Sábado 21
Son las nueve y el presidente hace su alocución por la tele.
Mi jefa reparte a la vez los turnos de contención en el chat, un tercio en casa
y dos tercios trabajando. El whatsapp hierve todos los fines de semana.
Desatiendo las palabras de Sánchez en cuanto empieza la propaganda y leo a mi
jefa, mi cerebro le pone la cara del presidente que yo he enmudecido para
leerla. El resultado es perverso: Sánchez me manda a trabajar en las semanas
altas de la curva.
Haré domicilios mientras los demás atienden llamadas desde
una consulta aséptica. Una idea me da en la frente con la violencia de un
palazo: es tan probable que coja el bicho como improbable que me muera. La
última parte de la frase es un asidero que he improvisado y debo fijar a la
primera, un adjunto frágil que aún baquetea. Cuando me quiero dar cuenta, estoy
haciendo zigzag por los bloques de mi barrio con la perra y dándole martillazos
a la frase. Noa ya no corre, sólo cabecea a mi lado como un escudero fiel,
resignada a su nueva condición de perra vieja. Yo sigo su lomo plateado
mientras me pregunto si un accidente de tráfico es todavía mi amenaza más
cercana, aspiro a que sea más probable que el Covid, ¿qué estoy haciendo? Tan
sólo repaso las estadísticas que llevo años encima, como una doble
piel, tan mías como el kilo y medio de flora bacteriana de todas mis mucosas.
He dicho en casa que bajaba a recibir al de la pizza pero el
chaval se retrasa porque sólo quedan dos tiendas abiertas para toda Valencia.
En su lugar nos llega una lluvia tímida, tan fina que no nos cambia la
velocidad ni el itinerario. Me pongo profunda y descubro que mis viajes al
pasado no responden a la nostalgia: quizá esté haciendo balance. Regateo conmigo misma si mis sueños se pueden detener aquí, ahora, si mi vida alcanza
el notable o no pasa del aprobado pelado.
Me siento caprichosa y algo canalla así que llamo a la mujer
de mi amigo. Cerca de Madrid él está luchando de verdad por su vida en un
hospital, la prueba ya ha confirmado el virus. Ella agradece la llamada, niega
que sea tarde, me da todos los detalles de la evolución y las pruebas con una
voz que está intentando rearmarse. Las cifras bailan una coreografía oscura en
su mente y yo le hago una fiesta por una PCR de 3,2, me guardo todo el resto. Siento que me he tragado de golpe todo el borde libre de un acantilado. Me habla de las provisiones. Conoce a una enfermera que le ha hecho llegar un cargador y varios libros repasados con lejía, los ha filtrado “de estraperlo”. El dato me reconforta mucho más que
la analítica, mi amigo ya tiene a Pasternak al alcance de su mano y le dará más
oxígeno que un respirador. Los poetas no deberían pisar la guerra ni los
hospitales.
Devoro la Bacon Crispy,
me pierdo el final de la peli. A las cinco y pico estoy despierta y los sonidos
de la casa vienen a mi cabecera como visitantes descalzos: la respiración de
Rafa, el tic-tac del salón, el ronroneo de la nevera. Me sacan de la cama.
Frente al cazo de leche descubro que este patrón de insomnio es depresivo. Me
casco un nuevo zolpidem y me siento miserable de haber predicado tanto que no
había que engancharse a las pastillas.
“Nunca antes había tenido miedo…”, me dice una paciente. Una
chica que no me cogía el móvil en una semana y yo imaginaba ya conectada a un
respirador en alguna parte. “Miedo, claro que sí, lo hemos tenido siempre,
todos…” matizo con mi mejor voz pastoral. “No, me refiero al miedo a algo de verdad”. Consigue que me estremezca.
Los sanitarios, expertos en negar nuestra vulnerabilidad, bordeamos el delirio
en este punto. A nosotros no nos tiene que pasar nada.
