Primavera de 1889, Arlés. Tras salir de su primera crisis
psicótica, Van Gogh pinta “Frutales en flor”. Unos meses antes, en la famosa
trifulca con Gaugin que le precipitó a la soledad y la locura, el que fue su
único y efímero compañero le había espetado: “¡nunca escuchas!”. Las palabras
del pintor eran ciertas, Van Gogh lo sabía y por eso, en el epicentro de la
tormenta emocional que despertaron, se rebanó la oreja. El pintor de Zundert,
el holandés pelirrojo de los trazos rápidos, que pintaba lúcidas escenas pero
vivía a tientas, no sabía “escuchar”.
Sin embargo, cuando uno recorre las galerías del Museo Van
Gogh en Amsterdam, si consigue abstraerse entre la nube de visitantes que llena
las salas, siente que el reproche de Gaugin pide una justa matización: Van Gogh
sí escuchaba, pero tal vez no como lo hacemos nosotros, más bien percibía el
mundo en otra dimensión, una dimensión vetada para el resto de los mortales, desde
la que se conecta con un mundo que vibra sin tregua.
El posimpresionista de fama póstuma, que despreciaba el
mercado del arte calificándolo de “falso”, murió sin saber que sus pinturas se
tasarían en cifras de vértigo. Mientras vivió, pintó durante sólo 10 años unos 900
cuadros, en una lucha desesperada por dar cuenta en sus lienzos de ese mundo
donde las cosas no son “cosas”, sino la estela que dejan mientras respiran. Sus
sensores no registraban la solidez de un objeto, sino los millones de
partículas en movimiento que le dan cuerpo, sucesos que el ojo ordinario agrupa
en conjuntos y arponea con palabras que le bastan para detener su vibración
enloquecida, como los alfileres de los antiguos naturalistas.
En la mirada de Van Gogh, todas esas mariposas de alas
disecadas están cruzando el campo alegre y aleatoriamente. Un cielo no es esa cúpula homogénea y azul
que nos contiene y aquieta la mirada, una montaña no es ese bastidor macizo que
ondea en el horizonte y cierra la vista. Cada plano se merece esa pincelada
ágil, violenta, libre del tedio y el encorsetamiento que aprendió de Seurat en
París, cuando su técnica del “puntillismo” dejó de servirle para reproducir ese
universo mutante y bello.
Las partículas también pueden ser onda. Faltaba casi un
siglo para que Einstein y el resto de los físicos cuánticos incorporaran esta
descripción del mundo material al racionalismo de Occidente. Mientras tanto,
Van Gogh sólo podía enloquecer ante las puertas de la percepción abiertas para él
en exclusiva, sin necesidad de drogas, sin meditar trascendentalmente, sin
estudiar a fondo a los orientales o, quizá, bastándole con intuir un mundo
nuevo y cargado de inmediatez en las láminas japonesas que coleccionaba y copiaba
con fervor.
Pero volvamos al mes de marzo de 1889. La tormenta ha
amainado tras unos meses en el hospital, la naturaleza vuelve a ser un bálsamo
y en sus “Frutales en flor”, la primavera despierta ante sus sentidos heridos,
los primeros brotes bostezan en las ramas que ha pintado semidesnudas. Le pide
a su hermano Theo botes y botes de pintura, debe enviárselos con máxima urgencia,
porque la floración no va a durar más de unos días y la lucha de Vincent es la
de todo artista herido por la belleza, herido por la mutación permanente, por
el dolor del tiempo. Porque toda belleza, todo esplendor contiene tiempo, una
dosis letal de tiempo para la mirada del artista.
Y Van Gogh debe pintar esa floración a toda costa, quiere
ser ese brote que se aferra a la rama, que renace de ella. Quiere conjurar su propia
agonía y los frutales le encuentran en pleno despertar, la hierba que ocupa un
amplio primer plano resplandece en un verde puro, como la esperanza que le han
infundido los médicos. La vida en los frutales de Arlés emerge de forma
fractal, es una brecha en el invierno que pronto quedará arrinconando y
disuelto por la pujanza de esos colores primarios esparcidos libremente por el
lienzo.
