Jean-Claude Romand asesinó a su esposa, hijos pequeños,
padres e incluso al perro en plena conciencia de sus actos. Había fingido una
reputación de médico exitoso durante 18 años y, a punto de ser desenmascarado, los
masacró antes de perpetrar un suicidio fallido. No estaba loco. “Lo irracional
es diferente a la locura”, dictaminaría uno de los psiquiatras que lo
examinaron más tarde en el juicio.
Emmanuel Carrère, un escritor obsesionado con la sinceridad,
quedó herido de intriga nada más conocer la noticia. El Adversario es la novela que surgió de ese impulso.
A simple vista el libro trata de la mentira. Realmente aborda
la potencia o, más bien, la falta de ella. La hombría, el coraje, la
masculinidad como mandato para seducir es el eje que tira del protagonista,
Romand, y le impone la creación de una identidad imaginaria que acaba
encubriendo un vacío ominoso, un pozo sin fondo. Desde el principio, Carrère no
ve a este impostor como un criminal sino como “un hombre empujado hasta el
fondo por fuerzas que le superan” y así se lo confiesa en la carta en la que le
pide permiso para escribir un libro. Deseaba mostrar la anatomía de esas
fuerzas. “No había nada detrás de su doble vida. Ni un vicio, ni una perversión
sexual. Simplemente deambulaba. Había algo misterioso. Estaba convencido de que
no encontraría una clave, pero quería aproximarme a esa especie de ventana al
vacío, de agujero negro, que está en todos nosotros”. ¿Quién no se ha sentido
alguna vez extraño a sí mismo?
La novela recrea el trasfondo de un asesinato muy mediático que
tuvo lugar en la comarca de Gex, una periferia residencial de Ginebra en
territorio francés, en el 1993. En el libro, que dio un espaldarazo a su
carrera, Carrère imbrica confesiones personales mientras da cuenta de su trabajo
en la reconstrucción de los hechos, haciendo que el texto cobre tintes de “novela
en marcha”. Abrió con ello una etapa en la que se mueve aún con soltura y le ha
granjeado el privilegio de ser tildado como el Truman Capote francés. Como el
autor de A sangre fría, se empantanó durante
años en un terreno limítrofe entre el periodismo y la escritura del yo pero
salió transformado en maestro de la no ficción. La buena salud de su escritura
dos décadas después da cuenta de que, a diferencia del malogrado americano, su
equilibrio emocional estaba hecho a prueba de bombas.
El asesino y protagonista es un célebre confabulador o
mitómano que logró engañar a todo su entorno acerca de su vida profesional y
sus fondos bancarios. Hoy cumple condena perpetua en la cárcel de Chateauroux y
el tribunal acaba de rechazar una demanda de libertad que ha vuelto a causar
revuelo mediático. Hasta el día en que asesinó a toda su familia, le creían un investigador
e intelectual algo hermético, modesto, afable, habitual de los viajes y los
altos despachos, que salía a diario a ocupar un alto cargo en la OMS. Durante
dieciocho años ningún amigo ni familiar hizo una sencilla llamada que hubiera
bastado para comprobar que no había tal cargo y ni siquiera había pasado del
segundo año en la facultad de medicina. Sufragaba una vida de altos vuelos
estafando a conocidos de su entorno y llenaba sus lunes al sol olisqueando las
rutinas de los demás en las isletas de las autopistas o en la biblioteca de la
OMS, donde decía tener un despacho (en una foto que regaló a sus padres,
señalaba incluso la ventana donde estaba ubicado). Una nada monstruosa, vacía de
realidad, que le daba una tregua cuando volvía a su nido familiar para colmar a
sus hijos de folletos e impresos con el sello de la organización. Les daba
obsequios comprados en el aeropuerto de Ginebra y amenizaba sus veladas con
anécdotas de los supuestos viajes que habían transcurrido en un hotel cercano
(allí se quitaba los calcetines, veía despegar los aviones y estudiaba con
fruición una guía del lugar donde se suponía que estaba).