Hoy no tocaba ir a Chernobyl, pero mi espesura ha hecho que
tecleara 3 veces mal mi pin de la tarjeta y aparco en el parking desierto del
hospital. Sin novedad en el frente, parecen decir los celadores que fuman en la
puerta de urgencias. Nos saludamos con las cejas, todos nos palpamos con una
nueva complicidad aérea. La curva de infectados crece despacio, la fase de
espera se alarga, pero el silencio en la trinchera puede desesperar más que un
ataque furibundo.
Desfilo por los pasillos desiertos con mi tarjeta inútil
hasta el informático, que ha improvisado una ventanilla a la puerta de su
despacho para que no entremos. Un anestesista se queja detrás de mí (no
demasiado detrás, para mi gusto) porque sus compañeros no pueden conectarse al
ordenador de las nuevas UCIs (antiguos quirófanos y REAs). Todo parece más
perentorio que mi cara de idiota confesando que he liado el PIN y el PUK.
Antes de dejar el hospital consigo sentirme útil después de
una charla con el coordinador de enfermería. Confiesa que le hace bien hablar
conmigo. “¿Evacuación emocional lo llamas?” Lamento haber soltado el
tecnicismo, para él la evacuación remite a secreciones corporales. Sólo quería
sentirme útil, específica, como mi vecina del segundo que está ansiada por
hacer mascarillas y me pide los patrones que han usado las enfermeras.
Martes 24
Siglo XXI. Siglo XXI. Nos llenábamos la boca: Siglo XXI
Ediciones, Siglo XXI Fundación Benéfica. Hasta una pasta dentífrica podía
bautizarse con el Siglo XXI. Prometía innovación, vanguardia, tecnología.
Pero vivíamos de lleno en el siglo pasado.
Conduzco por las calles tomadas por este invierno abrupto y
me digo que el marcador del siglo se ha puesto por fin a cero. Los parques
infantiles están precintados y las cintas rojas y blancas aletean en los
columpios. Es la imagen más trágica del fin del mundo que podíamos imaginar.
Avanzo con el coche del hospital en busca de una chica que
no le coge el teléfono a su familia hace semanas. Los enfermeros que le pincharon
la medicación el mes pasado alertaban ya de que empezaba a desorganizarse. Al
teléfono, su psiquiatra me ha listado las cosas que le pide a los servicios
sociales y me lo he aprendido como el cirujano que estudia las placas antes de
intervenir: he memorizado la anatomía de sus deseos.
Los pocos vecinos que me ven pasar se detienen para leer con
recelo el logo de la Conselleria. Al
coche le han impreso una mano protectora que sostiene una casita, pero ahora mi
mano puede llevar la muerte.
Conduzco la marca que despierta una mezcla de admiración y
recelo. Un utilitario pequeño y huevudo que no hace ruido porque es eléctrico:
soy el protagonista de Interestelar y
estoy patrullando un paisaje devastado. El temporal ha congelado los bloques de
la urbanización playera y el escenario es tan inhóspito como mis premoniciones.
Reparto la mirada entre el paseo marítimo y el mapa de Google, la voz de la aplicación
vive inmune al Covid, no tose ni cambia su timbre condescendiente. No lleva
mascarilla. Las barandillas de los apartamentos no tienen toallas de colores y
el chiringuito en silencio da ganas de llorar. Ni un alma.
Descubro por fin una silueta vibrante pedaleando por el arcén y me
alegro al comprobar que es mi chica, el corazón me brinca cuando bajo la
ventanilla para saludarla. Se acuerda de mí. Sonríe. Accede a charlar si la
sigo hasta la gasolinera, ha salido a por una cajetilla. No va impecable pero
tampoco descalza como se me dijo. Todo irá bien. Le alargo una mascarilla, que
se pondrá como una diadema antes de pedalear delante de mí como una
liebre. Mañana es día de paga, su humor es bueno. Respiro con alivio porque no
hubiéramos tenido cama para un ingreso.
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