Sin embargo, las ramas se retuercen en ángulos violentos
como una exclamación lanzada al cielo y aún hay un tronco en primer plano que
parece rezagado, desnudo, con óvalos de pintura naranja que son las ramas
tronchadas por el último vendaval: Van Gogh mismo tiembla con él, sus heridas
sangran aún en un naranja encendido. ¿Conseguirá sanar? ¿puede creer las
promesas de los médicos? ¿logrará ser uno más entre los hombres? Quiere ser como
los campesinos de Arlés, como los vecinos de la Casa Amarilla (cada vez más
hoscos y esquivos desde el incidente de la oreja), o como su hermano Theo, que
parece navegar con facilidad entre todos ellos para conseguirle a él un poco de
oxígeno cada vez que boquea.
En mayo del 89 ingresa voluntariamente en Saint-Rémy, abriendo
así la espiral de crisis e ingresos psiquiátricos que le arrastrará a la muerte
en poco más de un año, pero también a una producción frenética. La paleta de
colores se restringe y las pinceladas se hacen más flamígeras: un incendio se
ha desatado en su cabeza. “Si no pudiera pintar, me volvería loco”, le asegura
a los doctores, mientras sus lienzos se multiplican a razón de casi uno al día.
Crea la técnica de “húmedo sobre húmedo” que prescinde de la espera y aplica la
segunda capa de óleo sin que se seque la primera. Es la forma de pintar de un
hombre que necesita darle esquinazo a la brecha que le divide por dentro. Sus
cuadros se llenan de cipreses que flamean hacia un cielo lleno de espirales,
retorcido de dolor, y la textura de sus pinceladas se hace más gruesa que
nunca, material, casi escultórica, tanto que invita a pasar los dedos por ese
relieve tosco, grumoso. Parece como si Van Gogh hubiera necesitado también
tocar lo que pintaba, crear un asidero al que agarrarse mientras asistía al
colapso de todo a su alrededor. En “Campo de trigo con cuervos”, resulta fácil
encontrar un presagio de muerte en esos pájaros negros que manchan el amarillo
puro del campo, es la interpretación clásica, genérica.
Sin embargo, “Campo de
trigo con segador”, pintado en los mismos meses, expresa mejor la impotencia de
Van Gogh frente a su tragedia.
El cereal ocupa el centro de la mirada sin
obstáculos, en una ondulación limpia, un despilfarro de amarillo azafrán, se
balancea como una marea imparable que arrincona la figura del segador a la
izquierda. Al hombre se le ve armado con una pequeña hoz, impotente contra la
violencia de ese sol que lo funde todo sobre su cabeza, que impone un escenario
derretido, inhabitable.
Ya tiene un lenguaje propio, una expresión y un dramatismo
difíciles de imitar. Sin embargo, esto no logra calmarle y le pide a Theo
láminas de autores clásicos en el deseo de un nuevo comienzo, de hacer pie al
amparo de sus maestros. Copiará a sus autores favoritos, a Millet, a Rembrandt.
En el museo de Amsterdam se encuentra una insólita Piedad donde emula a
Delacroix. Los brazos de la virgen no apuntalan el cuerpo vencido de Jesús, más
bien lo dejan caer con naturalidad, no hay gravidez ni hay dolor. Jesús es un
semidios pelirojo que parece flotar en una atmósfera serena de amarillos y
azules, ¿se trataría de sí mismo, imaginando una entrada suave en la muerte?
Sus palabras en esos días no son graves ni proféticas, “en
la naturaleza siempre encuentro consuelo”. Lo ha escrito antes
varias veces, no parece anunciar ningún cambio. Pero no olvidemos que Van Gogh
no se expresaba con palabras, así como no “escuchaba” por la vía tradicional.
¿A qué naturaleza se refiere en esos días del “Campo de trigo con cuervos”?
Posiblemente, a la naturaleza en su versión libre, vibrante, ondulatoria, y a
su propia incorporación a ella, a ese escenario que él pintaba desde sus ojos
heridos de lucidez y del que por fin pasó a formar parte un 29 de julio del
1990, tras dispararse un tiro en el pecho.
Emile Bernard, uno de los pocos amigos que acudió a su
entierro, hizo mención a los incipientes elogios que su obra provocaba ya en un
crítico parisino, tras darse a conocer en el Salón de los Independientes de ese
mismo año.
“Yo arriesgué mi vida por mi obra, y mi razón destruida a
medias”, dejará escrito en su última carta. Más de un siglo después, el mundo
sigue vibrando, pero no ha habido quien lo sufra y lo recoja como supo hacer
él.
Me gusta el artículo y como hablas de el pintor
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