Viernes 13
La mañana en el centro de salud había sido fantasmagórica.
Nadie se acordó de que era viernes 13, pero esa misma tarde se declararía el
estado de alerta. La sala de espera era una hilera de sillas de plástico precintadas
y clavadas en la retina como ojos acusatorios. La entrada estaba poblada de
carteles que rezaban “no se apoye en el mostrador”. La chica del pródromo
psicótico había dormido con dos cuchillos bajo la almohada, conocía la cura
contra el virus, pero sólo pude calmarla telefónicamente. Todas las visitas fueron
a distancia, salvo las de primera hora, que venían de Madrid. Les alargué las
mascarillas y les pedí que no tocaran la mesa. Se revolvieron nerviosos en su
asiento y acabamos rápido. El paciente estaba mejor que nunca.
Fue cuando la mascarilla se hizo mi segunda piel. Creía que
eran un mecanismo de defensa, pero solo son la antesala de la tortura:
nostalgia de cuando el aire viajaba libremente por nuestros orificios,
nostalgia de una libre movilidad.
Por supuesto, mi sesión sobre tabaquismo mutó en una
histérica reunión con chistes malos y miradas recelosas. Todos revolvían con
excitación las cucharillas del café, nadie se acordaba de marcar la distancia
de seguridad. “Los madrileños son muy exigentes, nos van a pedir que vayamos a
verlos a casa…”. La sala de reunión tenía era un extraño merme, un
estrechamiento abrupto de trinchera y nadie quería estar en el pellejo de los
que harían la guardia ese fin de semana. Una confusa conmiseración por el
compañero de límites borrosos, dirigida hacia dentro y afuera. Solidarios e hipervigilantes, ociosos y desconcertados, a las once olvidaríamos las
mascarillas y los turnos y nos volveríamos a meter en la salita para el café de
las once. Necesitábamos ese café de las once. Como el beso de Candela, como la
dosis que se conceden los yonquis antes de la desintoxicación: tomamos el
último respiro de los de antes y seguiríamos en contacto por el chat todo el
fin de semana; había que redactar protocolos, debatir sobre el ibuprofeno e
incluso ultimar un bando para que la alcaldesa difundiera por el pueblo.
Cuando llegué a casa, mi hija se hacía selfies con la mascarilla puesta y se demoraba en elegir la que más
le destacaba los ojos verdes sobre el material quirúrgico. Mi amiga Sara, desde
Berlín, mandaba sus ojos almendrados y su mascarilla self made con una sonrisa pintada. Se quejaba de que los alemanes
no hagan humor con el virus.
Por la noche, La
Grande Bellezza de Sorrentino nos salvó la vida. Ovillados en el sofá,
todavía lejos de las esquinas, dejamos que el gran Jep Gambardella nos llevara
de la mano por su nostalgia y su resistencia a la nostalgia. Un cielo surcado
de pájaros, las risas de unos niños en un jardín o la pureza de las novicias
romanas abrían la garganta y despejaban la congoja como caramelos de eucalipto.
Sábado 14, domingo
15.
El estado de alerta y Real Decreto, pero el sábado aún tuvo
una marcha festiva. Carcajadas histéricas con los memes más creativos y paseos holgados con la perra, el parque aún
abierto y cruzado por gente que se aglutinaba por parejas y se buscaba los
ojos, una tendencia que se potenciaría el domingo ante la verja cerrada de
Viveros. Complicidad espontánea. Los transeúntes se dicen “aquí estamos,
aguantando”. Rocío quiso comprar Nutella, artículo de primera necesidad.
Hablaba de sentirse triste al ver cada mascarilla y yo la alejaba de mí cada
vez que se acercaba. Cuando llegamos a la puerta del Consum encontramos una
empleada en la puerta, como en los viejos garitos nocturnos de moda. Habían
sufrido una avalancha por la mañana y ahora se regulaba la entrada, entrábamos por
turnos. Yo fui la que le pidió a todos en la fila que guardaran la distancia. Respuestas
educadas, tenso civismo entre todos. Las baldas vacías de papel higiénico
estuvieron a punto de llevarse una foto, pero la memoria del móvil estaba
llena, como las UCIs de La Paz. Confié en mi memoria.
Por la noche, mientras cenábamos, la niña abrió la ventana
para que oyéramos la ovación: los sanitarios del país estábamos en la mente de
todo el barrio, de todos los barrios. Vecinos de los que no sé ni el nombre,
balcones iluminados, gritos. Un cosquilleo en la barriga y unos largos minutos
aplaudiendo en los que obedecí mecánicamente.
Siempre supe que hacíamos un trabajo vocacional. Siempre me
quejé de hacer un trabajo vocacional. Una tarea que nos fagocita sin dejar
energía para la protesta, que no pone el foco en la nómina, sino en algo
intangible que se escurre por los ojos de los pacientes. Pero nunca imaginé una
escenografía para algo a lo que no sé poner palabras. Cronometré tres, cuatro
minutos. Me harté pronto en la ventana, un pudor extraño, quizá un punto de
vergüenza. Ahora lo sé: un rechazo inútil a ser protagonista. Cuando cerré el
balcón de atrás aún se escuchaba el clamor, llegaba ahogado y sostenido desde
la calle Alboraya. No somos estrellas, me dije. Nadie pensó que estaríamos
nunca en el centro de tanta gente asustada, pero tampoco apetece que dure la gloria.
Me siento como el héroe por error de las comedias baratas, todos los ojos
puestos encima de uno que no sabe dónde meter las manos. Las tripas pegadas
como el ascenso de una montaña rusa, cuando el trenecito baquetea de forma
grotesca, el cielo se proyecta al frente y el taca-taca-taca anuncia que ya no
puedes bajar y devolver el billete.
El domingo ya vimos las patrullas doblar por la esquina
desierta de Genaro Lahuerta pero no les llamó la atención que paseáramos a Noa
en pareja. Circulaba ya el veto por todo el país, las grandes vías ofrecían
imágenes aptas para filmar el final del planeta. La niña completó varias
rutinas con sus amigas por videoconferencia: tablas de gimnasia, una mascarilla
facial casera, cotilleos y risas voladoras que mantenían la misma frescura de
antes. Se enseñaron mutuamente el contenido de la despensa. Después vendría la
sesión de piano y de cartas, hacia el final de la tarde con abruptos ataques de
risa, carcajadas algo febriles que brotaban por un gesto o una frase y nos
doblaban un minuto largo. Fue el momento de descubrir los besos en los pies y
un momento clandestino en el que nos estrujamos con un almohadón en medio de la
cara.
A las ocho nueva ovación en los balcones, esta vez para el
personal de los mercados. Nadie imaginó nunca que los currantes éramos los que
podríamos salvar el planeta. Aplaudir sienta bien, un momento de evacuación y
aire fresco en la cara. Promete rutinizarse. Cerramos la ventana con la conciencia
de una necesidad nueva: la de buscar al vecino y compartir su gesto. Y un
sentimiento desempolvado y puesto a circular, como las prendas vintage: que todos somos pueblo, una
nada amorfa sin los demás. Un todo conectado.
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