La calle que suele lucir desierta se ha poblado de
microbuses y le confiere una alegría insólita al CRIS. Los acordes ya me llegan
cuando quito el contacto del coche porque hoy es su día festivo. Es el día de
Encuentro Intercentros y los usuarios de varios como éste (centros de
rehabilitación e inserción social) se reúnen para conocerse e intercambiar
ideas. Los enfermos mentales acuden desde Valencia (Mentalia, Velluters, Sant
Pau), Bétera y varias asociaciones de enfermos (Acova, Ambit). Patrocina el
ayuntamiento de Puzol y la empresa Eulen, cuyo logo reza “Estamos por ti”.
Habrá mercadillo y concierto de rock, un grupo de enfermos ha ensayado a
conciencia este bolo y se llaman Guitar
Heroes.
Camino unos minutos hasta la entrada y me doy cuenta de que
el edificio del CRIS es coqueto y nuevo, pero ocupa un solar desangelado en
tierra de nadie, a las afueras del pueblo. Lo rodea una planicie donde se
mezclan campos de cultivo, motores y masías abandonadas con supermercados,
puticlubs y un colegio de élite, ¿qué lugar ocupa el enfermo mental en medio de
esta hibridación tan loca? Si estuvieran dentro de algún núcleo urbano, muchos
más enfermos podrían acudir porque no se les puede pedir que cojan un tren y
hagan trasbordos. No se debería abusar tampoco del coche de algún padre
jubilado al que se le encadenan falsas promesas del servicio que nunca llega. Pero
se abusa. Las familias han montado una nueva asociación, pero de momento sólo
han recogido sonrisas y apretones de manos en los altos despachos.
Pienso esto mientras oigo el zumbido de la autopista por
detrás de los naranjos, miro al este y veo la cinta plateada del mar con la
silueta de las grúas de El Puerto. Hay tanta actividad en el mundo, tantos
mundos en este mundo, lugares donde podrían caber estos chicos, me digo. Sin
embargo los voy a encontrar en esta isla, cercados entre los mil metros
cuadrados del CRIS, escuchando los acordes de sus compañeros y cabeceando sin
alegría, sin una cerveza en la mano, sin garitos ni noche estrellada; sin un futuro
fácil, que es lo que tiene la juventud cuando va a un concierto de rock y no sufre
esquizofrenia ni trastorno bipolar.
El equipo del CRIS ha trabajado sin tregua para remedar la
alegría que a menudo no brota de forma natural. Todo tiene que acercarse a un
encuentro social entre personas que no saben o no pueden con lo social. Julián,
Regina y los demás se han movido de aquí para allá desde las ocho. Han
arreglado las mesas para la paella, han colgado globos, han colocado los
paneles que los enfermos han pintado durante meses. “¡Somos cien personas para
comer!” me dice Toña la educadora social, y el cansancio no se le nota en la
voz porque es su gran día. Es pequeña y fornida, enfática, siempre que la veo
me digo que le sobra energía, que sólo con estar cerca de ella sucede el
contagio. Con una quinta parte de su empuje los enfermos se empapan y acaban
sonriendo de una forma nueva. Como Luís, al que ha acompañado a varias
inmobiliarias hasta conseguir el mejor apartamento de El Puerto. Los
propietarios arrugaban la nariz cuando le escuchaban al otro lado del teléfono
y Toña ha sido su aval, su negociadora.
Luís es huérfano y cuando su esquizofrenia arrecia se empeña
en cambiar de pueblo como si el mal estuviera fuera, en algún lugar de su
perímetro inmediato. El equipo de Salud Mental se desgañita detrás de sus
eternas mudanzas. El logro más reciente es que no se aleje del área donde le
conocemos y tratamos entre todos.
Lo encuentro en la última fila y me saluda cálido y
entusiasta. Está muy bien ahora, lo noto porque querría inundarme con los
detalles de su nuevo piso y no lo hace. Si estuviera descompensado no se
despegaría de mí, pero lo veo ir y venir con el pitillo que se acaba de liar y
sus eternos cascos colgados del cuello. Dejó Sagunto porque le tenían “manía”,
pero desconoce que todos los vecinos lo quieren bien. Cuando bebe sólo se pone
empalagoso, siempre acaba siendo traído
a la consulta por algún vecino al que al que le inspira más ternura que
lástima.
No es el caso de la mayoría. El miedo acaba fácilmente con
la buena educación del enfermo. Cuando la paranoia se inflama y crece, la
sensación de amenaza deja de ser imaginaria porque se mezcla con el ruido de
todas las puertas que se cierran a su paso. Puertas imaginarias y puertas de
verdad: todavía hago visitas a domicilio y oigo algún cierre de cerrojo cuando
toco al timbre. No todos los enfermos tienen el encanto de Luís para
sobrellevar tanta soledad.
El vocalista de los Guitar
Heroes se presenta antes de abordar el segundo tema. Agarra el micro con
desenfado y nos da permiso para darles “de hostias” si no nos gusta su número.
A Luís le hace muchísima gracia la salida y me gusta verle reír. Me sienta bien
formar parte de todo esto, me digo. Recalo en el cielo que nos regala un típico
azul mediterráneo, el huerto y el jardín acicalados para la ocasión por los
usuarios. La música arranca y el batería renquea como lo haría una banda de
adolescentes en la tarima de un patio escolar. Luego se coge y la cosa no fluye
mal. Hay un violinista que se defiende y el desparpajo del solista cubre todas
las grietas. Enseguida estoy pensando cómo conseguirles un bolo en algún garito
de verdad y me pregunto si debería decir que son enfermos mentales.
El público está sentado y apenas mueve la cabeza al compás,
más de uno ni mira hacia el escenario. Amparo, que está sentada junto a la
pared, se ha vuelto mansa con el inyectable mensual y deja la mirada muerta en
el vacío. Sus ciento y pico kilos se desparraman sobre la sillita plegable y me
recuerdan la quietud de los rebaños en el mediodía del campo. Un enfermo calvo al
que no conozco está sentado enfrente y no se ha quitado la mochila infantil de
la espalda, quizá se haya comido ya el bocadillo y haya hecho una bola con el
papel de plata. Debe de rondar los cincuenta.
De pronto me cruzo con Jose y me saluda muy correcto. La
conversación es mínima y tensa, se nota que está sobreponiéndose a su necesidad
de irse corriendo. No lo retengo. Cuando se aleja de nuevo hacia el vestíbulo
desierto chupando su cigarrillo, me digo que con él no bastan los simulacros.
No podemos incrustarle una vida de relaciones. Le sigo de reojo y me recuerda a una criatura en el zoo, dibujando círculos en el cemento de su jaula con sus
carreras. Estaba tan contenta de haberle conseguido una plaza aquí, misión
cumplida, me dije, estación final. Sin embargo ahora veo que el trabajo con él
no ha hecho más que empezar. Las familias y los terapeutas solemos descansar
cuando les convencemos para que vengan al CRIS, pero a veces tan sólo estamos
cambiándoles de escenario.
No puedo evitar acordarme de la postura de algunos
compañeros críticos con lugares como este. Los CRIS no dejan de ser una nueva
“reserva de locos”, argumentan, al margen de la vida ordinaria, real.
Resignación institucionalizada.
Dar la partida por terminada cuando ni siquiera ha
comenzado. ¿Será todo lo que podemos hacer?
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