Uno y su significado son dos, dice un aforismo zen. Las
cosas, cuando se nombran, se convierten en otra cosa. Ni siquiera hay que
indagar en su significado, lo dicho adquiere una nueva materia. El amor, si la
tiene, la siente transformada cuando se declara. La misma suerte corre la
guerra, el hastío, la soledad, el miedo a la muerte.
En el hospital nadie la nombra, a la muerte. Aunque planea por los pasillos, los formularios, los mostradores. Los médicos somos
funambulistas del no decir. Etiquetadores profesionales, dispensadores de
esperanza. El amor es un bálsamo, el optimismo es otro. Y a los médicos se nos
enseña a no negarlo. A no traicionar la realidad pero tampoco la ilusión cuando
palpita en las pupilas del que pregunta. Acabamos haciendo malabares con las
palabras que elegimos u omitimos en una frase. El mismo orden sintáctico puede
obrar el milagro o la catástrofe. La muerte es una amenaza pero el miedo lo es
mucho peor. Y la crudeza de vivir se convierte en la suma de muchos asaltos, de
muchos silencios.
De requiebros tácticos. De envolturas que consuelan.
En psiquiatría, sin embargo, las palabras son el centro, nuestro
material de trabajo. Los escuchólogos, o palabristas, prescindimos de
artilugios técnicos y de pruebas complementarias. Y nos consulta gente
debilitada por el no decir. La negación o el rodeo se convierten aquí en una
opción perversa. El paciente, que acude con su manojo de palabras o de
silencios, se va con un nuevo manojo. Con palabras les descubrimos, les
palpamos, les volvemos a cubrir.
Y no me refiero a los diagnósticos psiquiátricos,
antipáticos como un jersey de lana en un día de mucha calefacción. Hablo del
grueso de la consulta, de los “enloquecidos”, que no locos (hace tiempo que al
psiquiatra no le queda tiempo para el loco). El psiquiatra no da abasto con el
sano preocupado, con el que ni es enfermo mental ni tiene salud. El que se
ahoga porque se le dijo que debía ser feliz. El que se enamoró del amor, de la
primavera en el Corte Inglés, de la paz que promete una playa en una agencia de
viajes. Personas que colonizan la agenda y piden rumbo, nombres, flechas
pintadas en el suelo, moléculas mágicas, manuales de instrucciones. Gente enferma
de contradicciones o autoengaño, de vacío, de silencios que se llevan a cuestas
durante años hasta quebrar el espinazo.
Contar una soledad muta esa soledad en
otra cosa. Nombrar un miedo lo desactiva el rato que dura la consulta. Confesar
un secreto lo trivializa, le cambia la cualidad, alienta la idea de que podía
pasarle también al vecino de al lado.
Lo dicho, una vez dicho, es un lastre menos en el alma,
alivia los pasos. Y el tiempo, en una nueva dimensión, parece que ya no empuja
tan rápido hacia el declive. Hacia lo que ya, de una vez, se nombra. Se dice por fin.
Texto integrante del Catálogo de la Exposició de Javier Garcerá NI DECIR
https://www.javiergarcera.com/NI-DECIR
https://issuu.com/javiergarcera/docs/javiergarcera_alta_2_medio/92
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