Llegó a su despacho antes que el primer cliente como tenía
costumbre, le gustaba ventilar, correr las cortinas, abrir las ventanas de la
galería y echarle un vistazo a las plantas. Se sentía bien, ¿por qué no
sentirse bien? Habían pasado un fin de semana largo sin grandes planes ni
grandes choques familiares. Simplemente el pijama, la perra, la bicicleta, la
película después de la cena que siempre tenían que contarle en el desayuno
porque se dormía.
El callejón de atrás era estrecho y siempre le llegaba el
olor del aceite, el ajo frito, las pequeñas disputas, conversaciones al móvil
que deberían ser privadas, el rumor de la calle comercial tan cerca y el
televisor del tercero.
El televisor. Hoy era el día de la independencia, ¿pasaría
bien la jornada? Mientras había acompañado a los niños a la parada, se había
preguntado si le llamarían del colegio para recogerlos. Una pregunta rápida,
clandestina, como una estrella fugaz, tan rápida que se queda uno dudando si de
verdad ha pasado. Ahora, mientras forcejeaba para abrir la ventana del fondo,
otra vez esa pequeña congoja salida de no se sabía dónde: el noticiario del tercero
le llegaba con un tono intimidatorio, atropellado, duro. Se vio a sí misma
abriendo su negocio en Siria, o Palestina. Gente que no tenía normalidad, pero
se la pintaba en medio del caos, ¿cómo se las apañaban para seguir ganándose la
vida? ¿Cuánto tiempo le lleva a una persona llamar normal a lo anormal? La
ventana cedió por fin con un chasquido y se asomó a la pantalla plana del
vecino: no eran las noticias, sino una simple retransmisión de fútbol. Se
mordió el labio, avergonzada, ¿qué estaba pasando en su cabeza?
Una semana atrás, cuando las banderas españolas habían
empezado a colgar de todos los balcones, ella sintió la misma perturbación, una
incomodidad perezosa que ganaría fuerza, la mera asunción de que no podía
seguir mirando a otro lado. Las banderas no formaban parte de su mobiliario
común, no había sido educada entre ellas (ella era del Mediterráneo y de la
Meseta, demasiada mezcla). Ahora las veía en las fachadas de su barrio y le
parecían una mera contestación, un signo arrojadizo que decía guerra. ¿Guerra?
“¿Por qué no hemos puesto una bandera, papá?” ─había
preguntado ayer su pequeña─ Y su marido, sin cambiar la marcha del coche, había
perorado sobre la cantidad de banderas que tendrían que poner llegado el caso:
la española, la valenciana, la vasca, la europea, ¡la del planeta tierra! Los niños se habían reído de
pensar que no tenían balcón para tantas. Una bandera blanca, dijo ella, pero
las risas tapaban ya el comentario y ella estaba demasiado cansada para dar una
explicación con la que se quedara satisfecha. ¿Cuál era esa explicación? Ni ella misma sabía.
Todo era confuso en la calle y en los medios, voces
entremezcladas, noticias contradictorias y juicios rápidos. Y lo peor, lo más
nuevo: un recelo creciente de hablar según con quién.
“Artur Mas ha dicho que los bancos se pelearán por quedarse
en Cataluña”, había disparado con sorna la noche anterior, cuando los niños ya estaban en la cama. Estaba muy satisfecha de sí misma, quería demostrar que ella también podía estar
al día. Él no había levantado ni los ojos del móvil y ella había seguido repasando la vitro en
silencio, mirando de reojo su gesto ceñudo. “Estás muy desfasada, cariño ─soltó
al fin─, la cosa se calienta de hora en hora, se lo cuentas a alguien que siga
la prensa y te dirá que hace mucho de eso…”. Había apretado la bayeta contra una
pequeña huella de la sartén y había rascado con la uña a pesar de saber que dejaría
marca. “Ha habido hostias en la manifestación del 9 octubre, por eso oíamos el
helicóptero de la policía”.
Ella le había dado la espalda para escurrir la balleta, la
niña pedía agua y no había dudado en llevársela para tumbarse junto a ella. Cuando metió la
nariz en la raíz de su pelo le inundó el olor áspero y penetrante, ¿estaba
ahí la explicación? Estaba ahí, claro que sí, en lo que le había enseñado su
hija: el amor y la tolerancia, la voluntad de aceptar a un otro que es igual y
distinto a la vez, que se parece y no se parece, que habla por sí mismo y por
tu boca.
“Mañana declaran la independencia”,
le había dicho su marido cuando se metió en la cama. Ella se había girado hacia su mesilla para ajustar el despertador. Poco antes de cerrar los ojos, sólo quedaba la luz
azulada del móvil que él tardaría en apagar. Las esquinas del armario hacían
sombras profundas en la pared, tan largas como el interrogante con el que
lucharía para quedarse dormida.