A la entrada del pueblo está la casa del abuelo inglés: si el Mercedes rancio sigue aparcado en la puerta, el viejo ha sobrevivido otro invierno.
Elegimos siempre el mismo hotel al final de Es Migjorn, más
allá del cementerio donde las tumbas encaladas reflejan la luz blanca que nos
hará guiñar los ojos todo el día. Un pueblo que pinta de blanco sus cementerios
sólo promete tregua, una alegre celebración del tiempo o su negación misma.
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De Menorca nos atrae la foto fija, la misma línea en el
horizonte. Encontrar las mismas sonrisas, los mismos paisajes, las mismas gaviotas que se encaraman a los cortados de
caliza y nos clavan sus ojillos huraños diciendo “devuélveme mi cala,
forastero”. Son una única y repetida gaviota, siempre la misma.
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A diferencia nuestra, ellas están mimetizadas con el paisaje y exhiben la
misma dignidad que las abuelas del pueblo cuando sacan sus sillas a la puerta y
nos miran enigmáticas, en silencio, a veces masticando un catalán cerrado y
lleno de oquedades. La misma conversación repetida de año en año.
Pero no puedo engañarme más: Manuel ha borrado la infancia de su cara este verano y
Rocío va dejando atrás la niña gritona que era, tiene una zancada que se estira
prodigiosamente como la de su hermano.
Aunque nuestros hijos cambien, queremos encontrar
los ecos de su redondez en cada cala, en cada recodo de los caminos de arcilla,
en cada itinerario por las calles torcidas de Ciudadela. Nosotros mismos nos
rastreamos en el camino de San Joan de Misa, flexibles e ingrávidos sobre una
bicicleta alquilada hace veinte años, con una mochila cargada de pan, aceite y
gazpacho. Sin hora de vuelta. Nos añoramos en Ca Antonio, en aquél hostal que
sólo ofrecía desayunos rancios, una cama y una ventana limpia sobre la cala,
inundada de ocaso.
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Este verano, sin embargo, se cumplen dos décadas de la primera Menorca. Conducimos despacio con las ventanillas bajadas para que la manzanilla
y el romero entren en la cabina con el canto de las chicharras. Pero el Consell
ha decidido ampliar la carretera que cruza la isla con un tercer carril, el
supermercado se ha reformado para competir con otro nuevo donde venden hasta
zapatillas y el hotel ampliará en breve su número de habitaciones. De camino a
Mitjana, el primer día, las noticias escupían datos sobre el atentado yihadista
en Barcelona y nos torció el gesto hasta dar la primera brazada. ¿Se puede
aspirar al paraíso en este planeta, aunque solo sea una fantasía armada en la
cabeza durante siete días?
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El abuelo inglés es nuestro marcador para ello, nuestro
metrono silencioso. Al rondar el mediodía le solemos encontrar en el antiguo supermercado
cogiendo las zanahorias a puñados y metiéndolas en la bolsa después de pesarlas.
Podría llamarse Nick o Phil, elegiré el nombre que me dé la gana porque he
olvidado su nombre real, aunque un amigo me lo presentó hace años. Yo presumo
desde entonces que no se acuerda de mí pero quizá me equivoque. Tiene la mirada
sagaz y transparente, como un reptil. Nunca nos saludamos, pero yo acecho sus
movimientos cuando no puede verme y compruebo que mantiene la misma agilidad de
británico andarines. Alto, enjuto y bronceado, cuando estira la barbilla para
ver el precio de las zanahorias la piel del gaznate se despliega como si fuera
una tortuga centenaria. No ha perdido la mata de pelo blanco que ya emite un
fulgor verdoso. ¿El tiempo no pasa por él?
Quisiera volver a casa con la convicción de que el año que
viene nada habrá cambiado. Que el viejo Nick seguirá aparcando su Mercedes color butano a la puerta de la casa roja, la primera del pueblo. Pero puede que no
lo encuentre, ¿qué nos contaremos entonces? ¿Qué historia urdiremos para que no
se rompa el engaño?
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