Resulta perturbador enterrar un
fantasma. Desafía la lógica de los funerales.
Ayer localizaron a su madre porque su
tío el marino había muerto, nadie había tenido noticia en cuarenta años de su paradero.
España, decía el escritor J.M. Peman, es un país de grandes entierros, y ella acompañó a su madre a la cita sin saber qué debía sentir. Eran como dos espectadoras perplejas que se cuelan al
final de una película dramática, sin atinar muy bien con el guión ni los actores
principales. En el ataúd que los operarios manipulaban con limpia destreza iba
el cadáver de un hombre de 71 devorado por el cáncer al que ella no lograba
poner cara, nunca le conoció, ¿tendría todavía pelo? No se atrevía a hacer una
pregunta tan frívola entre los llantos de la viuda y el zumbido del elevador
mecánico que hacía levitar el ataúd de color cerezo. Siempre se le dijo que su tío era
alto y guapo, barbilampiño, embaucador y canalla, y su imaginación le colocó el
gesto borroso de todos los ancianos que visitaba en el hospital, un palimpsesto
de la muerte a la que estaba habituada.
Una señora con traje funcionarial
leyó un pasaje bíblico con la misma corrección que una azafata de vuelo:
siempre las escuchaba por pura compasión, le parecía terrible repetir el mismo
texto ante un puñado de ojos que miraban a otra parte. Atendió a las palabras
del Evangelio según San Juan igual que atendía al lugar donde se situaban los
chalecos salvavidas. “Yo soy el camino, y la verdad; nadie viene al Padre sino
por mi” y la escena la cautivó, alivió un dolor que no sentía, ¿un dolor fantasma? “Jesús, ¿cómo
hallaremos el camino?”, había mucho desgarro en esa despedida de la persona
amada, una nostalgia punzante y un anhelo de seguirla a cualquier parte. Se
prometió leer la Biblia por fin ese verano, las voces eran cándidas y
reconfortantes como en un cuento infantil leído a pie de cama.
A su lado, su prima sollozaba en
silencio, la examinaba de reojo porque acababa de conocerla. Era menuda, corriente, quizá menguada por el luto. Toda la avidez estaba en los ojos. No lloraba al padre que acababa de morir, lloraba los agujeros de su
vida, porque él no había querido saber nada de ella desde que cumplió los
veintinueve, ni conocer a su propia nieta. Un tipo escurridizo su padre, un
inventor de vidas: cambiaba de mujer, de hijos y nietos, de trabajo o de pueblo
donde mal vivir y su pasado le incordiaba como una piedra en el zapato. Ella
observaba la consternación de su prima y pronto entendió el objeto de la
convocatoria: la liga de agraviados se reunía al aroma de los gladiolos. Los
resucitados eran ellos, descubrió, en una pequeña gran conjura contra el deseo
de su tío de mantenerles muertos. Padre Nuestro que estás en los cielos. Nunca
había llegado a aprenderse el resto de
la oración y ya no se molestó en mover los labios. Desde la primera fila de
bancos, agradeció que nadie pudiera ver su boca quieta.
Su prima y ella se llevaban tres
años. Una tenía dos cuando se produjo el cisma familiar y la otra cuatro y
pico, imposible reconocerse por la calle. Hasta ese día, ambas eran una ficción
sin rostro, un relato mil veces oído en un libro sin ilustraciones. Internet
había dado con su pista. La prima le contó que tenía una hija de ocho años a
quien había dicho que su abuelo estaba muerto; ahora debía confesar la
re-muerte, en este juego enloquecido en el que las disputas se zanjaban con
cadáveres de quita y pon. Cuando terminó el sepelio, les hizo acompañarla al
coche y sacó un montón de cuadros al óleo que había encontrado en el piso de su
padre al morir. Los firmaba su abuelo y quizá quisieran quedarse alguno,
lienzos que ella conocía, poblaban las paredes de toda su infancia, su madre
los tenía colgados por todas partes. Paisajes costumbristas y bodegones densos,
ahogados, que el abuelo dibujaba con cuadrícula y luego coloreaba con
precisión. Ahora supo que en esa pincelada descargaba la desazón que le
provocaba un hijo traidor: falsificó su firma en el banco y le desplumó varias
veces, según le dijeron. Uno de los cuadros le atrapó: una mujer subía una
escalinata coronada por un molino mallorquín. Lo conocía, había una variante
casi idéntica en el pasillo de casa y nunca le llamó la atención, nadie se
detenía nunca a mirarlo. En el parking, frente a esa copia, su madre arrugó el
ceño y lo descartó, sólo quería llevarse una marina que destacaba del conjunto
porque el agua se agitaba con vida propia y era mejor que las demás postales pintorescas.
“Me lo regaló mi padre”, aseguró, y la rivalidad entre hermanos se coló en la
historia familiar que estaban reconstruyendo en el parking de un cementerio.
La conversación se alargó, el sol
de julio ya estaba alto, las lágrimas se habían secado, “vayamos a tomar algo”.
