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A veces la lectura de un autor podía ser casi un lugar físico para ella y se refugió en su libro; sería un recodo donde plegarse. Menos mal que aquél fin de semana llevaba a Esmeralda Berbel en el reader, su texto salvavidas: Irse.
Había elegido el hotel por
la decoración, pero ningún detalle del lobby le ofrecía ahora gusto ni sabor
alguno. Nada más entrar se sintió imbécil. “¿A qué hemos venido aquí? ─le había
dicho su marido─ ¿El tedio se salva a golpe de hoteles de diseño?”
Antes de bajar del coche ya se
había quebrado la escapada romántica, la discusión la había hecho añicos como
una campana de cristal y la entrada en el lobby sólo le ofrecería vidrios rotos
bajo las suelas. Aún quedaba el bar de la azotea, se dijo ella, el buffet
desayuno y los quince minutos a pie del Teatro Real.
El Teatro Real, ¿un nuevo
oxímoron?
Ya le había pasado años atrás con
John Berger, cuando también faltó poco para el divorcio. El británico de Aquí nos vemos tenía otra escritura
poderosa del yo, una voz a la que uno acude como a los remedios contra el
catarro: infusión caliente, bata suave, peucos y a la cama. Y más allá de eso:
autores como ellos facilitaban una extraña comunión, eran gente que uno pondría
en la lista de emergencias, junto al teléfono 112 y el de los bomberos.
Berbel le permitía acercarse
tanto a ese dolor ajeno que a ella le borraría la odiosa decoración de la 504.
La autora, filóloga y profesora de escritura creativa (Badalona, 1961), contaba aquí su ruptura de pareja desde
un adentro valiente con el dolor. Una crónica del duelo y del declive templado
que se instala en el matrimonio y un prodigio de escritura natural y destilada,
de un lirismo esencial y rotundo como un haiku.
“Mirar algo por última vez es lo
más parecido a verlo por primera vez”. La lírica de Berbel velaba la terrible pregunta
de por qué estaban allí, el zumbido de la Gran Vía (que seguramente él le reprocharía)
y la respiración cargada de su marido, esa espalda de pronto extraña que ahora dormía
y minutos antes la había roto con su desprecio. Horas antes era el amor de su
vida.
Se sentía quebrantada como al
cabo de una gripe larga y volvía una y otra vez a Berbel en la desesperación
del insomnio. Cuando la pantalla del reader
se encendía, no sólo buscaba evasión; si el desamor podía contarse era la
prueba de que tenía un recorrido. Si lo tenía: tendía al fin.
La torpeza de embocar la Gran Vía madrileña con el coche en plena tarde de sábado les había llevado a la debacle. Las
brechas se abrían de pronto como los terrones de un barranco bajo la gota fría;
todo adquirió de pronto la violencia de un choque de isobaras. No habían
llegado ni al parking cuando ella se bajó en un paso de cebra, no te soporto y
un portazo. Veinte minutos después el silencio acusador de él haría la habitación
doble más pequeña de lo que ya era. Hubo un pulso breve entre la tregua y las
frases afiladas, una mano tendida que siempre duraba poco y un nuevo portazo.
Ella fue la que se llevó la única llave que les había dado la recepcionista y
caminó satisfecha por la moqueta porque él se quedaba a oscuras.
Sin embargo, el atardecer de
Madrid la embriagó en el bar de la azotea y la animó a invitarle con una foto crepuscular
llena de antenas a contraluz. “Sólo he subido para que no digas que no lo
intento” dijo él minutos después, apoyado en la mesa enclenque que los
separaba. En el rato largo que le llevaría al sol desaparecer detrás de los
edificios no se dijeron nada. Se habían convertido en una de esas parejas
terribles que ocupan los bares inmersos en sus pantallas de móvil.
A ella el silencio le permitió
examinar la suntuosidad de las terrazas, la presunta intimidad de esos áticos
privilegiados que aspiraban a escapar del ojo ajeno. De pronto se le descubría
un paisaje blindado, como las zonas muertas de su relación, armadas para
permanecer ocultas.
“Tengo tan poco pasado sin ti”,
decía Berbel en sus páginas de agonía. Y ella le daba vueltas a esa extraña
hibridación que se da en la pareja con los años, a ese fenómeno que podía
visitarla casi físicamente con un autor como Berbel o Berger. Ella también maridaba
con los autores, vivos o muertos, ¿qué no podía pasarle con su esposo tras
veinte años escribiéndose y leyéndose el uno al otro con la piel, las palabras,
los días? Ahora tenían que extirparse mutuamente, ¿cuál de los dos siameses
moriría en el intento?
La azotea bullía de turistas distendidos
y locuaces. La felicidad a su alrededor la irritó como si fuera energía
estática y la advirtió de que debía comer algo antes de que el gin tonic
terminara de erizarle el estómago. Una pareja que había encontrado antes en el
lobby se acaramelaba en una esquina y ella se avergonzó de haber reparado
entonces en lo maltrecho que era el chico: el embeleso con el que miraba a su
novia le hacía ahora muy hermoso. No pudo soportarlo y escondió los ojos de
nuevo en el móvil. Cuando los volvió a levantar su marido ya no estaba, ¿habían
acabado ahí? ¿Por qué el amor no tendría flechas en el suelo como en los
parkings? Necesitaba números, líneas, marcas. Verde libre. Rojo: ocupado.
Completo.
Eran muy ciertos sus reproches.
Ella era esquiva con la verdad, se escurría fácilmente a mundos amables y
tibios pero, ¿quién no se contaba una historia para seguir vivo?
Vació la copa y saltó del
taburete con un dominio de sí misma que la sorprendió, la ginebra todavía no
había alcanzado sus reflejos, no emborronaba aún su manera quirúrgica de
pensar. Las ideas todavía traían filo.
Encontró la habitación vacía y
respiró con alivio. No renunciaría a su entrada al ballet, no se la debía a
nadie. Admiró un instante sus sandalias doradas y las colocó en la moqueta con
delectación. Se puso las medias cristal con la grave solemnidad de un matador
de toros. El vestido de lycra, el negro, el de siempre, estaba tan gastado como
sus peleas. Un momento de dificultad con la cremallera de la espalda le volvió
a recordar que estaba sola, pero al cabo de varios intentos cedió: no le necesitaba
a él para todo.
Entonces sonrió satisfecha y se
dio valor para abordar la Gran Vía, enseguida se confundiría con los turistas
locuaces e ingrávidos que se movían en camiseta y podría contagiarse de su
efervescencia.
Sus sandalias doradas pisaron
firme la acera. Se sentía disfrazada. Otra.
Era otra.
A veces los puntos de giro tienen
una cualidad física, pensó, y el mismo tacto de una costura o una cicatriz, que
puede ser tan inmensa como una falla entre dos placas tectónicas.
https://www.editorialcomba.com/catalogo/libros/narrativa/irse/
http://almaenlaspalabras.blogspot.com/2016/04/entrevista-capotiana-esmeralda-berbel.html
https://elpais.com/cultura/2018/05/09/actualidad/1525889263_511720.html
https://www.lavanguardia.com/cultura/20180523/443763384236/irse-esmeralda-berbel-diario-
ruptura-dolorosa.html
https://www.todostuslibros.com/pages/politica-de-cookies/
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