Los tupper, ese prodigio del bienestar doméstico que
irrumpió en los hogares españoles con la llegada de los fosforescentes y las
hombreras, han cumplido más de siete décadas. En 1946, Earl Tupper había presentado
el producto estrella de su compañía de plásticos: un conjunto de boles redondos
con tapa hermética que llamó “tazón Maravilla”.
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Ayer cuando me despedía de mi madre después de la paella
dominical, ésta me alargó una bolsa con varios de ellos y caí en la cuenta de
que el gesto se multiplicaba, se expandía, había mucho más dentro del pequeño
volumen de estos estuches de plástico que un espacio con olor a sebo y PVC.
No había reparado aún en su vuelo secreto.
“Toma estos tupper, hija ─su voz era cansada pero delataba
una jactancia cómplice─, son tuyos. Ya sabes que van y vienen como las aves migratorias”.
La miré y ya la estaba añorando. No sé si le debo más a mi
madre o a los tupper; en cualquier caso, estas cajitas se merecen un homenaje.
Sin gloria, sin pausa tampoco, tejen un circuito invisible
por el que pululan raciones de paella, macarrones resecos, torrijas pecaminosas
empapadas de miel, objetos de deseo de todo tipo que viajan comprimidos en
estas pequeñas urnas y no conocen límite en su trasiego. Pueblan mi vida desde
que tengo memoria y son la consigna secreta de las mujeres de la casa. Los
hacemos pulular de la cocina al trabajo y del trabajo a la casa de la suegra o
al antiguo nido de la casa familiar. A veces son el último adiós para un muslo
de pollo huérfano al que me resisto a tirar, ampliando con ello el circuito a
otros hogares que no conozco, donde no hay tupper porque no hay nada con qué
llenarlos, en continentes remotos donde otras madres y otras hijas y otras
abuelas luchan por alimentarse mutuamente igual que en mi familia. Hay un
instinto que manda en todas nosotras, cruzamos mensajes nutricios que son
mensajes de resistencia. No llevan banderitas blancas sino bastones de relevo.
Me pregunto cómo pude ignorar su pulso vital hasta ahora. Son
el árbol circulatorio que anima a las mujeres (y cada vez más hombres) del clan.
Los tupper hacen el viaje eterno entre los estantes de una cocina a otra,
confunden sus tapas, se divierten con nuestra pequeña irritación cuando el
cierre falla porque no corresponde o el lavavajillas ha erosionado su
congruencia. Guardan más de un secreto en su pequeño volumen rectangular u
ovalado, pero tienen el silencio del plástico y lo único que enseñan con los
años es una película de grasa que vive en simbiosis con las paredes lisas.
Paradigma de supervivencia, tienen una vibración
concentrada, una imantación especial; su energía parece la del núcleo de la
tierra. Lo supe al colocar una tartera de lentejas en el arranque de mi primera
novela: esa madre heroica que le llevaba su ración a la hija encarcelada después
de la guerra selló una imagen poderosa en los lectores. Todos los que me han
hecho un comentario del libro me han hablado de la tartera de zinc, de las
lentejas ya tibias, y ese tupper de los años 40 circulaba en su imaginación
mucho después de terminar la última página.
La Real Academia recomienda evitar el extranjerismo y tirar
de nombres como tartera, tarrina,
lonchera o fiambrera. Portaviandas es mi favorito. Táper me parece de
mal gusto, una palabra cobardica y perezosa que no tiene alma.
Se les llame como se les llame, estos pequeños cubos de
plástico navegan, trastabillan, cabecean en el oleaje de la vida moderna,
siempre tan achuchada. Cuando tenía seis años, una vecina americana organizó
una reunión tupper que aún recuerdo. Mi madre me mandaba continuamente a por
azúcar o cucharillas, pero yo me sentía imantada por aquellas cajitas diversas
que la mujer sacaba de su maleta y trataba con delicadeza como si fueran
crisálidas. Pronto no cabían en la mesita baja. Al año siguiente abrirían el
primer centro comercial de la ciudad: el progreso había desembarcado antes en
el salón de mi casa. Aquello creó más revuelo en el vecindario que las tupper
sex que llegaron después (cogiéndonos tarde quizá, con una sexualidad empachada
y carente de misterio). Aún recuerdo el embeleso de mirar a través de aquellos
recipientes que aún no olían a nada y calibrar su transparencia. Luego los
encajaba unos dentro de otros como matrioshkas rusas.
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No sé qué pasó después. Llegó la velocidad, una especie de
succión que te arrancaba de aquellos ratos muertos y te convertía en un
espectro moderno. Descubro ahora que en Amazon los venden eléctricos: para calentar en
el coche. Yo también como en el coche, muerdo mi modesta manzana o mis mandarinas
a 120 por la autopista. El mandato es sofisticarse más aún, hacer cuatro o
cinco cosas a la vez, “ganar” tiempo, y el tupper se convierte en emblema frenético
de nuestra muerte programada, es un ataúd de plástico en miniatura.
Estos polímeros son muy longevos, tardan cinco siglos en
degradarse. Cinco o seis vidas de un homo sapiens. Por eso se gastan esa
suficiencia con nosotros, les chifla perderse de mano en mano y reaparecer en
otro estante o en otra cocina al cabo de los años. Cuando
los dejas de ver, nunca sabes si es un adiós definitivo o efímero; su instinto
viajero es de serie y puede hacerles salvar distancias impensables.
Pero siempre es una alegría rencontrarlos, sobre todo si
mantienen su tapa original. El gusto de sellarla sobre la base en un golpe seco
merece una pequeña celebración, aunque nunca se la dedicamos. En seguida
tenemos que estar en otra cosa.
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Portaviandas es mi favorito ;)
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