Lunes 16
Primer día de confinamiento y calles por fin desiertas hasta
el centro de salud. Sonido del día: el cacareo de la gente en la cola del
Consum, plantada bajo mi despacho médico. Todos critican a los saqueadores del
sábado, pero nadie confiesa su propia gula. Imagen del día: el mostrador
desierto, dos bancos vetados de cada tres, la celadora con tres cajas de
mascarillas quejándose de que no se sirven ya más. Silvia, la nueva enfermera,
habla de cómo el planeta nos castiga. Sus ojos sobre la mascarilla son más
soñadores que antes. Sufro por su desazón, ella que no tolera ni un jersey de
cuello alto ahora siente que se ahoga. También la sofoca la orden de quedarse
en casa la semana que viene “ahora que nos necesitan tanto”.
Las voces entre nosotros han cambiado bajo la profilaxis,
pero no es por la celulosa desechable: es el lugar desde el que hablamos. Hay
una sacudida nerviosa en nuestras risas comunes que antes no estaba.
El teléfono colapsado y la chica del brote. Escupe unos
granos negros, como de pimenta, y asegura que son el Covid. Como no hago nada
frente a un teléfono que no funciona dejo el despacho y me voy a su casa. Ya no
hay SAMU disponible y será un Trasporte No Asisitido, los ambulancieros bullen
inquietos frente al portal porque no he llamado a la policía. Tampoco están
acostumbrados a la mascarilla ni a mí, la enfermera los ha calmado antes de mi
llegada. La chica accede enseguida porque quiere que se le haga la prueba hospitalaria. Cuando se despide de sus pequeños, la
emoción se nos agarra a la garganta como un garrote y se mantiene durante los siete pisos de ascensor. La mamá se va al hospital pero no hay palabras para que los niños entiendan el motivo.
Por la tarde una siesta espesa, como de caramelo derretido,
con un sueño iluminado en amarillo donde mi abuela Gregoria conoce a Rocío, o
Rocío la conoce a ella y me hace feliz porque la quiere como a su yaya.
Y por la noche una sesión de cine ectópica por ser lunes en la que yo me
voy la primera a la cama.
Martes 17
La relajación. O mi sospecha de la relajación. Más bien mi miedo.
Gente por la calle a las ocho sin mascarilla, sin gestos nuevos, sin alerta. Al menos parece que ya no hay paseos de perro largos ni en parejas.
El día es otoñal y
castiga el ánimo, pediría el recogimiento si no estuviéramos todos atravesados
por el cable del virus. Por la autovía Los Secretos en Spotify, que me
deslizan a los Hombres G. Revisitar canciones de la adolescencia a los cuarenta tiene su hondura, se descubren capas ocultas. David Summers conjuraba su
rabia de onda corta con polvos pica-pica, mientras los grupos trash de mi
hermano emitían consignas asesinas. Diferentes puntos en el espectro de la ira. Suéltate el pelo es una invitación a perder la virginidad y yo no me enteraba a los quince, sólo bailaba en la pista hasta el desaliento. Avanza mi nostalgia de un pasado que se precinta más rápido de lo asumible.
Por la mañana dos pacientes y diecisiete intervenciones. El
teléfono es un hilo con los hogares, un periscopio privilegiado. Todavía no hay
grandes batallas entre las cuatro paredes. Los neuróticos se portan muy bien,
saben apartar lo superfluo y hasta se liberan de sí mismos. Los psicóticos sólo
temen que el tabaco se acabe, a ellos no les tiene que pasar nada. Me conmueve
que sólo teman por el trankimazin y por la salud de sus médicos. Tabaco,
pastillas y nosotros. Imagino que ese es el orden, su verdad entre líneas.
Miércoles 18
Un sol que se levanta como un ojo castigador, un disco
incandescente que no tiñe las nubes. La mañana empieza en el esqueleto de la
ciudad, calles que sólo pertenecen a las patrullas y a los que levantan
contenedores desde su bici y no conocen más mandato que la miseria. Día que
empieza lánguido y acaba con la ovación de las ocho entre himnos patrios:
España, Per a ofrenar y I will survive. Tres niveles de identidad
en la misma calle. Amores que van de balcón a balcón “te quiero tía…” en una
voz infantil con manitas agarradas a una barandilla, vecinos que se retan al veo veo y hacen reír a Rocío. La niña se
empeña en tirar la basura conmigo, somos dos furtivas bajo el canto melancólico
que oímos estos días en el árbol sobre la verja. Un pájaro (¿el mismo pájaro?)
que Rafa tenía fichado cuando pisaba el parque a las seis de la mañana y luego
parecía enmudecer con el bramido del tráfico. “Los pájaros están alegres”, dice
la niña. Los humanos estamos en silencio, pienso.
Las manos han aprendido ya una nueva gravedad, son un arma
letal, flotan alrededor de mi cuerpo y le han traspasado al codo y la rodilla
sus destrezas. La limpieza del coche me absorbió antes de arrancar, ansia de volver
a subir a por el cubo porque he tocado el tirador de la puerta del garaje, también
he olvidado repasar el mando. Es agotador ser un TOC. Imposible esquivar los
fallos de estrategia, hay que asumirlos, darle a la llave, desconozco cómo van
los soldados al frente, me vendría bien una arenga y tengo que mutar en general
y dármela yo misma. “Rosana, arranca y no enloquezcas”.