El lujoso tanatorio y sus empleados impolutos quedaban atrás como si ya
tuvieran permiso para salir del guión y criticar al que dejó una larga estela
de cadáveres. Su prima dio rienda suelta a su dolor, que era una forma impura
de nostalgia, más bien la rabia de la hija abandonada. Y nos enteramos de otros
agujeros que había dejado atrás, acreedores que ahora la seguían a ella como a
ellas las seguirían siguen los cuadros del abuelo en el maletero (ella se
empeñó en elegir varios lienzos más que igualmente irían a la basura). Trampas,
requiebros, créditos sobre créditos, un piso en Cullera donde había acudido la
hija y no había ni ropa, ni fotos, ni la colección de sellos que había hecho
con él cuando aún era una actriz en su escenario. Los objetos tocados de alma
que se hundían en un sinfín de mudanzas, su tío abandonaba no sólo personas,
también pertenencias, oficios previos, identidades.
Era un contraste, se dijo ella,
con la actitud de su hermana, que colgaba los cuadros y guardaba los muebles
macizos del chalet madrileño en un escueto apartamento de playa. En la vitrina
de caoba, con la que siempre se daban rodillazos, guardaba el cristal de
bohemia que había logrado rescatar de la ruina familiar como si fuera un
sarcófago. No se desprendía de nada ni de nadie. Entonces entendieron que
tampoco debió de hacerlo con él: su tío era el experto en dar esquinazo. La
noche antes de la llamada, su madre había soñado que su hermano sufría algún
desenlace grave, ¿se puede uno amputar un trozo de biografía como el que se
corta un brazo? Después del entierro confesaría haber soñado con la primera
comunión. Ella pensó entonces en su prima contándoles en aquella cafetería que su padre se había
negado a llevarla al altar, “no pinto nada en tu boda”, le había dicho. El subconsciente
de su madre había hecho el resto: velos blancos, zapatitos con hebilla, la
penumbra fresca de la iglesia y su abuela ajustándole las horquillas a la
puerta. Seguro que su tío estaría hecho un pimpollo en su pequeño uniforme de
marinero. De mayor llegaría a capitán de la marina mercante, con el empuje de
su cuñado que le costearía su carrera. Al final de su vida: una cuenta bancaria
con trescientos euros y un móvil donde no aparecía su nieta como contacto.
Las cenizas se van a hundir en la
costa de Cullera. El mar, le había dicho la hija de su última mujer, era su
medio y su destino. “La urna es biodegradable”, matizaba con un tono
periodístico que nadie le había pedido, “porque está muy de moda tirarlas al mar”. El mar que es el morir, se dijo
ella, pero sólo le dio una sonrisa protocolaria por respuesta. Como la memoria,
siguió pensando, su oleaje nunca termina, se crea y se destruye sin tregua,
nunca idéntico a sí mismo. Ese día habían completado un tramo que faltaba, pero
se abrirían nuevos paréntesis y nuevos huecos.
Sin embargo, salieron de la cita
con la satisfacción de una historia completada. Todas las historias necesitan
un cierre, las que nos tocan de lleno y las que apenas nos rozan. Hay un
desasosiego, un estar en falta, que no nos deja descansar hasta saber. Y la
trayectoria de su tío estaba hecha de escenas entrevistas a través de una
mirilla, piezas incompletas de un puzzle que se juntaron por fin en ese parking
y en esa cafetería donde fueron después, lejos de las lágrimas con sordina. La
mujer de su tío no tenía cuernos ni rabo, a pesar de los relatos demonizados
que ella había escuchado desde niña. Había que culpar a alguien de un gran
fracaso y culparla a ella salvaba el apellido. Romper la leyenda familiar es un
viaje que todo el mundo debería hacer alguna vez. Limpia, desatasca, oxigena.
Hay que desafiar la lealtad a los secretos y los mitos. Su prima, que tan sólo
era una mujer llena de costuras, no había querido rendirse a lo que le
contaron. Y su tío, se fueron enterando, no era tampoco bueno ni malo, sino un
hombre malogrado incapaz para el valor, la palabra, el diálogo, el perdón. Eso
era lo que necesitaba su hija ahora y eso fue lo que le infundió valor para
encontrarlas. Ellas eran la palabra, una historia que nacía por una que moría.
Un vacío que se llenaba por capas.
Cuando volvieron al apartamento
de su madre ella buscó el cuadro del molino y se clavó delante un buen rato
como si jugara a las siete diferencias: tres planos de profundidad y un cielo
claro de nubes infantiles, fachada, escalinata, molino y, en los escalones, la
figura pequeña de una mujer que, bien mirado, no estaba subiendo sino
descansando o a la espera, sus pies dos motas juntas sobre el escalón. El
cuadro que llevaba en el maletero tenía dos figuras, en éste solo había una y
estaba quieta. ¿Por qué la borraría su abuelo en el segundo cuadro? ¿La
añadiría quizá a la primera versión? La mujer aquí estaba sola y se había
detenido, ¿qué pensaba? Sólo se veía su espalda y tenían que imaginar su
expresión, ponerle cara como ella había hecho en el funeral con su tío. La
mujer quieta vestida de azul recapacitaba y medía el vacío que había a su lado,
un vacío que su abuelo aprovechó para trazar su sombra sobre los escalones, con
una pincelada marrón precisa y breve.