Termina el empacho de Halloween y guardo los disfraces de
mis hijos con el pensamiento puesto en la muerte con la que está creciendo esta
generación, una muerte edulcorada, bufa, representación pura. Me pregunto por el
calado en sus pequeños espíritus de tanta gota de pintura roja. La muerte es un
guiño que dura un día al año y se puede guardar en el altillo hasta el año
siguiente. Una sabia bufonada desarrollada por los impulsores del mercado, un
truco-trato para creerse inmortal, para desdeñar la decrepitud, negarla, para
alimentar la insatisfacción de envejecer y lanzarnos con avidez a por nuevas
piezas de recambio.
El verano pasado, en un pueblo perdido de la sierra de
Albarracín, asimilé lo lejos que vivimos ya de la muerte que respiraron
nuestros abuelos.
Era una tarde ociosa como los son todas en Moscardón, la
aldea donde llevamos a los niños para que aprendan a aburrirse, otra dimensión castrada
para ellos. Un par de madres llevamos a las niñas al corral de la abuela
Araceli, la única que aún cría animales en un establo desvencijado que abre la
entrada al pueblo.
Araceli tiene la espalda doblada como un cartabón y cuando
cruza la carretera de madrugada casi no se la ve, oculta bajo un montón de paja
o de bártulos más grandes que ella.
Los ochenta y pico no le han robado la vitalidad ni la
coquetería, trepaba los escalones del gallinero sin vacilar y cuando le pedimos
una foto junto a las niñas, se quitó el mandil sucio que descubrió otro nuevo
mandil de flores, un vértigo de faldones y trapos que ahuyentan el frío de la
sierra y la fragilidad de sus miembros. Se cubría los rizos blancos con un pañuelo y arqueaba las cejas para
subir la mirada, éramos un plano forzado para ella, el trato con sus animales
la ha acostumbrado a comunicarse a ras de suelo.
No ha conocido otra vida que esta y contagiaba el entusiasmo
de quien sabe cuál es su sitio en el mundo, sin un asomo de duda. “Me dicen que
por qué sigo trabajando, pero es que yo quiero a mis animalicos, si tengo que
quitarme de comer me quito antes que ellos”.
Las niñas ya llenaban el corral de risas y de carreras en
ráfaga como las mismas gallinas, en un juego de espejos donde se hacía
imposible el contacto. “¿Dónde está el gallo?”, preguntaba Rocío, y entonces
supimos que gallo no había porque “las mundea y se las lleva a los piazos”.
Ovejas tuvo hasta quinientas, pero ya quedaban menos de treinta.
En el corral mantenía encerrada a una con el “cerebro seco que se me quedó
ciega”, y ese posesivo delataba que nos estaba hablando de su familia extensa.
Cuando tocaba conocer a los corderos, nos abrió el portalón del establo grande
y un revuelo de palomas recibió nuestras pupilas ciegas. Al rato, cuando nos
habíamos hecho a la penumbra y al olor del sulfato, alguien descubrió un huevo
de paloma caído del nido “con su criatura dentro”. Las niñas abrieron mucho los
ojos, Rocío se atrevió a cogerlo pero disimulaba mal su turbación, “ahora no
podrá pensar, ni hablar…”, dijo. En ese momento anticipé la colisión que iban a
sufrir pronto las pequeñas, había cuatro corderos tiernos que correteaban ya
bajo la luz enclenque de una bombilla y las niñas se embelesaban detrás de un
somier viejo donde las había colocado la abuela Araceli, “no entréis porque se
encienden y dan mala carne, en una semana tengo que matar a éste que me lo ha
encargado la Encarna”.
El revuelo de las niñas cesó, todas callaron con sus manitas
agarradas al metal oxidado, una madre irrumpió con el flash de su cámara e
intentó arrancarles una sonrisa, todos deseábamos cambiar de tema. Sin embargo,
la charla de Araceli continuaba con la naturalidad de un arroyo, “tenemos que
comer, mi hijica, o nosotros o ellos”. Y en ese instante pude palpar el abismo
entre los cinco de mi hija y los ochenta y pico de esta mujer: convive desde
niña con la muerte, la está esperando entre los muros de adobe, bajo las capas
de su mandil, como quisiéramos esperarla todos, embriagada por el revuelo de un
rebaño manso alrededor de ella. Adiviné que su mirada viva no se dejaría empañar
ni un instante, menos aún con la muerte.
Su últimos ojos serán idénticos a los que nos reciben cada
año, translúcidos, serenos, satisfechos.
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