En la consulta, un compañero nos llama pijas por descartar
ya las mascarillas que usamos hace cuatro días. La enfermera que hizo bolas de
navidad para la sala de espera ha cosido creaciones propias y tiene la mesa
llena de telas para elegir, a la mía sólo le falta un pespunte. He optado por una tela lisa anticipando los lejiazos, pero luego me siento cobarde por
descartar las más bonitas. ¿Cuándo tiré la toalla? Me he despedido de la estética. Ya no me maquillo porque se queda todo en la mascarilla. Pienso en ello
mientras inicio en el baño una tragicomedia con los guantes, nadie me dijo que
había que quitárselos antes de bajar las bragas. Me río de mi desgracia yo sola
y compadezco a los que esperan de mí un gran sentido común para arreglar este desaguisado.
En el equipo hay un ánimo más calmado, más de ejército que
acata y no piensa. Otra doctora tiene que hacer un informe para que la madre de
un psicótico recupere a su hijo del extranjero, por ser español lo tratan como
apestado. Un neurótico recalcitrante aparece en la consulta de mi vecina y
recibe una reprimenda. Nunca la había oído tan enfadada. La doctora acababa de
telefonearle para que no viniera, pero él no puede mear. Hablamos de los
delirios místicos por venir (Noé, el Apocalipsis, el castigo de los infieles) y
descargamos un tono de chanza que nos alivia, pero no más allá de lo que haría
un remedio casero a base de melisa y parsiflora. Lo más divertido es descubrir
que ya hay quien atribuye la pandemia a la exhumación de Franco.
Abajo, en Primaria, han presenciado ya varios psicodramas.
Trabajadores municipales que se niegan a limpiar las calles alegando ser “de
riesgo” y piden bajas. Un señor que aseguraba haberse quedado enganchado
levantando una bombona y su jefa misma presentándose en la
consulta para calificarlo de farsante. Las residencias de ancianos los
mantienen en vilo a todos, pero prefiero callar. Me he propuesto hacer las
preguntas justas, omitir lo que sé y es oscuro, filtrar sólo el humor y el
afecto.
Todos se funden en una larga discusión por el mejor meme, el del perro
agotado o el del hombre que bala como una oveja. Hace falta una sesión clínica
para decidirlo. La del viernes promete, su título reza “Cómo afrontar el
Coronavirus y no morir en el intento”. Luz nos enseñará su pret á porter a base de gafas de buceo, bolsas de basura y guantes
de fregar, disponible en varias tallas y colores.
Jueves 19
Día festivo que disimula el silencio rotundo de las aceras.
Dejo que la perra me guíe, al menos se merece el capricho. Damos con nuestros
pasos sobre las vías del tranvía y su hocico explora los raíles que pronto
dejarán de estar gastados. Me vienen secuencias apocalípticas a la cabeza, si
no levanto la mirada de los zapatos puedo imaginar una ruta sin fin a lo largo
de una vía poblada de maleza.
Se acerca un vagón fantasma y bajan tres personas con
mascarilla. Un fotógrafo brota de la nada e hinca la rodilla en el suelo con
flexibilidad de bailarín. Cuando termina de disparar le confieso que yo también
hago retratos con palabras, que fijar imágenes ayuda a lidiar entre la realidad
y la irrealidad. Me toma por escritora y no lo desmiento. Él trabaja para el
Arzobispado, va a cubrir la misa de San José a puerta cerrada. Me alarga una
tarjeta que vacilo en coger, “no lo llevo ─añade al percibir mi miedo─, tengo
tres niñas en casa”. No le corrijo el malentendido, tampoco me atrevo a decirle
que introduzca él mismo la tarjeta en mi bolsillo. Me alejo pensando que el
virus en el cartón durará 4 días y ya ansío el momento de llegar y lavarme
las manos.
A las dos las azoteas braman, la mascletà vecinal tiene
mimbres caseros: cacerolas, silbidos, patadas y descargas sobre todo tipo de
artillería doméstica y resonante. Es la última, la de San José. Alguien me
confiesa que la falla del Ayuntamiento (Açò també passarà) ha sido quemada sin aviso previo y de
madrugada, como un rey apestado. Siento una punzada melancólica y pienso en
Escif, el artista que la ha creado y que ya estará dando forma a todo esto con
una nueva entrega de arte urbano.
Después se convoca sesión de música en los balcones y la
novedad atrae incluso a la perra, que ladra al trompetista de enfrente. Los
americanos están sacando las escopetas contra el virus. Nosotros los
clarinetes, violines y trompetas: no sabía que en mi calle vivieran tantos
músicos. Alan, el del segundo, me guiña el ojo. Me pregunto si en Dinamarca
están haciendo también esto. Ayer vi a su mujer trajinando con el cubo en la
galería y tuve el impulso de llamarla para charlar. No sabía de qué. Del
suavizante que usa. De las bolas de los calcetines. De lo que sea.
Por la noche decido esconder el móvil, me tiene secuestrada.
Cuando Rocío lleva un rato disimulando que se deja ganar a las cartas suena
otra vez y es la mujer de un amigo que lleva nueve días con fiebre. Mi latido
se desordena, efectivamente lo han ingresado. De 37 a 39 cuando ya parecía
amainar la cosa. El virus tiene un comportamiento muy cabrón. Me pide que le
mande un audio de tranquilidad y yo araño las palabras que se pueden embutir en
el émbolo de un sedante aéreo.
Todo es aéreo estos días, la vida y la muerte,
la guerra y la paz.
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