En este drama donde toda una familia termina aniquilada por
el impostor, la actitud cómoda es mirar a Romand como a un monstruo. Carrière
mismo lo menciona así en algunos parajes de su libro (si bien él sólo está
haciendo de reflector y dando cuenta de todas las miradas que están puestas sobre
él). Su monstruosidad nos salva porque lo enajena. El psicópata, el enfermo, el
mitómano, la etiqueta que segrega lo humano de lo no humano, nos calma a los
que, como él, hemos percibido en algún momento de nuestra vida nuestra
flaqueza, nuestra invisibilidad, nos hemos frustrado y hemos caminado en la
sombra. Mentir es consustancial a la vida misma, empezamos de niños y lo
hacemos a menudo por motivos “piadosos” cuanto menos. Lo que hace de esta
novela un texto de terror es el continuum que nos separa del camino que toma
Romand: no hay solución de continuidad entre imaginar una mentira que nos salve
y actuarla de pleno hasta acabar creyéndola.
El retrato de Romand enseña un hombre anodino criado por una
madre ausente, preocupadiza, consumida por la melancolía, a la que el pequeño Jean-Claude
quiere llamar la atención para recibir una limosna de afecto. Un padre rudo y
una moral católica donde prenden con facilidad los espejismos y la doble realidad.
Un código familiar cargado de mandatos imposibles, donde la honestidad es la
médula de su apellido pero todos ocultan a diario sus emociones para no
enfermar más a la madre. Un niño triste que muy pronto aprende a ocultar que
está triste, un hijo único algo mustio, un escolar brillante “más estimable que
realmente afectuoso”.
El motor de la intriga es la pura curiosidad, el lector se
consume por conocer los detalles escabrosos del crimen final. Por debajo corre,
con más urgencia si cabe, la necesidad de obtener una explicación de este
misterio. La autopsia mental de este médico afable de doble rasero, este buen
vecino que compartimos todos y que en cualquier momento puede mostrar un
reverso implacable. ¿Cómo se resuelve este enigma? “…el misterio consiste en
que no hay explicación y en que, por inverosímil que parezca, las cosas fueron
así”
Hay más de un monstruo en este drama y el catálogo empieza por
sus padres, pasa por ese mejor amigo pagado de sí mismo e incapaz para la
escucha y termina en la esposa cebada de complacencia. No se trata de culparla,
es una víctima. Pero es monstruosamente normal. Una mujer “protegida por su fe”,
que habitaba “una vida ordinaria…sin el más mínimo bovarysmo, la menor
inclinación a las fugas, la inconsecuencia ni, por supuesto, la tragedia”. Que
había encontrado un marido “sólido y cordial como ella” y nunca llamó a su trabajo
ni se extrañó de no recibir nunca llamadas ni de conocer a sus colegas. Nunca
echó un vistazo a sus cuentas bancarias. Mientras los rituales de la buena
burguesía rueden con fluidez, nada despierta alarma. Nadie tiene sombra. Los
contrastes se borran bajo la luz cegadora de la bonanza social. Le bastaba
comprobar que tenía “un tren de vida que aumenta de forma moderada pero
constante… niños hermosos a los que se inculca principios firmes y un talante
alegre; un chalé en el barrio residencial con la cocina bien equipada; grandes
fiestas de Navidad y de cumpleaños…” Cuando uno concluye la novela, la
constatación que hiela las entrañas es aquello que siempre habíamos sospechado:
sólo accedemos a ver lo que el deseo pone ante los ojos.
