Los niños están alborotados. “¡Vamos al circo mamá!”, me
anuncia Manuel y su voz parece de estreno, como todo en estos días en que el
parque suena con un enredo de padres, abuelos y críos, ellos trotando entre
globos y juguetes rutilantes al sol de diciembre. Es navidad y en el circo
mundial los acróbatas búlgaros y los tigres de Bengala nos reclaman como cada
año desde la plaza de toros. Javier insiste en saber si hay serpientes y un
brillo de temor y deseo se cuela por sus ojos redondos.
Atravesamos el parque como un rebaño ajetreado, ahora Rafita
se echa una carrera detrás de una paloma coja, después a Javier se le han
desatado los cordones, a Manuel no se le oye porque su padre le ha subido en
hombros después de un terco lloriqueo que duró hasta la valla.
Jorge quiere cantar una canción de circo y Rafita se entusiasma
con una estrofa perdida, “había un ratón-ton-ton”, enfadando a sus primos.
Cuando llegamos a la plaza de toros, el sol de las cuatro es
casi horizontal sobre la estación del Norte y en la puerta se aprietan ya los
padres con los niños. Los cartelones anuncian la trouppe acrobática de Pekín y
el hombre tiburón. A lo alto parpadean las letras en neón contra el azul limpio
de la tarde.
Alcanzamos la entrada a pasos cortos. Cuando el hombre del
uniforme rojo recoge las entradas, los niños ya se han dejado absorber por la
semipenumbra que gravita en el pasillo central. Sus gritos se pierden en el
polvo de las bóvedas y hay que improvisar una carrera con ellos hasta el
acomodador, que nos espera al borde de una escalera de aluminio.
Fila 9, asientos 100 al 108. Manuel no le quita ojo a la
carpa azul, estira el cuello para seguir el entramado metálico que tensa este
cielo improvisado, este límite desmontable que guarda un mundo nuevo para él,
una realidad que surge y se desvanece ante sus ojos cada mes de diciembre y que
luego pasará unos días más visitándole en sueños.
El acomodador tiene la sonrisa fácil y el pelo erizado de
una forma disparatada sobre la coronilla. Después descubriremos que es Toni
Tonito, el payaso, y que su salto mortal sobre los muelles del plancton ha
merecido el Premio Nacional de Circo este año. Lo anuncia un presentador alto
de voz grave. Según se mueve dentro del chaqué rojo y gris, uno diría que es su
segunda piel. Me pierdo su discurso inicial al escaparme a por los gusanitos y
los bocadillos. En el corredor de la entrada ya sólo retumban los altavoces de
la pista y el sol se entretiene en silencio por el enrejado de la plaza. Ahora
el hombre de las entradas se acoda relajadamente sobre la barra de la cafetería
y no deja que su buen humor flaquee ni un momento. “Qué seria estás, rubia”- le
lanza a la camarera-“pensativa, nada más”-contesta ella, dejando ver su
adiestramiento en piropos. El cortado que me adelanta en un vasito de duralex
servirá de placaje para la siesta no dormida.
Nos esperan dos horas y pico que pasan en túnel para los
niños. Los altavoces gastan kilovoltios contra los tímpanos más tiernos y en la
pista se sucede el baile de los trapecistas, los forzudos, los tropezones del
payaso o el trotar gregario de las fieras. Tina Aurora es la reina del circo y
su cuerpo delgado es tan pequeño junto a los cinco elefantes que ruedan
alrededor. A un golpe de látigo, el más grande y viejo levanta sus patas
delanteras y hay un momento en que uno adivina una tristeza antigua en sus
ojos. No le salva su carne descomunal, la falta de astucia es el pecado del que
no le han servido esos colmillos como sables. Tiene un grito que pudo romper el
aire de la selva y lo ignora. Animales con el instinto escindido, robado.
Parecen todavía asustados del público y de la música enloquecedora. Cuando Tina
repite su número rodeada de camellos, uno de ellos orina en un margen de la
pista, levantando el rabo con gravedad.
Después de los animales, los pequeños se tensan con la
llegada del hombre tiburón. Mister Olganovich ha ganado la medalla de plata en
el festival de Montecarlo y promete robarnos la respiración. Este hombre menudo
y fibroso aparece con un traje metalizado y un sombrero puercoespín que los
niños no van a olvidar. Después de saludar en redondo por toda la pista, sus
ayudantes traen una caja de metacrilato donde él se plegará con cuidado hasta
dejar sus miembros sellados durante tres minutos y veinte segundos. Aguantará
la respiración dentro de una cuba de agua mientras los adultos nos andamos
preguntando por el truco. Yo sólo sé pensar en aquella película donde un
acróbata judío escapaba así del asedio nazi, doblándose dentro de una maleta de
cuero. No puedo evitar que la historia de esta gente me traiga la noción de
infelicidad, intuyo que sus vidas corren al filo del drama.
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Cuando Olganovich resurge victorioso, empiezo a contar
desarraigos. A las doce acróbatas flexibles como juncos se las presenta desde
el circo Nacional de la República China, a los equilibristas desde el Estatal
de Bucarest y el número de motos rugiendo dentro de una jaula esférica lo traen
un filipino, un mexicano y un corpulento dominicano (que luego se jugará la
vida a veinte metros del suelo).
La melancolía siempre es una tentación en el circo. “Hemos
visto ya tanto en estos tiempos multi-media- puntualiza mi cuñada-que el circo
sólo fascina a los niños más pequeños”.
El último número lo trae Toni Tonito. Arremete contra el
público y escoge a tres ayudantes improvisados. Les disfraza y les compromete a
bailar, actuar y ensartar las escenas de una trama básica sobre amor y celos.
Mientras él les dirige detrás de una cámara de cine armada en madera y cartón,
todos nos quedamos atrapados. Ni un adulto se resiste a identificarse con las
tres víctimas de Tonito y nuestra risa es la carcajada sobre nosotros mismos,
sobre nuestro rechazo a hacer el disparate, a jugar, a enseñar nuestro pequeño
niño. El aplauso final es liberador para todos.
Mientras salimos ordenadamente de la carpa, voy recordando
las palabras de Javier al venir de casa “mi mamá es a veces una niña- revelaba,
mientras su mano latía dentro de la mía con el calor de un gorrión- pone una
voz rara y dice que se llama Margarita”. Después era un silencio en
contrapicado, lanzándome esos ojos tan quietos desde su metro y poco del suelo.
Le costaba entender ese desdoblamiento ocasional, ese juego al que él no llama
juego. “Explícame, tía, ¿cómo puede ser, si mi mamá tiene las tetas gordas?”.
Es el final de la tarde, asomamos al cielo de nuevo y
encontramos el aire amarillo de la ciudad iluminada. Mi cuñada sonríe ahora con
calma. Escucha contagiada la verborrea de Javier sobre el hombre tiburón. Y en
su sonrisa veo la mía, y la de la niña Margarita.
Feliz día de la madre
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