, le han mandado un cuestionario, su whatsapp no
para y está mucho en la cama, pero no se aburre. Destaca cómo el ayuntamiento
les lleva el pan, les saca la basura, ya no me llora por el último chico que le
partió el corazón. Le va diciendo a su
madre mis instrucciones según las oye: separar toallas, vajilla, repasar los
tiradores de los cajones... Antonia, la madre de la anoréxica que nunca viene, disimula
el pánico delante de su hija y le sorprende estar positiva, “esto es una guerra
de la salud ─aclara─, ¿qué le vamos a hacer?”
“Ya es oficial, nos tenemos que ir”. En el centro de salud
son las dos y pico y Luz está frente a mí con su mascarilla. Les llaman grupos
de contención, la mitad en el frente y la mitad en la retaguardia. Me siento
impelida a largarme como si hubiera aviso de bomba, luego le pregunto si puedo
acabar las llamadas y me tranquiliza. Sus ojos no llevan pánico, tampoco nostalgia.
La miro y me pregunto por qué no sabe lo mucho que la echo ya de menos. Siento
que no voy a volver a verla, como si estuviéramos en un andén lleno de convoys
militares. Me limito a sonreír con los ojos y ella se encoge de hombros, esos
dos metros entre nosotras son de una sustancia espesa.
Por la tarde las cookies
de Rocío y su insistencia en comprar pepitas de chocolate y harina. El viaje a
Consum es baladí, pero al menos traigo pan. En la cola hago una sesión a cuatro
bandas con mis amigas. Me entero de que una ha sufrido una crisis de ansiedad
al bajar a la farmacia, la mascarilla le ha recordado los meses que despidió a
su padre en Clínico. Alabamos cómo mantiene a raya la tristeza. Después le
sonreímos a la que tiene al marido trabajando en la UCI y duerme en el cuarto
de los niños. La cámara enseña sombras en su cara y todos los ángulos del
cansancio. En nuestro gesto de asentimiento está diluida la angustia, no debe
llegar al recuadro de la pantalla.
Y en los audios del amigo que pelea contra el virus en el
hospital hay un timbre algo más fuerte, un poco más de fuelle desde sus
pulmones infectados. Si el efecto viene de la cloroquina o de mi deseo de oírle
mejor, todavía es una incógnita. Lo imagino lejano como un astronauta, mirando
las rayas de la batería que le queda en el móvil y rodeado de gente
plastificada que lo asiste como a un cobaya.
Sábado 21
El tiempo corre despacio y es como una lupa de aumento, pone
en primer plano las cosas pequeñas. Ayer la niña filmó una cotorra de cuatro
colores posada en su barandilla. Como todos los vecinos, el pájaro buscaba
también el contacto con los extraños. A través del cristal tuvieron varios
minutos de conversación que la niña ya añora. Cuando volvió con el pan la
barandilla estaba otra vez desierta.
Yo también atiendo a lo mínimo, al segundo plano. A primera
hora saco a la perra e intento emular a Jep Gambardella. Voy a la caza de la
belleza en esta ciudad que podría ser la Roma deshabitada de las secuencias que
filmó Sorrentino. Sus gloriosas madrugadas después de la farra quedan lejos de
estas calles. No paseo entre palacios de piedra, simplemente por una ciudad
espantada de provincias.
Me sitúo en el centro y fotografío el asfalto de los cuatro
carriles en Botánico Cavanilles. En una ruta azarosa por la mediana de Blasco
Ibáñez descubro que la Atenea de la avenida (Leyenda: Patria y Estudio) fue
elaborada por Lladró. La firma del autor (Roberto Roca) está borrada por medio
siglo de lluvia. Hemos saltado los setos para ver la estatua de cerca. Una
bandada de palomas toma el espacio como un banco de peces de vuelo raso y su
encanto se desvanece pronto, como una pompa de jabón.
También rastreo la belleza del parque desde las rejas.
Pasamos el hocico por toda la valla y envidiamos a la colonia de gatos que se
ha hecho la propietaria del parque. En el recodo junto al museo nos miran pasar
con el desdén de poetas románticos. Ocupan los bancos de piedra y las fuentes
secas con una nueva altivez y desafían a la perra con mirada de ganador. Noa
copia un instante su inmovilidad y se hace de piedra. El azahar de los naranjos
nos llega en este tiempo de fallas sin fallas y no encuentra límite en su
cadena de contagio.
Gambardella aspiraba a escribir una novela sobre la nada.
Citaba a Flaubert, que fracasó en el intento. Ojalá pudiera yo con el reto.
Quizá la Nada con mayúscula sea esto. Un océano entero en retirada, un fondo de
mar deshidratado por el que deambular sin ruta.
“Siempre se termina así ─concluía el protagonista romano─,
con la muerte. Pero primero ha habido una vida escondida bajo el bla-bla-bla.
Todo está resguardado bajo la frivolidad y el ruido: el silencio y el
sentimiento, la emoción y el miedo. Los demacrados e instantáneos destellos de
belleza (…) Todo sepultado bajo la vergüenza de estar en el mundo bla-bla-bla”
Vuelvo a casa y asisto a mis maniobras de higiene preguntándome
si las palabras del italiano me otorgan una nueva fortaleza o ya estoy
sucumbiendo a su nostalgia.
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