¿Qué es una familia feliz y amorosa, pues? ¿Había amor entre
todos ellos? ¿Qué hay detrás de las palabras de Romand cuando admite que era un
falso médico pero un auténtico padre que amaba a los suyos? ¿Amaba realmente a
los suyos? Carrière no da nada por supuesto y nos lleva de la mano al filo del
abismo, nos inocula la duda. ¿Qué es amar? Esa emoción que ni siquiera uno
puede definir cuando la siente, ¿estaba en el corazón del hijo, marido y padre
depredador? ¿Son compatibles el amor y la aniquilación del otro? Romand elige
una carabina con silenciador, no causa escándalo, como si accionara el mando de
un televisor, los borra de su campo y luego sale a comprar L’ Equipe y Le Dauphiné
libéré sin causar sorpresa en el quiosquero. No es tan extraño si uno tiene
en cuenta que llevaba dos décadas moviéndose en la disociación, en un doble
plano que franqueaba con naturalidad varias veces al día. “Cuando hacía su
entrada en el escenario doméstico de su vida, todos pensaban que venía de otro
escenario…Pero no existía otro escenario…Fuera se encontraba desnudo. Volvía a
la ausencia, al vacío, al blanco, que no eran un percance de ruta sino la única
experiencia de su vida”.
El día del crimen le ayuda la certeza de que pronto estará
muerto, ha mutado en el suicida convencido, un nuevo personaje en su ramillete.
Es un momento delicado, precioso; desde la muerte todo ocupa por fin su lugar. Reflota
el pequeño hijo solitario y torpe de un adusto maderero que ha pensado tantas
veces en no existir, está cerca de su yo más real. No puede querer, no ha sido
instruido para ello, no es nadie. Querer, nos sugiere Carrère, significa ser
alguien y mostrarse, compartir lo que uno es con el otro al que también se
puede ver. El pequeño Romand nunca pudo mostrar su aflicción, ni compartir
nunca con sus allegados su condena: lo lejos que estaba de tener “palabra”,
como un Romand de pura cepa. Tampoco pudo nunca, se deduce, ver al otro es su
dimensión completa. ¿Qué eran pues para él esos niños a los que pone una
película de Los tres cerditos, les
prepara unos Choco pops y después
liquida mientras simula que juegan? Posiblemente eran para él como sombras
chinescas, las figuras de un belén, existirían solo para una arista de su
personalidad poliédrica, la identidad del doctor Romand. Pero, ¿quién podía
predecir que todo podía girar abruptamente para dar paso al que golpea a su
mujer con un rodillo pastelero y le abre la cabeza? ¿Quién es él realmente?
En el texto somos testigos de su difusión de identidad y llegamos
tarde, en el momento en que la emergencia de nuevos rostros es ya imparable. El
propio Carrière, que le sigue el pulso a su personaje escurridizo con varias
cartas, visitas a los lugares de su biografía y un perturbador vis-à-vis, tendrá una terrible lucha para
eludir los tentáculos del complaciente Romand y conservar la objetividad. “Mi
problema no es la información –le escribe el escritor al asesino-, es encontrar
mi lugar ante su historia…ser objetivo, en un asunto como este, es ilusorio”.
Se debatirá para dar con un punto de vista útil e incluso abandonará el
proyecto de novelar su historia durante un par de años. La dificultad, como le
llega a confesar, es “más suya que mía –le indica a Romand- y constituye lo que
está en juego en el trabajo psíquico y espiritual que usted ha iniciado: esa
falta de acceso a usted mismo”.
Comprobará finalmente que el vacío lo ha colonizado todo, la
nueva máscara, la del católico arrepentido, ha tomado el relevo como la nueva
cabeza de la hidra. “Al personaje del investigador respetado suplanta el no
menos gratificante de gran criminal en el camino de la redención mística”.
El adversario ha ganado el pulso y lo devora todo. “Cuando
Cristo entra en su corazón, cuando la certeza de ser amado, a pesar de todo,
hace que rueden por sus mejillas lágrimas de alegría, ¿no sigue siendo el
adversario quien le engaña?”
https://www.nouvelobs.com/justice/20190111.OBS8323/jean-claude-romand-un-proces-a-la-limite-du-supportable.html
Película:
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